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Cultura

Mi verdadero valor: La intersección de la raza y la economía

Masud Olufani | Dic 31, 2019

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Masud Olufani | Dic 31, 2019

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Cuando era niño, viví durante un tiempo en uno de los barrios de clase trabajadora de Nueva Orleans, Louisiana. Si lo que quieres es ver las marcadas divisiones que crean la raza y la clase económica, ve a Nueva Orleans.

Mi madre se trasladó allí temporalmente desde Nueva York, así que pasé dos años de mi infancia en el calor sofocante de esta ciudad portuaria del sur a orillas del poderoso río Mississippi.

Durante mi estancia allí, asistí al New Orleans Center for Creative Arts (N.O.C.C.A.), una escuela notable que ha producido un número impresionante de artistas consumados, incluyendo al compositor y trompetista Winton Marsalis; el pianista, vocalista y actor Harry Connick Jr. y el actor Wendell Pierce entre otros.

Todos los días de la semana subía al autobús de la ciudad desde la casa de dos dormitorios en la que mi madre y yo vivíamos en Esplanade Avenue, cerca de City Park. En el centro de la ciudad, me trasladaba en el tranvía de St. Charles que me llevaba a través del Garden District, con sus cuidados céspedes, viejos robles, vallas de hierro forjado y opulentas mansiones victorianas. Finalmente, salía del tambaleante tranvía rojo y verde y caminaba hacia N.O.C.C.A., en el antiguo edificio de la escuela LaSalle en la calle Perrier.

Me encantaba hacer ese viaje. El viaje de ocho millas entre el vecindario marginado donde vivía y la exclusiva comunidad de Uptown me transportaba entre mundos: uno negro, uno blanco; uno rico, uno pobre; uno bañado en privilegios y oportunidades, el otro ahogándose en privaciones y carencias. Sabía a qué mundo yo estaba atado. Asistir a N.O.C.C.A. me colocó en una relativa proximidad a la riqueza, pero mi madre y yo vivíamos en los márgenes, oscilando en algún lugar entre la clase media baja y los pobres.

En Nueva Orleans, el autobús urbano mediaba entre las realidades competidoras de la riqueza y la pobreza intergeneracional. Se movía a través de las fronteras, transportando su carga -gente mayormente negra y morena- desde las comunidades empobrecidas de Desire y el Lower Ninth Ward a los barrios acomodados de Audubon; Marlyville-Fontainebleau; y el French Quarter.

Era demasiado joven para entender la interseccionalidad de la raza y la economía, cómo los sistemas de injusticia histórica conspiraron para negar el acceso a los mecanismos de agencia y poder. Esto fue mucho antes de que empezara a devorar los libros de Zora Neal Hurston; W.E.B. Dubois; Toni Morrison; Cornel West, Henry Louis Gates y otros, para entender por qué los afroestadounidenses en su conjunto parecían tener tan poco en una tierra de abundancia como esta.

Pasarían varios años antes de que yo pudiera ver cómo la piel de los pasajeros que subían a los autobuses y trenes de las ciudades principales reflejaba, en muchos sentidos, la bodega del barco de esclavos. El número 94 de la calle Broad podría haber sido el Zong; el Clotidia o el Amistad solo unas pocas generaciones antes. Los medios de transporte habían cambiado, pero el color de su contenido se había mantenido obstinadamente igual.

Durante esos dos años en Nueva Orleans, yo era sólo un niño con mis sueños, mi mochila y mi cuaderno de bocetos a la espalda, mirando las muchas caras negras y marrones a mi alrededor, preguntándome cómo llegamos todos aquí. No tenía respuestas, sólo una imagen de segregación económica, una asociación de clase con el color, que poco a poco comenzó a congelarse en mi mente. Esto dio forma a cómo veía el mundo y ayudó a enmarcar mi lugar dentro de él.

La Ley de Derechos Civiles de 1964 erosionó la línea de color en los espacios públicos, pero hizo poco para remediar la devastación económica que sufrieron los descendientes de la esclavitud. Los estadounidenses negros constituyen el 12,1% de la población de Estados Unidos pero, entre los grupos étnicos, tienen los índices más altos de pobreza con el 27,4%. Según el Center for American Progress, en 2016, la riqueza media de las familias afroamericanas era de 17.600 dólares, comparada con la de las familias blancas que tienen una riqueza media de 171.000 dólares. Esas trágicas estadísticas reflejan la espantosa capacidad de Estados Unidos para tolerar la injusticia e inequidad sistémicas – junto con una iteración igualmente perversa de racismo económico y la mitología diseñada para apoyar su estructura; una que condena a los pobres y absuelve a una sociedad moralmente en bancarrota demasiado débil éticamente para soportar la carga de su complicidad en la creación de las condiciones para la pobreza intergeneracional en primer lugar.

