Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Cuando mi íntimo amigo George partió al otro mundo, al misterio que las enseñanzas bahá’ís llaman «el océano de luz», su muerte nos dejó con la responsabilidad de darle sepultura a su cuerpo.
Por supuesto, esto ocurre constantemente en todo el mundo: los vivos deben acompañar a los moribundos en su viaje hacia un segundo nacimiento, pero solo podemos acompañar hasta cierto punto. Al final, seguimos aquí y nuestro ser querido ha partido. Nuestra hora se acerca, tarde o temprano, pero aún no ha llegado. Bahá’u’lláh escribió:
Esta vida termina con la muerte física, que es una realidad ineludible, ordenada por Dios. No obstante, esa vida que se menciona en los Libros de los Profetas y de los Escogidos de Dios es la vida del conocimiento; es decir, el reconocimiento por parte del siervo del signo de los esplendores con que le ha investido Aquel que es la Fuente de todo esplendor, y la certeza de que alcanzará la presencia de Dios por medio de las Manifestaciones de Su Causa. Esta es la vida bendita y sempiterna que no perece: quien es vivificado por ella nunca morirá, sino que perdurará tanto como perdure Su Señor y Creador.
Dado que realmente nunca perecemos, las enseñanzas bahá’ís piden que se respete el cuerpo que dejó atrás un alma humana noble, lavando y envolviendo su forma humana, y posteriormente realizando una sencilla ceremonia de oración que preceda a una sepultura normalmente rápida.
Tres de nosotros realizamos el lavado y el amortajamiento del cuerpo de George, incluido su hijo mayor, Anton. La certeza de que George vive ahora en un estado de alegría y libertad contrastaba palpablemente con el cuerpo inimaginablemente destrozado que él había ocupado durante su vida en la Tierra. Lo que Dios le dio a George, George lo había empleado en Su camino.
Al lavar y amortajar el cuerpo de George en la preparación de su entierro, quedamos traspasados y transformados en un estado mucho más espiritual. Era como si tuviéramos, por un momento, que compartir su vida de trabajo, para honrar cómo había llevado su carga. «Para el corazón de Attar, un átomo de Tu dolor», escribió Bahá’u’lláh, citando a un místico del siglo XII. La preparación del cuerpo de George para su descanso final nos permitió ver un átomo de su dolor.
El entierro tuvo lugar unas horas más tarde en un pequeño cementerio rural en el que descansaban la madre de George y muchos de sus familiares. Nunca me había fijado en este cementerio a pesar de haber vivido a menos de 3 kilómetros de él durante 26 años. En contra de las previsiones, el tiempo resultó ser bueno. Asistieron unas 60-70 personas, en su mayoría negros, sobre todo familiares. El director de la funeraria conocía a George desde la infancia y estableció un paralelismo entre su familia de 14 hijos y la de George de 13.
Al presentar las oraciones, expliqué que íbamos a realizar un entierro sencillo y digno para los bahá’ís y que el servicio conmemorativo, con elogios, testimonios y recuerdos, vendría después. Sin embargo, reconocimos la naturaleza heroica de la vida de George en la Tierra y su nueva libertad en el otro mundo, mencionando nuestra firme convicción de que Dios no cree en el color de la piel y que un día la humanidad tampoco lo hará, de modo que, en algún momento, los hijos de nuestros hijos no podrán imaginar la creencia en una opresión tan horrible e hiriente, tan costosa para todos nosotros.
En su funeral, las dificultades de una sociedad dividida parecieron desvanecerse. Se nos concedió, y atesoramos, una maravillosa evidencia del poder del amor de Dios. Recordé la exhortación de Abdu’l-Bahá en Contestaciones a unas preguntas: «Si no fuera por el amor de Dios, el distanciamiento no daría paso a la unidad».
Las personas que se reunieron en memoria de los innumerables servicios de George a la humanidad sintieron, y recordarán para siempre, su radiante presencia. Cada uno de nosotros tuvo el gran consuelo, en el momento de la pérdida de un alma valiosa, de ver a la descendencia de esa persona surgir en su lugar. Nos animó ver a los hijos de George dándose fuerza unos a otros, sirviendo a su afligida madrastra, y haciendo realidad los deseos de George.
Su pérdida es dolorosa, pero oramos, incluso cuando vemos destellos del cumplimiento de nuestra oración, para que encarnen la esencia de su señor. Ni George ni sus buenas acciones se han perdido realmente, ni siquiera en este mundo.
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