Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Lo admito: a lo largo de mi vida solo he hecho modestos progresos en la comprensión de la mente humana, no por no intentarlo, sino porque desconcierta incluso a los psicólogos más astutos.
Mi propio esfuerzo se ha visto guiado por el trabajo del biólogo Fritjof Capra, que escribió en su libro «The Web of Life (La red de la vida)» que cada sistema vivo, desde las células hasta los microbios, posee una forma de mente, o cognición, en un proceso que «trasciende los límites disciplinarios».
Capra dice que esa «cognición» es compartida por todos los elementos de la creación, incluido el hombre, en un gran proceso de «autofabricación», «lejos del equilibrio», que hace que sea «… filosófica y espiritualmente más satisfactorio asumir que el cosmos en su conjunto está vivo…».
Los bahá’ís comprenden esa realidad, pero, en realidad, ¿cómo se relaciona un universo agitado y vibrante con la mente del hombre, específica y personalmente? ¿Cómo puede la mente bahá’í descansar en un campo de realidad tan frenético y reclamar una personalidad con propósito divino?
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La respuesta que voy a ofrecer puede sorprenderle por su sencillez, e incluso desafiar a aquellos de ustedes que están empapados en las complejidades de la psicología.
Verá, Capra pide que se caractericen nuestros patrones cognitivos mediante un lenguaje imaginativo y simbólico, y no el lenguaje de hechos y fórmulas que requiere la ciencia tradicional.
Él cita al científico profesional y matemático Norbert Wiener, que dijo: «No somos más que remolinos en un río de agua que siempre fluye… No somos cosas que permanecen, sino patrones que se perpetúan».
No puedo insistir lo suficiente en las implicaciones radicales de utilizar tales metáforas frente a nuestra obsesión científica por cuantificarlo todo, por reducir el misterio y la belleza de todo ser vivo a la altura, el peso y la velocidad.
De todos modos, soy más poeta que científico y gravito hacia la herramienta de la metáfora para entender la vida misma, especialmente a la luz de la guía de las enseñanzas bahá’ís sobre el asunto, como explica esta cita del libro de Abdu’l-Bahá, «Contestaciones a unas preguntas»:
Al explicar estas realidades [de la mente/espíritu], uno se ve obligado a expresarse mediante figuras sensibles … Estas expresiones son comparaciones, analogías, símiles e interpretaciones figurativas en el ámbito del significado interno.
De este modo, he llegado a comprender el papel de la metáfora en la comprensión de la vida de la mente, y de la propia conciencia. Para mí, conocer la mente es atrapar una mariposa en una red, observar su aleteo y luego dejarla ir. Y sí, es como estudiar los patrones de un remolino, tal como sugiere Wiener. Es como interpretar un poema.
En otras palabras, como la mente es algo insensible, invisible y difícil de medir, debemos recurrir a símiles, comparaciones y metáforas para describirla. Una buena metáfora utiliza lo que se conoce para dar un matiz a lo que no se puede medir racionalmente. Combina lo material con lo espiritual para revelar una realidad interior que, de otro modo, no se podría revelar. Así, una buena metáfora une lo físico y la espiritualidad, la subjetividad y la objetividad de un solo golpe, en una sola comparación o imagen, en una analogía iluminadora.
Así, el poeta Rainier Maria Rilke comparó la esencia del hombre con la de un poderoso árbol de inspiración espiritual:
Si pudiéramos entregarnos a la inteligencia de la Tierra,
nos levantaríamos enraizados, como los árboles.
Las afirmaciones bahá’ís de que hay un solo Dios, una sola religión y una sola familia humana son metáforas que representan la realidad más íntima de la unidad de todas las cosas, expresada con la ayuda de referentes físicos, como «hojas de un solo árbol, gotas de un solo océano, olas de un solo mar, flores de un solo jardín».
Así pues, en cuanto a la identidad bahá’í, la adquirimos al familiarizarnos con las metáforas bahá’ís y, en cierto sentido, al llegar a habitar las imágenes que estas dibujan.
De hecho, cuando nos convertimos en bahá’ís, nos entregamos a todo un paisaje mental de metáforas, con escritos y meditaciones y oraciones que incluyen «ballenas zambulléndose, leones agazapados, océanos que surgen, agua que murmura, árboles que se balancean, hojas que susurran».
Considere la amplia gama de otras imágenes bahá’ís comunes: «plantas tiernas, fuentes de sabiduría, lenguas de conciencia», todas las cuales describen la realidad esencial y oculta de nuestros seres más íntimos.
Estas son cualquier cosa menos frases con adornos: en realidad son capturas de claridad intelectual y espiritual frente a lo que es inevitablemente el pensamiento humano ordinario y casual, disperso, caótico y desordenado por lo demás, o bien amortiguado por el feroz impulso científico de cuantificarlo todo hasta que el misterio de la vida se retira triste y tímidamente.
Cuando nos encontramos con las metáforas bahá’ís de forma reflexiva en las oraciones y en las tablas, es como si habitáramos en ellas, momentáneamente, o ellas en nosotros. Nos convertimos en esas ballenas que se sumergen y en esos leones que se agazapan.
Así llegamos a participar personalmente en las brisas de la propia revelación bahá’í. Respiramos el aliento de la vida y bebemos de la fuente de aguas vivas, con nuestras mentes plenamente conscientes, habiendo recibido el permiso para pensar, sentir y actuar en consecuencia.
Las metáforas bahá’ís pueden incluso unir ideas que antes estaban en guerra al afirmar que la religión y la ciencia o los hombres y las mujeres, por ejemplo, no son más que dos alas de un mismo pájaro. Así pues, incluso la metáfora puede cambiar la mentalidad del mundo, sobre todo teniendo en cuenta que las declaraciones de Bahá’u’lláh y Abdu’l-Bahá están llenas de imágenes que modifican la vida, rompen las convenciones y transforman el espíritu, así como de iluminaciones inducidas por el lenguaje.
Abdu’l-Bahá emplea la metáfora de una luz brillante, específicamente, para describir la mente del hombre que, cuando se sintoniza, brilla con «rayos deslumbrantes» de «un poder misterioso y celestial», de modo que “los impulsos divinos puedan surgir de la conciencia de la humanidad, y este fuego divinamente encendido que ha sido confiado al corazón humano no se extinga jamás”. [Traducción provisional de Oriana Vento]
Así que, por favor, consideren que el lenguaje de la metáfora bahá’í, cuando se accede plenamente a él, deja de ser abstracto y simbólico y se convierte en el lenguaje literal del alma, según el erudito bahá’í Ross Woodman. Yo añadiría que también es el lenguaje de la espiritualidad madura, de los logros espirituales e intelectuales, del arte, de la resolución de problemas, de la consulta sólida, e incluso el pasaporte a los discursos de la sociedad.
Me atrevo a decir que todos los ratones en los laberintos, observados por psicólogos con batas de laboratorio, nunca desvelarán los secretos más íntimos de la conciencia humana hasta que se les den sabrosas metáforas para masticar, y esos mismos científicos, al menos en parte, se conviertan en poetas en esa labor.
Miller es un escritor independiente. Su libro más reciente es Sickness, Death, and Resurrection of Holden Caulfield (Enfermedad, muerte y resurrección de Holden Caulfield), que puede pedirse en first-write.com/bookstore
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