Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Cuando me he despertado hoy, lo primero que he visto, una flor en un jarrón en el alféizar de mi ventana, y su sombra proyectada por el sol en mi pared, me ha hecho reflexionar sobre la realidad y sus sombras.
Pensando en lo que percibí esta mañana como una imagen profunda, contemplé todo el significado interior que se deriva de la belleza, la diversidad y la vitalidad de la unidad de la humanidad y de todas las cosas creadas.
La unidad, lo sabemos, es nuestra verdadera realidad.
La unidad es colorida y viva, y eso, por su propia naturaleza, hace que sea imposible ver o producir la separación en cualquier forma. No podemos separarnos los unos de los otros, a pesar del insaciable apetito de la raza humana y de su capacidad para intentar socavarla, consciente o inconscientemente.
La flor que vi me habló de nuestra interconexión y dependencia mutua mediante una nueva forma de consulta, colaboración, acción y reflexión. Esa nueva forma de interacción humana proviene de las enseñanzas bahá’ís, que nos instan a todos a redescubrir nuestra unidad orgánica como una sola raza humana:
Todos los Profetas han sido enviados a la tierra con un propósito único; por eso Cristo Se puso de manifiesto, por eso Bahá’u’lláh elevó la llamada del Señor: para que el mundo del hombre llegue a ser el mundo de Dios; este dominio inferior, el Reino; esta oscuridad, la luz; esta perversidad satánica, todas las virtudes del cielo; y que toda la raza humana conquiste la unidad, la hermandad y el amor, que reaparezca la unidad orgánica y sean destruidas las bases de la discordia, y que la vida eterna y la gracia sempiterna se conviertan en la cosecha de la humanidad.
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Este tipo de unidad orgánica valora a cada ser humano como una creación de la Esencia Incognoscible, un Creador.
Cuando reconocemos esa unidad humana, participamos en una dimensión espiritual más elevada dirigida por un conocimiento derivado de lo desconocido, un misterio que ha estado con la humanidad desde siempre, sin embargo se renueva constantemente. Dentro de esa dimensión desconocida de nuestros seres espirituales, podemos experimentar una conciencia profunda que es inexplicable pero explicable, vasta, ilimitada, expansiva y dimensional.
Este reconocimiento consciente de nuestra unidad provoca un fluir espiritual y creativo que reflexiona profundamente, no solo sobre la realidad, sino incluso sobre su sombra. Revela un espíritu que habla de la verdad, es transparente, lleno de alegría y energía, y se alimenta del agua de la vida, agua que es clara, pura y vital para nuestro crecimiento.
La unidad alimenta toda la vida. La sombra, en cambio, es solo un producto fugaz de nuestra verdadera realidad. Representa la distorsión. Carece de vitalidad, dimensionalidad y vida. Es una falsa realidad vacía de conciencia espiritual, un estado inferior que, sin un esfuerzo espiritual constante, puede alimentar los juicios, el sentido de estar en lo correcto, las formas rígidas y una visión limitada de nuestra existencia. Esta sombra, si no se controla, puede reducir nuestra capacidad de ver la verdad y el espíritu vivo que hay en cada uno de nosotros; la realidad del propósito, el potencial, la singularidad y la expresión de la realidad divina de cada ser, una realidad vivificante necesaria para el crecimiento, la salud y la vida.
Nuestra verdadera realidad es la de la diversidad, el resplandor y la unidad, en lugar de su sombra, que es plana, incolora e irreal. Al final, comprender el espíritu de nuestra unidad permite que la sombra se desvanezca lentamente.
Cuando eso ocurre, interiorizar nuestra unidad elimina gradualmente las fuerzas negativas, como la imitación de los condicionamientos sociales dominantes y excluyentes. Disminuye los privilegios especialmente reservados y decididos por unos pocos, y combate todas las formas de prejuicio, guerra, pensamiento en blanco y negro, etc.
Al final, la pregunta para todos nosotros es ¿qué imagen vemos?
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