El resultado: una brutalidad psicológica que ata los vicios universales de la pereza, la irresponsabilidad y el libertinaje a una sola raza, dejando a los más marginados de entre nosotros soportando no sólo la carga de la falta de recursos en una cultura que equipara el dinero con la autoestima, sino también con un auto-odio destructivo que desmoraliza y degrada:

Está bien decirle a un hombre que se levante por sus propios medios, pero es una broma cruel decirle a un hombre sin piernas que debe levantarse por sus propios medios. – El Dr. Martin Luther King Jr.

La ironía, por supuesto, es que no fueron las manos de los franceses, los portugueses, los holandeses, los españoles o los ingleses quienes alimentaron la desmotadora de algodón en Georgia, Alabama y Texas; o cortaron la caña de azúcar en el brutal calor tropical de Florida, Santo Domingo y Puerto Rico. Ese sistema de castas norteamericano nació en los sangrientos campos de la plantación; su motor engrasado por la soga y el látigo; su funesto legado, el perdurable abismo económico a lo largo de las líneas de color.

Qué desconcertante, entonces, que en una época en la que la celebridad es aclamada como el apogeo del logro, donde la adquisición de riqueza y poder es vista como un acto sacramental, que una revelación divina, que eleva la estación de la servidumbre al meridiano del desarrollo humano, que reprende el materialismo excesivo de una época decadente y afirma la dignidad de los pobres, entre al mundo y nos recuerde lo que el profeta Isaías afirmó tan poderosamente: «que los caminos de Dios no son los caminos de los hombres». Los escritos bahá’ís dicen:

Él exhortó a todos para que fuésemos servidores de los pobres, auxiliadores de los pobres, recordásemos las aflicciones de los pobres, nos asociáramos con ellos, pues con ello podíamos heredar el Reino del cielo. Dios no ha dicho que hay mansiones preparadas para nosotros si pasamos nuestro tiempo asociándonos con los ricos, pero Él ha dicho que hay muchas mansiones preparadas para los siervos de los pobres, pues los pobres son muy amados por Dios. Los dones y munificencias de Dios están con ellos. Los ricos en su mayor son negligentes, indiferentes, sumidos en lo mundano, dependiendo de sus medios, mientras que los pobres dependen de Dios, y su confianza está puesta en Él, no en sí mismos. Por lo tanto, los pobres están más cerca del umbral de Dios y Su trono. – Abdu’l-Bahá, La promulgación a la paz universal, pág. 56.

Qué extraordinario, entonces, que en un período en el que los hombres se enorgullecen de los títulos y la pompa y de su posición, que el Señor de la época, Bahá’u’lláh, nos revele el camino hacia la verdadera distinción:

La libertad que os aprovecha no se halla sino en la completa servidumbre a Dios, la Verdad Eterna. Quien haya gustado su dulzura rehusará trocarla por todo el dominio de la tierra y el cielo. – Bahá’u’lláh, Pasajes de los escritos de Bahá’u’lláh, pág. 106.

Cuán asombroso es, entonces, que en una época en que la adquisición de un carácter noble es una consideración secundaria a la acumulación de posesiones materiales, que un mensajero de Dios venga a ofrecernos el don de las riquezas eternas:

La esencia de la riqueza es el amor por Mí; aquel que Me ama es el poseedor de todas las cosas y aquel que no Me ama es, de hecho, de los pobres e indigentes. Esto es lo que ha revelado el Dedo de Gloria y Esplendor. – Bahá’u’lláh, Las tablas de Bahá’u’lláh, pág. 104.

Qué notable es que un muchacho en un cierto autobús, en una cierta ciudad, cuestionando su lugar en el mundo y las posibilidades de su futuro, sintiendo el peso de su color y su circunstancia, pueda encontrar, en pocas palabras de un nuevo profeta de Dios, su verdadero valor:

¡OH HIJ O DEL SER! Tú eres Mi lámpara y Mi luz está en ti. Obtén de ella tu resplandor y no busques a nadie sino a Mí. Pues te he creado rico y he derramado generosamente Mi favor sobre ti. – Bahá’u’lláh, Las palabras ocultas, pág. 30.

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