Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Tras su salida de prisión, la orden de exilio del sha desterró a Bahá’u’lláh de por vida, lo que dio lugar a la confiscación de sus tierras y demás posesiones, dejándole inmediatamente sin hogar y empobrecido.
Lo que las turbas anti-Babí no habían robado mediante disturbios o robos descarados, el Primer Ministro lo tomó ahora por decreto, transfiriendo las escrituras de algunas de las propiedades de Bahá’u’lláh a su propio nombre.
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Era pleno invierno a principios de 1853, y mientras la familia sopesaba lo complicado del viaje a Bagdad por los helados caminos de montaña, temían que el hijo menor de Navvab, Mihdi, que se encontraba delicado de salud, no sobreviviera al exilio. Para protegerlo, sus padres lo encomendaron con reticencia al cuidado de unos parientes en Persia. Pasarían varios años antes de que pudiera reunirse con su familia. Pero esa pérdida fue solo una de las terribles privaciones a las que se enfrentaron los refugiados.
El penoso exilio de Bahá’u’lláh de Persia a Iraq requirió un viaje de tres meses y seiscientas millas, de enero a abril. Las setenta personas que componían el grupo de exiliados caminaban o montaban a caballo o en mula. Avanzaron lentamente durante aquel crudo invierno, sobre todo al atravesar las montañas, y como el empobrecido grupo no tenía ropa de abrigo para protegerse de las inclemencias del tiempo, las manos y los pies de Abdu’l-Bahá sufrieron congelaciones después de cabalgar todo el día bajo el frío glacial. Cabalgaron o caminaron a través de la cruda blancura del invierno en las montañas, sin tener ni idea de lo que les esperaba.
A medida que se acercaba la primavera, los pasos de alta montaña iban quedando atrás. Al acercarse a Bagdad, Bahá’u’lláh, su familia y sus seguidores acamparon en un naranjal en plena floración con motivo de la festividad del año nuevo persa en el equinoccio vernal de marzo. A pesar del destierro de Bahá’u’lláh, y a pesar de la escolta de guardias montados por el gobierno persa, Bahá’u’lláh continuó enseñando la Fe babí por los pueblos a medida que viajaban. Al pasar de Persia a Irak, Bahá’u’lláh encontró seguidores entre los kurdos y los árabes. Algunos de los seguidores árabes y kurdos ampliaron su séquito viajando con ellos hasta las puertas de Bagdad.
A mediados del siglo XIX Bagdad era una ciudad importante del imperio otomano, conocida por sus grandes mezquitas y plazas. Bahá’u’lláh y su familia encontraron una pequeña casa en el casco antiguo de Bagdad y comenzaron su vida en el exilio. Nunca regresarían a su país natal.
La llama encendida por el Báb y alimentada por las esperanzas y las vidas de tantos babíes estaba ahora casi extinguida. La campaña de exterminio genocida del gobierno persa había hecho todo lo posible para exterminar la Fe babí. Los creyentes, ahora aterrorizados, traumatizados y dispersos, tuvieron que practicar su nueva fe en secreto. Muchos de los que no habían perdido la vida habían perdido la esperanza. El Báb y la mayoría de los líderes de su nueva fe habían muerto a manos de un gobierno brutalmente represivo. Las esperanzas de esta nueva Fe nunca habían flaqueado tanto.
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Tras casi un año en Bagdad, sin comunicar a la gente sus intenciones, Bahá’u’lláh partió una mañana hacia las escarpadas y desoladas montañas del norte del Kurdistán iraquí, cerca de Sulaymaniyyih:
Finalmente, abandoné Mi hogar y todo lo que había en él, y renuncié a la vida y a todo lo que a ella pertenece, y solo y sin amigos, opté por retirarme. Vagué por el desierto de la resignación, viajando de tal manera que en Mi exilio todos los ojos lloraron dolorosamente por Mí, y todas las cosas creadas derramaron lágrimas de sangre a causa de Mi angustia. Las aves del cielo fueron Mis compañeros y las bestias del campo Mis asociados. [Traducción Provisional de Oriana Vento]
Como todos los profetas y mensajeros que le precedieron, Bahá’u’lláh buscó consuelo, refugio y retiro en el desierto.
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