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Cómo la fe bahá’í me ayudó a dejar el alcohol

David Langness | Ago 7, 2023

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David Langness | Ago 7, 2023

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Tuve un padre alcohólico, así que se supone que debería haber aprendido algunas lecciones de esa experiencia, pero para cuando llegué a la adolescencia, yo ya estaba bien encaminado en esa dirección.

El alcohol arruinó la vida de mi padre. Se alistó en la Infantería de Marina a los 18 años y luchó valientemente durante las campañas del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial, donde resultó gravemente herido, se le dio de baja tras un combate brutal en Tarawa e Iwo Jima y quedó profundamente traumatizado. Una vez terminada la guerra, sus ocasionales borracheras sociales se convirtieron poco a poco en un hábito diario y luego en una adicción.

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Creo que, a falta de terapia, utilizó el alcohol para automedicarse, para borrar el grave trauma y la herida moral que sufrió en la guerra. Lamentablemente, los veteranos de la Segunda Guerra Mundial no tenían acceso a tratamientos para esos traumas.

Mi padre no parecía un alcohólico: de niño nunca le vi tambalearse ni arrastrar las palabras. «No soy un borracho», decía con orgullo, «sólo tomo dos copas al día». Lo de «dos copas» era cierto, pero cada una de sus copas era un vaso de ocho onzas con un 95% de bourbon y un chorrito de agua. El bourbon, un tipo de whisky, suele contener entre un 40% y un 50% de alcohol puro. Además, solía empezar su noche de copas, antes de consumir la bebida fuerte, con unas cervezas, que él no consideraba una bebida de verdad.

Así que mi padre bebía, cada noche, al menos 8 onzas de alcohol puro. La mayoría de la gente no podría hacerlo físicamente. Estaba orgulloso de poder «aguantar el alcohol», como él decía. Hoy en día, los médicos saben que la tolerancia al alcohol aumenta con el tiempo, al igual que ocurre con cualquier droga, y también saben que consumir tanto alcohol de una sola vez sin que se produzca un deterioro visible significa que el alcoholismo ha alcanzado una fase muy avanzada. Quizá por eso tuvieron que extirparle el estómago, gravemente ulcerado, a los 45 años.

Bajo su tutela, empecé a beber a los cinco años.

Empezó cuando mi padre me ofrecía sorbos de su cerveza o bourbon, pensando que «me enseñaría a beber en casa». Era un ritual para él, una práctica que erróneamente pensaba que sería buena para mí a largo plazo. En lugar de eso, me inició pronto en el gusto por el alcohol, lo normalizó en mi vida y me llevó a beber en exceso a los 14 años.

Por suerte, a los 15 tenía un nuevo amigo: Bill Davis. Pensaba en Bill como un tipo mayor, aunque probablemente tendría unos veinte años. Bill tenía un trabajo de verdad y una casita que había convertido en un centro bahá’í para chicos como yo que buscaban algún sentido a la vida. Todas las noches, después del trabajo, solías encontrar a Bill, una de las personas más amables que he conocido, en una reunión bahá’í en su casa o en el sótano de alguna iglesia asistiendo a una reunión de Alcohólicos Anónimos.

Un día Bill me llamó aparte y me preguntó: «Oye, Dave, ¿por qué no vienes conmigo a una de mis reuniones de AA?».

«¿Por qué querría hacer eso?» le pregunté.

«Bueno, porque es evidente que tienes algunos problemas con la bebida, ¿no?».

Esto me chocó, pero hay que admitir que era cierto. En plena adolescencia, ya había sufrido algunos desmayos y un par de incidentes de borrachera que preferiría olvidar. Mi consumo diario de alcohol había pasado de recreativo a obligado. A regañadientes, acepté ir a una de las reuniones de Bill.

Allí, como único adolescente del grupo, conocí a toda una serie de viejos alcohólicos que hacían todo lo posible por desintoxicarse. Algunos me dieron la bienvenida, pero otros me ridiculizaron: «Lárgate de aquí, chaval», me gruñó uno, «vuelve cuando lleves treinta años bebiendo en la alcantarilla como nosotros».

Aquellos hombres –y todos eran hombres– me asustaban. Me mostraron cómo sería mi futuro si seguía por el mismo camino. Empecé a estudiar el alcoholismo, a leer sobre los efectos médicos reales del alcohol en el cerebro y el cuerpo humanos, y me hice miembro regular de AA. Dejé de beber definitivamente a los 17 años y un año después, el día que cumplí 18, me convertí en bahá’í.

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Las enseñanzas bahá’ís, y el modo en que mi amigo Bill me las explicó con delicadeza, sin juzgarme ni insistir en que las siguiera, tuvieron un enorme impacto en mi sobriedad. Después de dejar de beber, pude ver que los principios bahá’ís de evitar cualquier sustancia adictiva habían hecho que mi mente fuera más clara, mis acciones más responsables y mi alma más capaz de funcionar sin impedimentos ni daños.

Durante ese período temprano y formativo de mi vida, me apoyaba cada día en dos oraciones: una, la oración de la serenidad de AA, que dice «Dios, concédeme serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar,

valor para cambiar lo que soy capaz de cambiar y sabiduría para entender la diferencia»; y esta oración de Abdu’l-Bahá de los escritos bahá’ís:

¡Oh Divina Providencia! Concede al pueblo de Bahá pureza y limpieza en todas las cosas. Otorga que sean librados de toda contaminación y sean salvados de toda adicción. Guárdalos de cometer acto repugnante alguno, desátalos de las cadenas de todo mal hábito, para que vivan puros y libres, sanos y limpios, dignos de servir en tu Sagrado Umbral y de entroncar con su Señor. Líbralos de las bebidas alcohólicas y del tabaco; sálvalos, rescátalos del opio que acarrea demencia, permíteles disfrutar de los fragantes aromas de la santidad, para que beban abundantemente del místico cáliz del amor celestial y conozcan el arrobamiento de ser acercados cada vez más al Dominio del Todoglorioso.

En los próximos ensayos de esta serie, analizaremos algunos de los conocimientos científicos actuales sobre el alcohol y veremos si podemos comprender mejor sus efectos sobre las personas y la sociedad en su conjunto.

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