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El abrazo de mi padre alcohólico

Barron Harper | Mar 22, 2021

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Barron Harper | Mar 22, 2021

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Mi padre, Ross, era alcohólico, pero al final no dejó que su adicción a la bebida lo definiera.

De joven, durante la época de la Gran Depresión, antes de que su adicción se apoderara de él, junto con un compañero, superaron a una cuadrilla en los campos petrolíferos de Kilgore al conseguir un trabajo que le permitía enviar dinero a casa de sus padres quienes estaban pasando por dificultades. Él tenía un carácter fuerte: cuando yo era joven, lo vi enfrentarse a un hombre más joven y amenazante, a pesar de su debilitada salud.

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Criado durante los duros años de la Gran Depresión, se unió a millones de jóvenes para «luchar la batalla» contra las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial. Asignado a pilotar transportes en el escenario asiático de la guerra, su valor fue impecable. En 1942 superaría un riguroso examen como candidato a Oficial a pesar de su educación campesina y de no haber cursado estudios superiores.

Reconocido por su heroísmo en la Segunda Guerra Mundial en la obra de Tom Brokaw «The Greatest Generation», muchos veteranos sufrían de TEPT (Trastorno de estrés postraumático) antes de la invención de tal término. Después de las dos guerras mundiales del siglo XX, lo llamaban «conmoción de guerra» o «fatiga de batalla». Muchos veteranos salieron de ese horrible conflicto dependientes del alcohol y la nicotina, y mi papá no fue una excepción. Cuando se le dio de baja del US Army-Air Corp como Mayor en 1945, luchó por reintegrarse a la vida civil mientras era presa de sus adicciones.

Como su hijo mayor, nacido en 1946, viví una infancia traumatizada por un ambiente de alcohol, conflictos y divorcios. Un segundo matrimonio no fue mejor. Al final de este matrimonio, mi papá había malbaratado su estabilidad económica mientras nos enfrentábamos a un futuro incierto. Deambulando de un lugar a otro, asistí a cinco escuelas secundarias en el séptimo grado.

Debido a que me crie rodeado de alcohol y sus efectos, lo detestaba. Cuando son tus padres los que se enfurecen en un estado de embriaguez mientras tú te encojas asustado cerca de ellos, el trauma de la infancia, en cierto modo, se filtra y acecha dentro de ti durante toda la vida. Mientras que el alcoholismo contribuyó a la ruina de los dos primeros matrimonios de mi padre y destruyó la salud de un hombre que antes era robusto, he observado que las personas que beben en exceso pueden volverse cada vez más adictas y rodearse, para apoyar su adicción, de otras personas que comparten su hábito, un hábito difícil de romper o condenar dentro de una cultura que acepta el alcohol.

Ya sea por motivos sociales o paliativos, el consumo continuado de alcohol y la enfermedad del alcoholismo erosionan gradualmente la salud y afectan a las relaciones. Dado que esa erosión se produce a lo largo del tiempo, una persona dependiente del alcohol rara vez es consciente de sus consecuencias a largo plazo y probablemente se pone a la defensiva si se le cuestiona. Desde el punto de vista de la salud, la medicina moderna ha establecido que el alcohol contribuye a una serie de dolencias: anemia, enfermedades cardiovasculares, cirrosis hepática, disfunción sexual, demencia, hipertensión, diabetes, pancreatitis y, en última instancia, la muerte.

Las enseñanzas bahá’ís sobre el alcohol

No es de extrañar que las enseñanzas bahá’ís instruyan a los bahá’ís a no consumir alcohol a menos que sea prescrito por un médico competente con fines curativos. Bahá’u’lláh, el profeta y fundador de la fe bahá’í, escribió en su Libro Más Sagrado:

Es inadmisible que el hombre habiendo sido dotado de razón, consuma lo que le priva de ella. Más bien, le incumbe comportarse de un modo conforme a la dignidad humana, y no según los desafueros de toda alma negligente y vacilante.

Abdu’l-Bahá, el hijo y sucesor de Bahá’u’lláh, se explayó cuando escribió “… están prohibidas las bebidas de cualquier graduación alcohólica. La razón de esta prohibición es que el alcohol desvía la mente y debilita el cuerpo”.

¡Llamen a una ambulancia!

Una mañana de la primavera de 1959 mi padre se despertó con un dolor insoportable. «¡Barry, llama a una ambulancia!», me gritó. En el hospital fue lo suficientemente coherente como para llamar a su hermana, que estaba en otra parte del país, para que viniera a cuidarme. Le operaron de urgencia de una pancreatitis aguda provocada por años de abuso de alcohol. En coma, los médicos le daban pocas posibilidades de sobrevivir.

Afortunadamente, papá sobrevivió a la operación de emergencia. Pero durante el resto de su vida, hasta su fallecimiento a los 69 años de edad en 1985, sufrió una y otra vez operaciones en su comprometido sistema digestivo. Con el paso de los años, perdió la vista a causa de la diabetes y acabó necesitando cuidados constantes.

Pero después de ese golpe en su sistema en 1959, nunca más tocó el alcohol.

A pesar de sus problemas, mi papá tenía un maravilloso sentido del humor. Cuando le vi en 1985 y necesitó ayuda para escribir un cheque debido a que su vista se estaba debilitando, le pregunté cómo había conducido su coche hasta la cafetería local donde solía relajarse. «Bueno», respondió. «cuando los coches avanzan, yo también. Y cuando se detienen, yo también».

En 1961, con dos años de sobriedad y reanimado mentalmente, papá conoció a Margaret y se casó con ella. En ella encontró una compañía espiritual a nivel físico. Antes de que ella falleciera diez años después a causa de un cáncer de útero, Margaret y Ross fueron los mejores amantes y los mejores amigos. A través de su hijo, Toddy, hizo llegar a mi papá el conocimiento de la revelación bahá’í a finales de 1966. Enseguida aceptó a Bahá’u’lláh como el retorno del espíritu de Cristo. Masacrado por el sufrimiento, abrazó al Amado divino y se regocijó en su tierna compasión, como escribió Bahá’u’lláh en su libro Epístola al Hijo del Lobo:

Los compañeros de todos los que Te adoran son las lágrimas que derraman, y el consuelo de los que Te buscan son los lamentos que profieren, y el alimento de los que se apresuran para encontrarte son los pedazos de sus corazones rotos.

Mi padre dejó el alcohol, gracias a una intensa crisis de salud que estuvo a punto de acabar con su vida. Al abrazar la fe bahá’í y su influencia transformadora, se convirtió en un compañero insuperable. Por primera vez, también se convirtió en un padre cariñoso y atento. Dotado de una mente brillante y de una pureza de corazón, conmovió a los demás con una profunda visión de las escrituras bíblicas relacionadas con el regreso de Cristo. Como un león, rugía y asombraba a los que llegaban a su presencia con su perspicacia y percepción. Al mismo tiempo, demostró una dulzura de carácter que le hizo ganarse el cariño de amigos y conocidos.  

Cuando se marchó de este mundo en diciembre de 1985 y estuve en el podio en su funeral, apenas pude expresar mi despedida. A este hombre que había trastornado tanto nuestras vidas, pero que en los últimos años tuvo un efecto tan cambiante en nuestros destinos espirituales, me di cuenta de que con su vida había «luchado la batalla» y al final había ganado el premio eterno.

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