Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
«Ella no era una cristiana de verdad». Ése fue el argumento de un encuentro que mi hija universitaria tuvo con una amiga cristiana, Eli, que estaba conversando con ella y con otros estudiantes bahá’ís.
La «ella» en cuestión era yo.
La conversación surgió por la curisosidad de Eli sobre cómo había llegado mi hija a convertirse en bahá’í. Ella le explicó que había nacido en una familia bahá’í, pero que su madre procedía de una familia cristiana antes de aceptar la fe.
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Eli preguntó: «¿De qué confesión?».
La respuesta fue «de muchas», esto debido a lo que le producía a mi madre oír sermones desde el púlpito que no estaban respaldados por el texto bíblico. Cuando era niña, nuestra familia asistía a iglesias bautistas, católicas, presbiterianas, metodistas, episcopales, congregacionalistas y no confesionales.
Entonces, Eli preguntó: «¿Sus iglesias les enseñaban que Jesús es Dios?».
Mi hija le dijo que creía que mis iglesias enseñaban que Jesucristo era el Hijo de Dios, lo que provocó la respuesta abierta de Eli de que yo no había sido realmente cristiana.
Algunos de ustedes pueden estar pensando que la respuesta debería ser cerrada. O Jesús es Dios, o no es Dios, y podría pensar que creer una cosa u otra es el criterio para la salvación. Pero la realidad es que esta certeza binaria sólo existe en el abismo entre la infinita realidad espiritual de Dios y nuestra capacidad de comprenderla desde nuestro punto de vista muy finito, físico –materialista, me atrevería a decir.
La respuesta que daría a Eli si me preguntara directamente es la siguiente: En la medida en que tenemos la capacidad de comprender a Dios, Jesucristo es Dios. En la medida en que Dios está santificado de la limitación humana, Jesús no es Dios… pero refleja perfectamente la realidad Divina de Dios porque su propio Espíritu es engendrado por Dios –el Espíritu que nos habla en el Libro del Apocalipsis.
Vayamos a la Biblia para comprobarlo, empezando por la clase de Ser que Cristo nos dice que es Dios en el Evangelio de Juan: «Dios es espíritu, y sus adoradores deben adorar en espíritu y en verdad.»
La Biblia también afirma en Hebreos 1 que, aunque aparece como un ser humano, Cristo Jesús es el hijo y la «imagen misma» de este Espíritu:
Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo… y por quien asimismo hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia … se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas…
La traducción Revised Standard de la Biblia dice que Cristo «lleva el sello mismo de la naturaleza [de Dios]»; la International Standard Version dice que es «el reflejo de la gloria de Dios»; la traducción Holman nos da «la expresión exacta de Su naturaleza». Ninguna de estas descripciones implica siquiera que Dios, la realidad espiritual última, abandonara el reino espiritual y descendiera literalmente a un cuerpo humano o que el Infinito se hiciera finito. De hecho, todas ellas mantienen a Dios en el «cielo» al describir a Cristo como un sello, una huella, una expresión, un reflejo del Espíritu de Dios en forma humana.
Cuando a los 19 años me encontré con la Fe bahá’í, naturalmente me refugié en mis propias escrituras cristianas para lidiar con sus implicaciones. Me impresionó la forma en que Bahá’u’lláh explicaba lo que el autor del Libro de los Hebreos se esforzaba por captar: la naturaleza divina y humana de Cristo. He aquí uno de esos pasajes, del Libro de la Certeza de Bahá’u’lláh:
Estando así cerrada la puerta del conocimiento del Antiguo de los Días a la faz de todos los seres, la Fuente de gracia infinita… aparezcan del reino del espíritu aquellas luminosas Joyas de Santidad, en la noble forma del templo humano, y sean reveladas a todos los hombres, a fi n de que comuniquen al mundo los misterios del Ser inmutable y hablen de las sutilezas de Su Esencia imperecedera. Estos Espejos santificados, estas Auroras de antigua gloria son, todos y cada uno, los Exponentes en la tierra de Aquel Que es el Astro central del universo, su Esencia y Propósito último. De Él procede su conocimiento y poder; de Él proviene su soberanía. La belleza de su semblante es solamente un reflejo de Su imagen; su revelación, un signo de Su gloria inmortal… Estos Tabernáculos de santidad y Espejos primordiales que reflejan la luz de gloria inmarcesible, no son sino expresiones de Aquel Que es el Invisible de los Invisibles. Por la revelación de estas joyas de virtud divina se ponen de manifiesto todos los nombres y atributos de Dios, tales como conocimiento y poder, soberanía y dominio, misericordia y sabiduría, gloria, munifi cencia y gracia.
