Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
El día que la señora gorda se subió a nuestro tren, cuando tenía cuatro años, se convirtió en un momento crucial en mi desarrollo espiritual.
En aquel momento, mi abuelo estaba muy enfermo, por lo cual mi madre tenía que pasar la mayoría de las mañanas preparando a su pequeña familia para ir a la estación de trenes y luego a la casa de mis abuelos a varios kilómetros de distancia.
Había hecho este viaje muchas veces y en su mayor parte este fue un ejercicio muy aburrido y predecible. Por lo cual fue un momento de gran impacto para mí cuando nuestro tren se detuvo en una estación y vi a una mujer extremadamente obesa que luchaba por subir los angostos escalones que llevaban de plataforma en vagón.
«Mira, mamá! ¡Mira! Mira a la mujer gorda «chillé. Tuve que alzar fuertemente mi voz y hacerla más insistente porque mi madre había escondido la cabeza en el horario del tren y parecía no haberme escuchado. Lo cual era extraño, porque claramente tenía la atención de todos los demás.
Finalmente, fue la ferocidad en sus ojos, más que el «¡Shushhhhh!» que me susurró con los dientes apretados, lo que me congeló en silencio. Sólo después de que llegamos y nos escabullimos tan invisibles como fuera posible del vagón, mi madre me transmitió su vergüenza y decepción.
Mientras continuamos en silencio colina arriba hacia la casa de mis abuelos, yo seguía atrás en miseria, tratando de entender por qué esa misma «verdad» que nuestro ministro ensalzaba como una gran virtud todos los domingos podía ser también como un artefacto explosivo en la boca de un niño tan solo un día después.
Aunque solo tenía cuatro años, me llamaron a reflexionar sobre lo que constituía esta «verdad» y cuándo era apropiado compartirla. En mi opinión, era como mi muy amado cuento de infancia: “Los nuevos atuendos del emperador, en el que un niño en la multitud fue el único que decía en voz alta lo que todos los demás sabían que era cierto; que el Emperador estaba en realidad desnudo.
Todos los aldeanos temían al emperador y sus vanidades, y se sintieron obligados a fingir que veían lo que su séquito les presionaba a ver; solo un niño pequeño estaba libre de este miedo y dispuesto a decir la verdad. Cuando el niño de la historia habló, este recibió una gran aclamación, por lo que fue muy confuso para mí encontrarme confrontada con mi aparente historia equivalente, aunque me preguntaba por qué yo no estaba siendo aplaudida. Seguramente, ninguna persona honesta en ese vagón podía negar que la nueva pasajera era llamativamente obesa.
Más tarde mi madre trató de explicarme por qué, aunque había dicho la verdad, ni la mujer gorda ni nuestros compañeros de viaje necesitaban que se les señalara aquella realidad de esa manera, ni en ese momento. Ella habló sobre la empatía y sobre la necesidad de imaginar el posible efecto de mis palabras sobre los demás. Entonces fue cuando comencé a apreciar las profundidades de un versículo que más tarde descubriría en los escritos de Bahá’u’lláh:
«No todo lo que sabe un hombre puede ser revelado, ni puede todo lo que él pueda revelar ser considerado como oportuno, ni tampoco puede toda expresión oportuna ser considerada como apropiada para la capacidad de aquellos que lo oyen». – Bahá’u’lláh, Pasajes de los Escritos de Bahá’u’lláh, p. 93.
Esta afirmación nos hace recordar a la prueba del ‘Triple filtro’ de Sócrates, quien una vez aconsejó a un conocido chismoso que antes de hablar, tenía que pasar la prueba del «Triple filtro». «Si lo que quieres decir no es verdadero, ni bueno ni amable, ni útil ni necesario, por favor no digas nada en absoluto». Si supera estos filtros, entonces habla claro, aconsejó Sócrates. Si no, o encuentra una manera discreta de hacerlo pasar o mejor aún, guárdalo para ti mismo”.
Imagine lo diferente que sería el mundo si escogiéramos solo buscar o crear información que fuera verdadera, buena o útil. Bahá’u’lláh aconsejó que antes de hablar deberíamos considerar la idoneidad de una idea por tres factores:
- Capacidad de ser expresado
- Situación oportuna
- Adecuado a la capacidad de una persona
Tan valioso fue este versículo que se lo enseñé a mis hijos, y todavía lo aplicamos a las situaciones actuales de hoy. El encuentro con la señora gorda fue lo que mi futura formación de docente describiría como un «momento de enseñanza», una experiencia, ya sea planificada o espontánea, presentada a un niño de una manera convincente.
Para un bahá’í, el momento ideal de enseñanza también debe cumplir con los requisitos de la prueba del triple filtro.
Creo que solemos subestimar el impacto que tenemos los adultos sobre las mentes de los niños. El propósito de historias infantiles que suelen parecer insignificantes, como “Los nuevos atuendos del emperador”, es común en todas las culturas y religiones. Algunos tienen orígenes fácticos, otros se basan en la tradición o son completamente ficticios. Ya sean antiguos o modernos, sirven a un propósito más profundo y relevante al explicar el mundo y la experiencia del hombre.
Las palabras de las enseñanzas Bahá’ís han sido dadas a la humanidad por las necesidades únicas de este día. Es el desafío de los padres o maestros impartir estas enseñanzas de una manera que sea claramente comprendida por el niño que las escuche, y que sea oportuno y adecuado para la capacidad individual. Esta es una tarea de especial importancia para las madres que, dijo Abdu’l-Baha, son las primeras educadoras del niño:
“Que las madres consideren de importancia primordial todo lo concerniente a la educación de los hijos. Que se esfuercen al máximo en este sentido, pues cuando el tallo es verde y tierno crece en cualquier forma que se le enseñe. Por tanto, incumbe a las madres criar a sus pequeños como un jardinero cuida sus plantitas. Que procuren día y noche establecer en sus hijos la fe y la certeza, el temor de Dios, el amor hacia el Bienamado de los mundos y todas las buenas cualidades y características. Cuando una madre vea que su hijo se ha portado bien, que le alabe y aliente y le alegre el corazón; y si se manifestare el más mínimo rasgo indeseable, que ella aconseje al niño y le castigue utilizando medios basados en la razón, incluso un leve castigo verbal si fuere necesario”- Selecciones de los escritos de Abdu’l-Bahá, p. 95.
Este tipo de educación espiritual continúa dentro de la familia a través de la comunidad, en un sistema educativo de la cuna a la tumba. Los escritos bahá’ís enfatizan las implicaciones de esta educación espiritual, no solo para el niño en particular, sino también para nuestra sociedad en general, porque es clave para el avance futuro de toda la humanidad.
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