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Ciencia

Cambio climático y devastación ambiental

Lucio Antonio Capalbo | Sep 11, 2018

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DE LA DEBILIDAD DE LAS MEDIDAS TÉCNICAS DE KYOTO Y DE PARIS, A LA REDUCCIÓN GLOBAL DEL CONSUMO EN EL MARCO DE UN CAMBIO ESPIRITUAL Y CIVILIZATORIO.

La abrumadora mayoría de los científicos está hoy de acuerdo con que el Cambio Climático es una realidad en marcha. Son múltiples las evidencias de que la atmósfera se está calentando y el clima está cambiando rápidamente.
La concentración de Dióxido de Carbono en la atmósfera ha pasado de 280 Partes por Millón (PPM) de la era preindustrial a casi 410 PPM en la actualidad.

Los gases de invernadero como el dióxido de carbono (producto de un modelo energético basado en más de un 80 % en la quema de hidrocarburos), el metano, los clorofluorocarbonos, los óxidos de nitrógeno y otros productos de la actividad industrial, agrícola y de transporte se acumulan en la atmósfera, actuando como una barrera para el escape del calor terrestre (rayos infrarrojos), y produciendo así un progresivo y cada vez más rápido incremento de la temperatura mundial.
Sólo con este argumento es suficiente para aceptar el Cambio Climático como una realidad. Sin embargo, hay muchas más evidencias: las fotos comparativas de glaciares y hielos continentales a lo largo de las últimas décadas que muestran el acelerado derretimiento de los mismos, la fusión sin precedentes de los hielos árticos revelados por las imágenes satelitales, la elevación del nivel de mares, tanto por dicho derretimiento de hielos como por dilatación del agua líquida, ya mensurable en varios centímetros en la actualidad.

Las pruebas continúan: los huracanes y fenómenos atmosféricos extremos se multiplican y alcanzan latitudes antes insospechadas, en los últimos diez años se han registrado los más calurosos de toda la historia desde que se lleva registro. De hecho se puede hablar ya de un incremento de un grado en la temperatura media mundial respecto a los niveles preindustriales.
Incluso, estudios científicos de 2018 señalan la posibilidad de que en los últimos cuatro años se hayan disparado mecanismos retroalimentativos que aceleran el incremento de la temperatura, como por ejemplo el derretimiento de hielos, que permite por un lado liberar el metano atrapado en ellos contribuyendo aún más al calentamiento de la tierra y por otro contribuye a la perdida de reflectividad de la superficie terrestre (el hielo devuelve más radiación que el agua) lo que también acelera dicho proceso.

De ser así podríamos haber atravesado un punto de no retorno, por lo que el calentamiento no se detendría antes de un incremento de hasta 4 o 5 grados durante el siglo XXI. Y, según algunos de estos estudios, la Tierra en ese nuevo estado podría albergar a solo mil millones de humanos, es decir apenas un poco más de la octava parte de la población actual.

El acuerdo de Paris redactado en la cumbre habida en esa ciudad en Diciembre de 2015, firmado en abril de 2016 y que deberá aplicarse desde 2020 cuando finalice la vigencia del Protocolo de Kyoto, fue suscripto por 193 países, entre ellos ratificado por los 55 que son responsables de al menos el 55 % de las emisiones de gases de invernadero (y del cual en el mes de Junio de 2017 Estados Unidos anunció su retirada), procura mantener el incremento global de temperatura por debajo de 2 grados centígrados por sobre los niveles preindustriales, y en lo posible por debajo de 1,5 grados.

Esta meta, según los gobiernos firmantes es sumamente ambiciosa y desafiante; sin embargo, no alcanza para ser tranquilizadora: en primer lugar, porque la misma no tiene visos de cumplimiento –y podríamos llegar en algunas décadas al desastre de 4 o 5 grados más-, en segundo lugar porque tal vez los mencionados mecanismos retroalimentativos se disparen con mucho menos que dos grados, y finalmente porque aun lográndose, un clima caracterizado por una temperatura media dos grados más alta, implicaría innúmeros y gravísimos problemas.
Con esos dos grados más no solo presenciaríamos nuevos y devastadores fenómenos meteorológicos de inusitada violencia –huracanes, inundaciones, sequias- sino un incremento de enfermedades infecciosas –muchas de las cuales se creían desterradas para siempre-, una suba del nivel de los mares que anegaría áreas costeras que albergan a cientos de millones de personas, salinización de las aguas subterráneas por mayor presión del agua marina, pérdida de todo tipo de biodiversidad y, como consecuencia de todo esto, una drástica reducción de la producción de alimentos y hambrunas como jamás fueron vistas en la historia.

