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Cuando abandonó Bagdad en 1854, Bahá’u’lláh se fue a vivir solo al desierto, a veces en una cueva o en un tosco refugio de roca, como un buscador errante, un pobre derviche sin posesiones ni hogar permanente.
A pesar de las privaciones físicas, a pesar de su soledad y existencia solitaria, y a pesar de su profundo dolor por la dura persecución y posterior decadencia de la comunidad babí, el alma de Bahá’u’lláh pasó días dichosos en comunión con Dios en aquel remoto desierto. La lejanía y soledad de su estancia en las montañas permitió al espíritu de Bahá’u’lláh llenarse de la plenitud del amor del Creador.
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La soledad de Bahá’u’lláh en las inhóspitas montañas del Kurdistán recuerda el peregrinaje de Moisés por el Monte Sinaí, la comunión de Jesús con su Padre Celestial en el Monte de los Olivos, la estancia de Muhammad en el desierto o la Gran Renuncia de Buda a vivir como un asceta. En las escrituras y relatos de cada religión aprendemos que todos los profetas, todos los fundadores de las grandes religiones del mundo, pasaron un tiempo similar solos, sin compañía humana, meditando sobre el mensaje de Dios y la ingente tarea que imponía a Sus mensajeros.
Muchos meses después de su retiro en el desierto, Bahá’u’lláh se encontró un día con un niño sentado al borde de una carretera, llorando. Se detuvo para preguntarle qué le había hecho llorar. El maestro del niño había ordenado a cada alumno que copiara un determinado pasaje. El niño había perdido el papel que debía copiar y ahora temía el castigo de su maestro. Bahá’u’lláh se sentó y escribió unos versos para el niño, y este corrió feliz a la escuela. El maestro del niño, asombrado por la caligrafía que el niño le mostraba, apenas podía creer que aquella obra de arte procediera del ermitaño solitario al que conocían como Darvish Muhammad. Aquel fragmento de la escritura de Bahá’u’lláh llegó hasta el jefe de la comunidad local de místicos sufíes. Intrigado por la bella caligrafía, el Shaykh sufí buscó a Bahá’u’lláh y entabló amistad con él. Pronto Bahá’u’lláh se convirtió en una figura querida y respetada entre los sufíes del Kurdistán.
Con el tiempo, las historias de Darvish Muhammad se extendieron desde Sulaymaniyyih hasta Bagdad, y gradualmente la familia de Bahá’u’lláh se dio cuenta de que Darvish Muhammad debía ser Bahá’u’lláh. Enviaron un mensajero a buscarlo y pedirle que regresara. De este modo, los dos años de retiro de Bahá’u’lláh llegaron a su fin en marzo de 1856, cuando regresó a Bagdad. No deseaba regresar, pero Bahá’u’lláh sintió una fuerte llamada de Dios para revivir la comunidad que había perdido tanto su integridad como su rumbo. En su Libro de la Certeza, Bahá’u’lláh escribió:
La red del destino divino supera las más vastas concepciones humanas, y el dardo de Su decreto excede los más osados planes del hombre. Nadie puede escapar a los lazos que Él tiende; ninguna alma encuentra liberación sino mediante la sumisión a Su voluntad.
El regreso de Bahá’u’lláh hizo eco del regreso de Moisés de su exilio autoimpuesto en el Monte Sinaí, a quien Dios ordenó volver con su pueblo porque este había regresado a sus raíces paganas adorando a un becerro de oro. Jesús se retiró al Monte de los Olivos para llorar la muerte de Juan el Bautista, pero se vio impulsado a bajar de la montaña por las apremiantes necesidades de la gente de recibir sus enseñanzas y su curación.
La hija de Bahá’u’lláh, Bahiyyih, recordaba la soledad de la familia durante su ausencia. Su hermano Abdu’l-Bahá, durante este tiempo, a menudo se iba solo y la familia lo encontraba llorando. Otras veces, se mantenía ocupado transcribiendo los escritos del Báb. Cuando Bahá’u’lláh regresó apenas le reconocieron, tanto había cambiado su aspecto físico durante dos años en el desierto. En un desgarrador reencuentro, Abdu’l-Bahá cayó a los pies de Bahá’u’lláh mientras padre e hijo lloraban juntos.
Tras su regreso, cuando Bahá’u’lláh buscó a los babíes en Bagdad, según el historiador Hasan Balyuzi, él:
«… no encontró más que un puñado de almas, desfallecidas y desanimadas, es más, completamente perdidas y muertas. La Causa de Dios había dejado de estar en boca alguna, ni había corazón receptivo a su mensaje».
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Pero poco a poco, el regreso de Bahá’u’lláh a Bagdad comenzó a revitalizar a la comunidad babí, y muchos sufíes vinieron también desde Kurdistán a visitar a Bahá’u’lláh. Aunque los prejuicios de clase, nacionalidad y religión eran muy fuertes en aquella sociedad, en su casa de Bagdad Bahá’u’lláh recibía todos los días huéspedes de todos los rangos y clases de procedencia judía, cristiana y musulmana. Muchos enemigos se sintieron conquistados tanto por la amabilidad de Bahá’u’lláh como por la claridad de sus enseñanzas, percepciones y argumentos. Un príncipe de Persia que visitó a Bahá’u’lláh dijo: «No sé cómo explicarlo, pero si todas las penas del mundo se agolparan en mi corazón, siento que todas se desvanecerían en presencia de Bahá’u’lláh. Es como si hubiera entrado en el Paraíso mismo».
En aquel lugar, Bagdad, la presencia espiritual de Bahá’u’lláh despertó y revigorizó a los babíes, que acudieron a él en busca de inspiración, sabiduría y liderazgo.
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