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La soledad al final de esta vida

Mahin Pouryaghma | Sep 24, 2024

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Cuando doy mis ocasionales paseos por la residencia de ancianos en la que vivo, siempre me fijo en uno de los sentimientos predominantes que me produce estar en este centro y en otros similares: la soledad.

Por lo general, cuando las personas mayores como yo ingresan en residencias de ancianos, ya sea de forma voluntaria como es mi caso, o cuando se ven obligadas a trasladarse a este tipo de centros por familiares que ya no pueden hacerse cargo de ellos, la sensación inicial puede ser de alivio, tanto para los ancianos como para sus familiares y cuidadores.

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Sé que para mí lo fue. No quería ser una carga para nadie y aquí, en la residencia, sabía que recibiría los cuidados que necesitaba las 24 horas del día.

Sin embargo, estos asuntos tienen un patrón predecible. Al principio, al menos durante un tiempo, dependiendo del número de miembros de la familia y de la distancia que tengan que recorrer los familiares y amigos, suelen producirse visitas y llamadas telefónicas frecuentes. Luego, una vez que estamos instalados y los familiares y amigos se sienten seguros de que nos van a cuidar como es debido, la frecuencia de las visitas y las llamadas puede disminuir, e incluso el tiempo que pasamos con los seres queridos en el centro también se acorta.

Es entonces cuando surge la soledad.

Es posible que otras culturas no experimenten este problema, ya que sus tradiciones hacen que tiendan a mantener a sus ancianos cerca y puede que ni siquiera dispongan de residencias de ancianos para atenderlos.

Por supuesto, nadie puede esperar que nuestros seres queridos estén con nosotros constantemente, ignorando sus necesidades y las de su familia, dejando su propia vida en suspenso. Eso sería egoísta por parte de los residentes de cualquier centro de cuidados de larga duración.

He aquí el mejor consejo que he oído sobre este tema en las enseñanzas bahá’ís, expresado por Abdu’l-Bahá en una charla que ofreció en Nueva York en 1912:

Todos deberíamos visitar a los enfermos. Cuando ellos se encuentran doloridos y sufrientes, la visita de un amigo es una verdadera ayuda y un beneficio. Para aquellos que están enfermos, la felicidad es unja gran cura. Es costumbre en el Este visitar al paciente a menudo y reunirse con él individualmente. La gente en oriente demuestra extrema amabilidad y compasión por los enfermos y sufrientes. Esto tiene mayor efecto que el remedio en sí. Siempre debéis tener este pensamiento de amor y afecto cuando visitéis a los enfermos y afligidos. – La promulgación a la paz universal, p. 217.

Puedo decirles por experiencia personal que los residentes aquí, y probablemente en todas partes, hacen todo lo posible por pensar racionalmente sobre estos temas, pero a menudo tienen la sensación de estar olvidados y abandonados. Recuerdo que, cuando fui voluntaria en un asilo durante un par de años antes de caer enferma, una señora en particular –una veterana de la Segunda Guerra Mundial– le dijo a todo el mundo que no la olvidaran. Era una mujer maravillosa con grandes historias que contar sobre su productiva vida. Era consciente de la realidad de la situación, pero la sensación de soledad y el miedo a ser olvidada son reales y humanos.

Yo misma lo he sentido. A pesar de todo lo que me mantiene ocupada cada día y a pesar del sueño, que ahora ocupa una buena parte de mi vida, a veces, la soledad sigue apareciendo.

Todos los residentes sabemos cuál es la realidad, y sabemos que nadie puede hacer nada por cambiar la situación familiar, ni la nuestra propia, pero a veces nos invade una sensación de irrealidad o de expectativa ilógica. Es entonces cuando tengo que recurrir a mi amigo más verdadero y cercano, el Creador amoroso y misericordioso, y pedirle a Dios fuerza y pureza de corazón. También le pido ayuda para ser paciente en lugar de seguir preguntándome cuándo podré volver a casa.

En ese estado, tengo que, una vez más, repetir esta reconfortante oración atribuida a Abdu’l-Bahá:

¡Oh Dios! Refresca y alegra mi espíritu. Purifica mi corazón. Ilumina mis poderes. Dejo todos mis asuntos en tus manos. Tú eres mi guía y mi refugio. Ya no estaré  triste ni afligido; seré un ser feliz y alegre. ¡Oh Dios! Ya no estaré lleno de ansiedad, ni dejaré que las aflicciones me fatiguen, ni que me absorban las cosas desagradables de la vida.  

¡Oh Dios! Tú eres más amigo mío que yo lo soy de mí mismo. A Ti me consagro, oh Señor.

Mi espíritu, renovado y alegre, sigue creciendo, pero físicamente me estoy deteriorando poco a poco. Sigo sintiéndome viva y activa, pero mi síndrome de Raynaud está empeorando y, según el Dr. Google, podría ser una de las causas de que mis ataques isquémicos transitorios sean cada vez más frecuentes, lo que podría desembocar en un ictus cerebral. El síndrome de Raynaud, según tengo entendido, significa que temporalmente no fluye suficiente sangre a alguna parte del cuerpo, y en mi caso, podría ser una parte del cerebro.

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Esto me preocupa, porque si sufro un derrame cerebral y no muero a causa de él, seré una carga más pesada para los demás… pero me digo: ¿Y entonces qué? Una vez más, me encomiendo a Dios y a mi destino repitiendo: «Pongo TODOS mis asuntos en Tus manos». Eso me tranquiliza, y vuelvo a ser mi antigua y agobiante yo nuevamente.

Iba a decir, para qué molestarse, la vida es demasiado corta. Sin embargo, parece que esto no se aplica en mi caso, ya que he vivido mucho más de lo que se suponía que debía vivir al padecer un cáncer para el que ya no recibo tratamiento, puesto que el tratamiento es definitivamente peor que la enfermedad. Como sigo diciendo, Dios tiene un sentido del humor infinito.

Darme cuenta de ello me mantiene humilde, agradecida y riendo.

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