Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
«Si todos miráramos más al cielo», nos dijo mi profesor en la primera reunión de nuestro incipiente club de astronomía, «no habría guerras».
De niña, pasaba horas en el balcón mirando al cielo. Aunque a veces deseaba tener un telescopio, la falta de uno no me disuadía – me contentaba con mirar las estrellas brillantes o la ocasional luz en movimiento de un avión o un satélite. Ahora que estoy en mi último año de universidad, soy la presidenta de un club de astronomía relativamente nuevo. Estoy aprendiendo tanto de expertos como de compañeros sobre telescopios, astrofotografía, y la increíble ciencia que estamos usando para explorar el espacio. Pero al final del día, todavía me atrae principalmente la observación de las estrellas: acostada en el pasto en algún lugar oscuro, mirando al cielo, y viendo lo que puedo encontrar.
Es una sensación como ninguna otra. En esos momentos, en la extraña intimidad creada entre yo y el universo, cuando miro hacia arriba y me siento como la criatura más pequeña de la existencia, pienso en lo que mi profesor dijo sobre el cielo y las guerras. Me pareció un comentario sorprendentemente espiritual en medio de un campus centrado en la ciencia. ¿Cómo mirar hacia el cielo podría inspirar la paz en un mundo lleno de conflictos y gente conflictiva?
El espacio, por supuesto, domina nuestra vida de un millón de maneras diferentes: Define nuestro ritmo circadiano, nuestro clima, nuestras estaciones, la forma en que medimos el tiempo. Ha marcado el fin de algunas especies y ha cambiado la composición química de la Tierra. Pero mientras que los efectos materiales son inevitables, los escritos bahá’ís me han enseñado que esa influencia va más allá de lo material: «Este universo sin límites es como el cuerpo humano, cuyos miembros están todos muy firmemente unidos entre sí… Lo propio sucede con las partes de este universo infinito, que cuentan con miembros y elementos entreverados a tal punto que ejercen un influjo mutuo tanto espiritual como material«.
Mirar al cielo afecta a la forma en que nos vemos a nosotros mismos y a los demás. Tiene un efecto en nuestras almas. Bahá’u’lláh, el fundador y profeta de la fe bahá’í, escribió: «Contempla las maravillosas pruebas de la obra maestra de Dios, y reflexiona sobre su alcance y carácter«. Cualquiera que haya levantado la vista en una noche tranquila y haya visto una estrella fugaz conoce la emoción de ese momento de reconocimiento repentino ante la belleza de nuestro infinito y misterioso universo. Parece estar arraigado en la naturaleza humana.
Siempre hemos mirado las estrellas y los planetas y hemos creado historias a partir de ellos – historias que nos hacen sentir acogidos por dentro y también alimentan ese anhelo de aprender más. Al visitar un planetario cerca de mi ciudad natal en Paraguay hace algunos años, aprendí cómo la tribu guaraní en la época precolonial veía ese alcance y ese carácter también. Atribuyeron todo tipo de nombres hermosos a las mismas constelaciones que vemos hoy en día: lo que ahora llamamos Pléyades fue para ellos una colmena de abejas, y la Cruz del Sur era la huella de un avestruz. Mi favorita de todas es la Vía Láctea – «la Senda del Tapir», ya que se ve exactamente como el tipo de sendero desordenado que un tapir dejaría al abrirse paso a través de un campo.
No quisiera ser astronauta, pero inevitablemente lloro de felicidad y emoción cada vez que veo un cohete salir al espacio. Si miro a la luna a través de un telescopio, siempre me entretengo, a pesar de que he visto la luna de forma bastante consistente toda mi vida. Y por supuesto, estoy intrigada por la posibilidad de que haya extraterrestres (así como lo que dicen los escritos bahá’ís sobre el tema).
Pero en última instancia, cuando estoy acostada de espaldas sobre una cobija en una noche fría y oscura, no estoy pensando en nada de eso. Simplemente estoy pensando en todas esas estrellas y planetas allá arriba, y cuán increíblemente lejos están, cuán inimaginablemente viejos. Me asombra la vasta contradicción entre la percepción que tengo de mí misma y mi lugar en el mundo, y la fugaz realidad de mi cuerpo en relación con el universo.
En un nivel intuitivo, ser consciente del universo que rodea a la Tierra nos hace ser conscientes de nuestras propias almas. Nos recuerda quiénes somos realmente más allá de nuestros cuerpos físicos. Como lo describió Bahá’u’lláh, «el alma humana está exaltada por encima de toda salida y retorno. Está quieta, y sin embargo se remonta; se mueve, y sin embargo está quieta. Es, en sí, una prueba que atestigua la existencia de un mundo contingente, así como la realidad de un mundo que no tiene principio ni fin».
Tal vez nuestra atracción por el espacio proviene del hecho de que el cielo nocturno es la imagen más cercana que tenemos del infinito, de la intemporalidad. Sin embargo, simultáneamente, nos recuerda lo fugaz que es realmente nuestra existencia física. Es lo más cercano que podemos llegar a visualizar nuestra realidad espiritual como almas infinitas en cuerpos temporales, destinadas a un viaje eterno de descubrimiento a través de los muchos mundos de Dios, espirituales o de otra índole.
Hay pocas cosas tan misteriosas como esta que nos llenen de terror. Los humanos tienen tanto miedo, particularmente a lo desconocido. Le tememos a la muerte, a la oscuridad y a la profundidad – todas las cosas que no podemos ver o comprender plenamente – pero nadie tiene miedo de mirar las estrellas. Y tal vez por eso encontramos tanto consuelo en ellas. Al igual que nuestra realidad divina, nunca la conoceremos o comprenderemos completamente. Pero el acto de descubrir incluso la cosa más pequeña, como aprender el nombre de una nueva estrella o ver una luz fugaz a través del cielo, es suficiente para llenar nuestros corazones de alegría y amor por el universo que nos rodea.
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