Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Los idealistas, aquellas personas que tienen nobles ideales que les gustaría materializar en sí mismos y en el mundo, experimentarán, sin duda, alguna decepción en la vida.
Idealizamos a nuestros padres o a nuestros amigos o un determinado conjunto de valores o una institución social, y luego descubrimos que esa persona o ese grupo de personas no viven exactamente de acuerdo con sus ideales. En su lugar, descubrimos hipocresía, engaño y desencanto. Las personas que nos importan no están a la altura de sus ideales, y perdemos nuestra fe en ellas. Y lo que es peor, no estamos a la altura de nuestros propios ideales y nos decepcionamos a nosotros mismos.
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En un discurso que dio en París en 1911, Abdu’l-Bahá habló de esta dinámica tan humana:
El mal continúa existiendo en el mundo debido a que las personas tan sólo hablan de sus ideales, pero no hacen lo necesario por llevarlos a la práctica. Si las acciones tomaran el lugar de las palabras, muy pronto la miseria del mundo desaparecería para transformarse en prosperidad.
Este proceso de desilusión y pérdida de idealismo le ocurre a casi todo el mundo. Nadie es inmune. Cuando ocurre, la pregunta es: «¿Cómo mantengo mis propios ideales ante tanto engaño, pretensión y santurronería?».
Todos somos testigos de la hipocresía en los demás, y en nosotros mismos, y tenemos que afrontar sus consecuencias. Yo viví muchas de esas experiencias desilusionantes cuando era joven, pero una destaca en mi memoria. Durante mi adolescencia participé activamente en el movimiento por los derechos civiles, me uní a organizaciones, participé en marchas y manifestaciones, repartí folletos y celebré reuniones. Me preocupaba profundamente la justicia y la igualdad para todas las personas y quería hacer lo posible por alcanzar esos objetivos. Como ingenuo e idealista miembro de las bases del movimiento, conocí a muchas personas a las que admiraba e intentaba emular. Uno en particular, un conocido activista de los derechos civiles de la ciudad en la que vivía, parecía valiente y comprometido con la causa, pero más tarde supe que en realidad era un agente encubierto de una agencia federal de inteligencia que vigilaba y presentaba informes sobre las personas a las que había engañado.
Ese hecho me provocó una crisis de conciencia personal, que me hizo cuestionar la sinceridad y los motivos de todas las personas que había conocido en el movimiento. Durante un tiempo, me pregunté si mi idealismo podría sobrevivir.
Finalmente, para recuperar ese idealismo, tuve que cambiar de enfoque y preguntarme qué estaba aportando. Me di cuenta de que no podía basar mis ideales en los de los demás. Mis ideales tenían que ser autosuficientes, no depender del compromiso, el fervor o el carisma de otra persona, o de la falta de ellos. Tenía que ser dueño de mi idealismo y actuar en consecuencia. Tenía que tener una motivación intrínseca, interna, no condicionada por los demás y sus motivaciones.
También tuve que comprender que mi propio idealismo, básicamente una ferviente esperanza en un futuro mejor, solo podía mantenerse vivo en mi alma si lo alimentaba con la acción.
Descubrí que no podía sentarme a quejarme si quería conservar mis ideales. No podía convertirme en un cínico, aunque ese enfoque cáustico me pareciera tan tentador. No podía quejarme de la falta de compromiso de los demás, de los pies de arcilla de muchos, de las débiles creencias de algunos de mis compañeros o del descontento que sentían algunos amigos.
En cambio, tuve que alejar la amargura, el sarcasmo y la idea de que el mundo podría ser de algún modo perfecto mañana. Aprendí que todo cambio social exterior y todo reto espiritual interior requerían una combinación de dos cosas: trabajo y fe.
Tenía que esforzarme para progresar y tener un impacto, y tenía que tener fe en que mi esfuerzo, y el de muchos otros que trabajaban juntos hacia un objetivo noble, daría lugar a un futuro más ideal. Las enseñanzas bahá’ís me enseñaron esas dos importantes lecciones:
Por lo tanto, debemos esforzarnos con vida y corazón para que el mundo físico y material sea reformado, para que se agudice la percepción humana, se haga manifiesto el misericordioso esplendor y brille el resplandor de la realidad. Entonces la estrella del amor aparecerá y el mundo de la humanidad se iluminará. El objeto es que el mundo de la existencia depende de la reforma para su progreso; de otro modo, estaría como muerto. Reflexionad: si no apareciera una nueva primavera, ¿cuál sería el efecto sobre este globo, la tierra? Indudablemente se volvería desolada y la vida se extinguiría. La tierra tiene necesidad de un regreso anual de la primavera. Es necesario que una nueva generosidad se aproxime. Si no llegara, la vida sería destruida. De la misma forma, el mundo del espíritu necesita una nueva vida, el mundo de la mente necesita un nuevo ánimo y desarrollo, el mundo de las almas una nueva munificencia, el mundo de la moral una reforma y el mundo del esplendor divino siempre necesita nuevas dádivas. Si no fuera por este reaprovisionamiento, la vida del mundo sería destruida, extinguida. Si este cuarto no estuviese ventilado y el aire no fuese renovado, después de un período de tiempo sería irrespirable. Si no cayera la lluvia, todos los organismos de la vida perecerían. Si no llegara una nueva luz, la oscuridad de la muerte envolvería la tierra. Si no llegase una nueva primavera, la vida sobre este globo sería borrada.
Por lo tanto, los pensamientos deben ser elevados y los ideales ennoblecidos para que el mundo de la humanidad pueda ser asistido en la nuevas condiciones de reforma. Cuando esta reforma afecte todos los grados, entonces, llegará el mismísimo Día del Señor del cual han hablado todos los profetas. El Día en que todo el mundo será regenerado.
La fe bahá’í ofrece a la humanidad una nueva efusión de esperanza e idealismo, un mensaje de optimismo, progreso y cambio: «El Día en que todo el mundo será regenerado». Los bahá’ís creen que Bahá’u’lláh ha traído el remedio para nuestros males si tan solo nos esforzamos por aplicarlo:
El Médico Omnisciente tiene puesto Su dedo en el pulso de la humanidad. Percibe la enfermedad y en Su infalible sabiduría prescribe el remedio. Cada época tiene su propio problema, y cada alma su aspiración particular. El remedio que el mundo necesita para sus aflicciones actuales no puede ser nunca el mismo que el que pueda requerir una época posterior. Preocupaos fervientemente de las necesidades de la edad en que vivís y centrad vuestras deliberaciones en sus exigencias y requerimientos.
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