Aquí, Bahá’u’lláh retrata a los que Dios envía para guiarnos como espejos perfectos que apuntan directamente a la Luz Primordial, reflejando la realidad espiritual de Dios de tal modo que podamos reconocerla y volver hacia ella los espejos de nuestros propios corazones. El instrumento mediante el cual esa Luz Grandísima se refleja en el espejo de carne y hueso es el Espíritu Santo.
Con este retrato, Bahá’u’lláh afirma las palabras que Cristo y sus discípulos utilizaron para explicar la unión de divinidad y humanidad que él representaba. En el Jardín de Getsemaní, Cristo oró a su Padre divino con estas palabras: «He manifestado Tu nombre a los hombres que Me has dado del mundo. Tuyos eran, Tú me los diste, y ellos han guardado Tu palabra».
En II Corintios, el Apóstol Pablo también escribió sobre esta relación entre Dios y Cristo:
Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. 18 Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor.
El mensaje de Pablo es claro: al contemplar la gloria de Dios en el espejo de Cristo Jesús, los creyentes se transforman ellos mismos en reflectores (aunque imperfectos) de las cualidades divinas de Cristo. Es la misma analogía que Bahá’u’lláh ofrece al «misterio» de la manifestación divina: El espejo humano refleja la gloria del Espíritu que es Dios.
Llegamos ahora a una diferencia crucial en la forma en que Eli y yo entendemos la relación de Cristo con Dios. Eli cree, como yo lo hice alguna vez, que el Espíritu de Cristo se manifestó una sola vez en toda la atormentada historia de la humanidad. Se manifestó únicamente en una pequeña región atrapada en las garras del Imperio Romano. Se manifestó durante unos breves tres años entre millones de años. Sólo un puñado de individuos fueron agraciados con su presencia. Los habitantes de otras partes del mundo –India, América, Europa y Asia– vivieron y murieron en la oscuridad, fuera del alcance de la luz de Cristo.
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Más que eso, al carecer de cualquier manifestación del Ser que Bahá’u’lláh llama «el Orbe Central del Universo», y a quien Cristo Jesús retrata como el Padre amoroso y omnipotente de todos, se les dejó inventar sus propios dioses, cosa por la que sus almas serían condenadas al infierno, según como se me enseñó. Esto, a pesar del hecho de que su Gran Espíritu o Espíritu Supremo o Ahura Mazda o el Absoluto o Aten-Amen-Ra o Alá tenía un parecido sorprendente con el Dios que, por la razón que fuera, ni les guiaba ni se les manifestaba.
Esta era mi gran pregunta sin respuesta, que llevaba conmigo de iglesia en iglesia. Enfrentaba al Dios que Cristo revela en Mateo 7 con el Dios del púlpito, y me inquietaba, me atormentaba: ¿Cómo podía el Dios que Cristo reveló hacer lo que una sucesión de pastores afirmaban que había hecho: privar a miles de millones de sus hijos humanos de la generosidad de su palabra, su guía y su amor porque habían nacido en el lugar equivocado en el momento equivocado?
Creo que esa pregunta merece una respuesta.
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