Es que la solución de los problemas ambientales –como de cualquier otro tipo de problemas globales- no puede ser alcanzada solamente con medidas prácticas y técnicas. No importa cuán intensa sea la acción, enfocarse en el síntoma o actuar lineal y unidireccionalmente para eliminar un problema determinado ya no puede, en un mundo complejo e interdependiente, conducir a una solución duradera. Será necesario operar sobre las dinámicas generativas que sostienen un modelo, manteniendo una perspectiva integradora. Ya hace más de veinte años, la Comunidad Internacional Bahá’í, en su documento “La Prosperidad de la Humanidad” señalaba: si el desarrollo de la sociedad no encuentra propósito más allá de la simple mejora de las condiciones materiales, fracasará incluso en la consecución de estas metas”Documento de la Oficina de Información Pública de la Comunidad Internacional Bahá’í, Prosperidad de la Humanidad, 23 de enero de 1995.
Algunos gobiernos, empresarios y otros actores dominantes, en el mejor de los casos, creen que las tecnologías apropiadas (como la eficiencia energética, las energías renovables o el reciclado) permitirán mitigar este y otros problemas ambientales. Otros son directamente ignorantes o indiferentes a este gigantesco desastre. Finalmente, otros lo conocen, pero eligen su propio y efímero beneficio económico.
Pero ninguno de ellos apuesta a medidas más profundas: aquellas que pongan en cuestionamiento el consumismo, el produccionismo, en definitiva, la civilización material, ya que hacerlo sería ir contra sus propios objetivos lucrativos.
Sin embargo, desde una perspectiva sistémica no bastará aplicar medidas prácticas y técnicas para mitigar o controlar el Cambio Climático, ni ningún otro problema ambiental, sino que habrá que conceptualizar y abordar el problema a nivel de los principios involucrados.

Es evidente que la contaminación ambiental es no sólo proporcional a la población mundial y la tecnología utilizada, sino y por sobre todo al consumo per cápita
Como acabamos de explicar un poco más arriba, todas las medidas gubernamentales y empresariales orientadas a la “sostenibilidad” ambiental se concentran en desarrollar “tecnologías apropiadas”, es decir, tecnologías más amigables con el ambiente, incrementando la eficiencia en los procesos productivos y de consumo.
Otro factor que se ha colocado en la agenda ambiental, es la explosión demográfica, en particular en los países llamados “del sur”, sin notar que el impacto de un solo niño que nace en el “norte” supera al de diez hijos del “sur”.
Sin embargo, el factor relegado, olvidado, del que no se habla, es la urgente necesidad de una Reducción Global del Consumo (RGC)
Y no es de extrañar, puesto que sacar a la luz la RGC sería socavar los intereses económicos de grandes empresas que necesitan de un alto volumen de consumo permanente. Lo decía ya en los años 80 en un correo de la UNESCO Paul Ekins: “La frugalidad es una noción subversiva”.

Bahá’u’lláh, fundador de la Fe Bahá’í, desde una prisión del medio oriente, a la que fue confinado por su prédica, se anticipaba en más de un siglo a este concepto cuando afirmaba:

«La civilización, tan a menudo preconizada por los doctos representantes de las artes y ciencias, traerá, si se le permite rebasar los límites de la moderación, gran daño sobre los hombres. Así os advierte Aquel quien es el Omnisciente. Si es llevada a exceso, la civilización resultará ser una fuente de maldad tan prolífica como lo fue de bondad cuando era mantenida dentro de las restricciones de la moderación”. Bahá’u’lláh, Pasajes de los Escritos de Bahá’u’llah, pag. 180.

