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La mente es algo terrible de desperdiciar

David Langness | Ago 23, 2024

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David Langness | Ago 23, 2024

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La mayoría de nosotros carecemos de habilidades atléticas especiales. Pocos tenemos la belleza exterior que tienen las modelos o las estrellas de cine. Más allá de esos atributos físicos, ¿en qué confiamos para salir adelante? Bueno, tenemos nuestras mentes.

Cada uno poseemos nuestras capacidades mentales: nuestra inteligencia, nuestro razonamiento, nuestra agudeza, nuestro ingenio.

Contamos con esos atributos mentales para guiarnos por el pedregoso camino de la existencia, para hacer frente a los problemas que inevitablemente se nos presentarán, para responder a los caprichos y desafíos de la vida.

Sin esas habilidades, estaríamos completamente perdidos.

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Entonces, ¿por qué tanta gente juega con su mente? ¿Por qué consumen sustancias que alteran la mente: drogas, alcohol, marihuana, tabaco, etc.? ¿Por qué tanta gente quiere drogarse?

Empecé a preguntarme esto cuando trabajaba en un hospital psiquiátrico estatal mientras era estudiante universitario. Un día, ingresamos a un tipo que conocía –lo llamaré Sebastián– con un diagnóstico de «intoxicación aguda por drogas». Sebastian, un compañero de estudios, amigo de un amigo y con quien había mantenido conversaciones inteligentes anteriormente, había consumido demasiadas dosis de ácido (LSD) y no podía funcionar con normalidad.

No, eso es quedarse muy corto: la mente de Sebastian parecía haber desaparecido por completo. Se quedó sentado. No tenía ninguna cognición, ningún signo de conciencia, ni siquiera la capacidad de formar una frase completa. No podía alimentarse, ir al baño por sí mismo, o funcionar normalmente de ninguna manera. Su éxtasis se había convertido en un profundo y quizás permanente vacío. Los médicos decían que quizá nunca se recuperaría.

Durante ese mismo periodo de mi vida, acababa de conocer la Fe Baha’i, cuyo profeta y fundador, Bahá’u’lláh, escribió: «Es inadmisible que el hombre, habiendo sido dotado de razón, consuma lo que le priva de ella».

La hospitalización de Sebastian, y los daños y muertes por sobredosis que empecé a ver con regularidad donde trabajaba, me habían hecho plantearme seriamente por qué tantos miembros de mi generación se volvían hacia las drogas. «He visto la aguja y el daño que hace», cantaba Neil Young, y sin duda me sentía identificado.

Personalmente, sin embargo, entendía al menos parte del impulso porque yo había empezado a beber a los 14 años, antes de conocer la Fe bahá’í. Como muchos adolescentes de aquella época, ansiaba escapar de la dolorosa realidad cotidiana de mi vida disfuncional y la bebida me hacía sentir temporalmente libre de ansiedad, relajado y feliz.

A mí me parecía normal. Crecí en una familia alcohólica: mi padre bebía mucho todos los días, víctima de un trastorno de estrés postraumático no tratado tras su experiencia en la Segunda Guerra Mundial como soldado de la Marina en el Pacífico. Fue herido de gravedad en más de una ocasión y mató a muchísimos soldados japoneses, algunos en batallas cuerpo a cuerpo, y nunca se recuperó del impacto de esa violencia. Así que bebía. Creo que, sobre todo, utilizaba el alcohol para adormecerse y no sentir la confusión, el dolor y el trauma que llevaba dentro.

Mamá bebía sólo para seguirle el ritmo a papá, o tal vez para escapar de los sentimientos de inadecuación que heredó de una infancia abusiva a manos de su madre alcohólica.

Como puedes imaginar, las bebidas alcohólicas eran un estilo de vida en mi familia.

Pero, por suerte, yo era un buscador. Buscando algo nuevo y diferente, pasé gran parte de mi adolescencia tratando de encontrar un camino más espiritual. Exploré el budismo zen, que me dio una sensación de calma y me ayudó a encontrar mi centro espiritual. Profundicé en algunas de las tradiciones más místicas de los sufíes, los trascendentalistas y los gnósticos, leyendo todo lo que caía en mis manos, hablando con otros buscadores espirituales y adoptando un enfoque de mi vida interior muy diferente del que había tenido en mi infancia.

Finalmente, en esa búsqueda, encontré la Fe Baha’i.

Para mí, combinaba el sustento espiritual del budismo con los aspectos y percepciones más profundos de las tradiciones místicas. Las enseñanzas bahá’ís me inspiraron, pero también me desafiaron, especialmente cuando conocí los consejos de Bahá’u’lláh sobre la bebida: «el alcohol descarría la mente y produce el debilitamiento del cuerpo»

Tenía que tomar una decisión. ¿Realmente me beneficiaba la bebida o acabaría perjudicándome, como había ocurrido con mis padres, cuyas vidas se vieron definitivamente dañadas por el consumo de alcohol? Ya podía ver lo que les había hecho la bebida: tanto mi madre como mi padre, que habían sido personas inteligentes y perspicaces cuando eran jóvenes, habían perdido gradualmente parte de sus capacidades mentales. Nunca había visto a ninguno de mis padres en estado de embriaguez, pero las pruebas científicas de los efectos nocivos del alcohol en el cerebro –cada bebida alcohólica mata cientos de células cerebrales, según demuestran las investigaciones– eran cada vez más evidentes.

Las enseñanzas bahá’ís sostienen que la ciencia y la religión deben estar de acuerdo, y la explicación de la prohibición bahá’í de beber dada por Abdu’l-Bahá, hijo y sucesor de Bahá’u’lláh, me pareció tanto científica como espiritualmente cierta:

La razón de esta prohibición es que el alcohol extravía la mente y debilita el cuerpo. Si el alcohol fuera beneficioso, habría sido traído al mundo por la creación divina y no por el esfuerzo del hombre. Todo lo que es beneficioso para el hombre existe en la creación. Ahora bien, se ha demostrado y establecido médica y científicamente que el licor es perjudicial. [Traducción provisional de Oriana Vento]

Después de investigar y leer las enseñanzas bahá’ís sobre el alcohol y todas las demás drogas que alteran la mente, tuve que luchar conmigo mismo. ¿Podría dejarlo? ¿Podía el atractivo espiritual de las enseñanzas bahá’ís superar mi deseo de emborracharme? ¿Podría embriagarme metafóricamente con el vino del asombro, de un modo más feliz y menos perjudicial que el que podría producir el vino normal?

Al final, fue una decisión fácil. Empecé a ir a un programa de los 12 pasos. Hablé con mis amigos. Recibí buenos consejos de consejeros, médicos y gente en la que confiaba. Dejé de beber y me hice bahá’í cuando cumplí 18 años, y desde entonces he estado felizmente sobrio.

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