Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
El invierno pasado, mientras mi amiga Julia y yo disfrutábamos de un raro día de sol, paseando y discutiendo las grandes creaciones de un renombrado arquitecto, nuestra discusión nos llevó a considerar qué clase de persona era.
Julia recordó que un profesor universitario le había dicho que el arquitecto, a pesar de su talento y su visión, también era muy conocido por su arrogancia. El profesor se dirigió a Julia y le dijo que el arquitecto tenía derecho a ser arrogante, ya que se lo había ganado. De hecho, el profesor prosiguió, cualquiera que haya trabajado duro para convertirse en un experto en un campo elegido tiene derecho a ser arrogante.
Hace mucho tiempo, trabajé en una agencia de publicidad donde el director general dio permiso a su equipo creativo a actuar con un amplio margen de conducta – le dijo a las secretarias y otros empleados de apoyo que debido a su talento el equipo creativo y los escritores tenían derecho a ser exigentes, petulantes y arrogantes. Como era de esperar, ellos se permitieron tener ataques de ira, comportamiento grosero, berrinches, e incluso trataron irrespetuosa y despectivamente al personal de apoyo. Pronto me marché.
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Esa experiencia me hizo preguntarme: ¿quién tiene derecho a la arrogancia? ¿Acaso alguien? ¿El talento y la experiencia superiores nos dan derecho a ser exigentes y a menospreciar a los demás?
Pienso en la cortesía y amabilidad con la que el renombrado astrofísico Carl Sagan trató al joven Neil deGrasse Tyson, respondiendo a sus preguntas, alimentando su curiosidad, inspirando su investigación intelectual de toda la vida. Cuán diferente habría sido la vida del Dr. deGrasse Tyson, de hecho cuán diferentes habrían sido todas nuestras vidas, si Sagan hubiera descartado a Tyson como un niño indigno de su respeto y consideración.
Muchas tradiciones religiosas comparten la opinión de que cada persona es inherentemente noble. Los escritos bahá’ís explican cómo los seres humanos deben aspirar a comportarse, y Bahá’u’lláh, el profeta y fundador de la fe bahá’í, escribió:
Os exhorto a practicar la cortesía, pues, por encima de todo, es la primera de las virtudes. Bienaventurado quien sea iluminado con la luz de la cortesía y esté ataviado con la vestidura de la rectitud. Quienquiera que esté dotado de cortesía, ha logrado, por cierto, una sublime posición.
Aprendemos de los textos religiosos que nuestra tarea en la vida es adquirir virtudes, reflejar los atributos de Dios y desarrollar la perspicacia que nos permita ver esas cualidades reflejadas en los demás, de hecho, buscarlas activamente. Aprendemos a tratar a los demás como esperamos que nos traten.
En las escrituras hindúes, leemos, «Esta es la suma del deber: no hagas nada a los demás que te cause dolor si te lo hicieran a ti»: En el Islam, un hadiz dice: «Ninguno de vosotros tendrá fe hasta que desee para su hermano lo mismo que desea para sí mismo». El cristianismo nos ha dado la Regla de Oro, «Haced a los demás lo que queráis que os hagan a vosotros», y en los escritos bahá’ís leemos, “elige para tu prójimo aquello que elegirías para ti mismo”. La creencia de que compartimos una humanidad común nos lleva a tratar a los demás como quisiéramos ser tratados, una afirmación que se repite en todas las tradiciones religiosas.
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No importa cuán superior sea nuestro conocimiento, cuán originales sean nuestras creaciones, o cuán creativas sean nuestras mentes – ninguna persona, por más ingeniosa, brillante o talentosa que sea, tiene derecho a la arrogancia. Cada uno de nosotros tiene el deber humano básico de cultivar la humildad y la cortesía como virtudes internas, para el bien de todos.
Así que debemos tomar medidas para practicar la cortesía, para adornarnos con esta virtud espiritual. La cortesía es un comportamiento consciente. Practicar la cortesía puede parecer al principio falso, forzado, inauténtico o incluso pretencioso, pero con el tiempo, la cortesía consciente lleva a la cortesía de segunda naturaleza, y la cortesía lleva a la empatía. La empatía produce actos de compasión, y la compasión cura las heridas de la sociedad.
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