Resulta a todas luces urgente encarar la cuestión de la Reducción Global del Consumo (RGC), y prestar atención a las corrientes decrecentistas que se escuchan desde hace más de 30 años en las voces de Serge Latouche y otros autores, con cada día mayor fuerza y evidente fundamento.

Pero, tal como lo señalé junto a Antonio Elizalde, Ezequiel Ander Egg, Miguel Grinberg y Ervin Laszlo en nuestro libro “Decrecer con Equidad: Nuevo Modelo Civilizatorio” no se trata de un decrecimiento para toda la humanidad: mientras que los cuatro quintos de menor acceso a los recursos del planeta deben, de forma justa, aumentar su acceso a bienes y servicios fundamentales, el decrecimiento debe lograrse a expensas del quintil más rico, que según Naciones Unidas consume más de un 85 % de las riquezas.
Es tal la concentración y el despilfarro en algunas naciones y en las clases “altas” de prácticamente todas, que podría reducirse drásticamente su consumo de tal modo que continúen viviendo muy dignamente, permitiendo la mejora en el acceso a bienes y servicios al restante 80 % de los humanos y aun así reducir el consumo global de recursos a la mitad…

Nuestra propuesta no se trata de una forzada reducción del consumo para el «Homo œconomicus«, si no la de una nueva visión de la naturaleza humana, en la cual su realización está dada por la orientación hacia lo intangible y a una civilización mundial una y diversa, de bases espirituales, donde los objetivos de la existencia humana, orientados por un cambio valórico profundo, apunten a lo comunitario, participativo, social, cultural, creativo, afectivo y por sobre todo a lo trascendente, de tal forma que la reducción del consumo sea la consecuencia natural de aquellos.

Más recientemente el escritor Francois Nouveau señalaba que los grandes desafíos de la humanidad no son el hambre, la ecología, la economía, la educación, la salud, la equidad social o una combinación de todos ellos, sino la capacidad de encontrar nuevas instituciones capaces de resolverlos.

Frecuentemente las personas que adscribimos a una creencia espiritual o religión, incluidos los propios bahá’ís, pensamos que el cambio procede del interior del ser humano, que si cada persona mejora, el mundo también lo hará.
Si bien el cambio individual es una condición necesaria, esta no es suficiente. Es una verdad, sí, pero solo parte de la verdad.
Lo que falta incorporar, la otra parte, que al ser sumada crea un todo más completo, es la transformación colectiva, social e institucional.

Bahá’u’lláh es el portador de un nuevo orden social e institucional, del cual la administración bahá’í intenta ser núcleo y modelo, que está animado por un espíritu de participación consultiva, que excluye toda forma de partidismo y sectarismo, que propone una verdadera democracia sobre la Tierra, no una formal y nominal como la que anima la política de las naciones actuales, sino una basada en la participación real inspirada por el principio de Unidad en Diversidad.

Solo cuando las nuevas formaciones sociales, directa o indirectamente inspiradas en la revelación de Bahá’ú’lláh organicen los nuevos espacios humanos orientándolos hacia el bien común, hacia lo intangible y lo espiritual, el materialismo disminuirá en forma intrínseca, natural, el consumo se reducirá, el calentamiento global cejará, el planeta respirará aliviado, alumbrando una Civilización Planetaria, una y diversa, de fundamentos espirituales.
Y si como dice la Promesa de la Paz Mundial esto surge de una “voluntad consultiva” y organizadora de los pueblos del mundo, escribiendo juntos su propio destino, y lo hace a tiempo, entonces esta Civilización nacerá sin que antes la mayor parte de la humanidad deba resultar inmolada.

“El propósito de Dios no es otro que el de inaugurar, por medios que sólo Él puede desentrañar, la Gran Edad Dorada de una humanidad durante tanto tiempo dividida y afligida. Su estado actual, aun su futuro inmediato, es sombrío, dolorosamente sombrío. Sin embargo, su futuro lejano es resplandeciente, gloriosamente resplandeciente; tan resplandeciente que ningún ojo puedeimaginarlo”. – Shoghi Effendi, El Día Prometido ha Llegado, p. 176-177.

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