Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Muchos de nosotros conocemos esas imágenes medievales de angustiados penitentes arrodillados rezando con fervor, o las imágenes de musulmanes fanáticos flagelándose hasta que fluya la sangre.
Todos hemos visto representaciones de monjes humildes que emprenden largos viajes con los pies desnudos para llegar a un lugar sagrado lejano, o de yoguis congelados en posiciones extremas durante largos periodos, en silenciosa contemplación. El llamado «arrodillamiento piadoso», el uso de arpillera y ceniza o «cilicio» y muchas otras formas de abnegación tenían como objetivo expiar el pecado original. Todos estos actos de autocastigo físico extremo -lo que los antiguos llamaban «mortificación de la carne»- se suponía que limpiaban al pecador del pecado, que daban muerte a nuestra naturaleza supuestamente pecadora.
Pero, ¿cómo se sienten o actúan los bahá’ís cuando piden perdón? Los escritos bahá’ís explican:
Cuando el pecador se halle completamente desprendido y liberado de todo, salvo de Dios, debe pedirle misericordia y perdón a Él. La confesión de los pecados y transgresiones ante los seres humanos no está permitida, ya que nunca ha conducido, ni jamás conducirá, a la clemencia divina. Por otra parte, esa confesión ante otra persona da como resultado la degradación y humillación de uno, y Dios —exaltada sea Su gloria— no desea la humillación de Sus siervos. Verdaderamente, Él es el Compasivo, el Misericordioso. El pecador debe, en su trato con Dios, implorar la misericordia del Océano de la misericordia, suplicar clemencia del Cielo de generosidad… – Bahá’u’lláh, Las tablas de Bahá’u’lláh.
Así que, desde la perspectiva bahá’í, no tenemos necesidad de buscar el perdón de ninguna otra alma; ni de un sacerdote, ni de un predicador, ni de un padre. De hecho, la confesión y la automortificación nunca han sido requeridas por Dios, a pesar de que varias religiones lo han añadido. Exigirlo es degradante y humillante, y ninguna de las dos cosas representa el deseo de Dios para nosotros:
¡OH HIJO DEL ESPÍRITU! Te he creado noble; sin embargo tú te has degradado a ti mismo. Elévate, pues, a aquello para lo que fuiste creado. – Bahá’u’lláh, Las palabras ocultas.
Sin embargo, a mí me costó mucho pedir perdón a Dios. Al principio traté de sentir lo que debía implicar aquel proceso de rogar, pero por más que intenté «pedir perdón» de esa manera, no encontraba una forma de hacerlo que me resultara natural.
No me malinterpreten. No es que piense que soy perfecta, ni mucho menos. Pero hace mucho tiempo descubrí que sentirme mal -incluso muy, muy mal- por mis acciones simplemente no ayuda. Sin embargo, cuando reconozco libremente y por voluntad propia algún aspecto indeseable de mi comportamiento personal, me resulta muy importante corregirlo. Mis motivaciones: el deseo de ajustar mis acciones más plenamente a los principios espirituales, de complacer a Dios, de encarnar más plenamente las virtudes divinas. Trato de convertirme en mi verdadero yo, amoldándome cada vez más a la imagen de mi Divino Creador.
Entonces es cuando el aspecto de pedir perdón realmente me llama la atención. Cuando realmente reconozco mis propias limitaciones y desarrollo un deseo interno de transformarme en cierto aspecto, en ese momento estoy completamente abierta a pedir perdón por las acciones pasadas, y especialmente a implorar la misericordia del Creador. Rechazo las limitaciones de mi pasado y deseo ascender más alto al cielo de las perfecciones divinas.
¿Pero qué hay de la «súplica «? Creo que he reaccionado a las connotaciones negativas de la propia palabra. Otros significados de la palabra «súplica» son «pedir fervientemente», «implorar» y «buscar».
Cuando desarrollado un reconocimiento de uno de mis defectos, ese reconocimiento actúa como un factor irritante interno. Cada vez que me sorprendo a mí misma pensando y actuando de esa manera, me encojo interiormente y me impaciento cada vez más por superarlo. En ese momento, mi deseo por cambiar se vuelve urgente. No puedo vivir con mi antiguo yo, y estoy dispuesta a suplicar para ser liberada de mi estado de inmadurez. Ahora estoy buscando alcanzar un estado superior de ser, pidiendo fervientemente convertirme en una persona diferente.
Normalmente me doy cuenta de algún defecto en mi carácter porque algún acontecimiento de mi vida lo hace evidente. Esto puede ocurrir como un acontecimiento aparentemente aleatorio en mi vida, pero cuando eso ocurre, soy cada vez más capaz de percibirlo como un momento de enseñanza, una oportunidad dada por Dios para el reconocimiento de una necesidad de más; de más sabiduría, de más conocimiento, de más paciencia, de más amor, y así la lista de virtudes espirituales continúa.
Pero a menudo también surge como consecuencia de mi período de devoción diaria; un momento especial de mi día que reservo para orar, leer y reflexionar sobre lo sagrado. En ese proceso, me planteo preguntas a mí misma para reflexionar en oración. Buscar la respuesta se convierte entonces en una búsqueda de mayor autoconocimiento y conciencia. Si la respuesta no es evidente de inmediato, entonces en mi corazón imploro a Dios una mayor guía e inspiración. Finalmente, la luz se abre paso y percibo la respuesta a mi petición.
A veces me doy cuenta de un problema cuando alguien me lo señala. Si esto se hace de forma cálida, sincera y cariñosa, siento una conexión con su opinión, y un deseo de reflexionar sobre ella. Pero, en general, hace falta ser un verdadero diplomático para hacer algo así sin ofender, por muy sincero que sea. De hecho, hace tiempo que se nos desaconseja criticar a los demás.
El Evangelio de San Mateo 7:3-5 nos advierte sobre esto, en un lenguaje apropiado para el carpintero que Cristo fue entrenado para ser:
¿Y por qué miras la paja (átomo o mota) que está en el ojo de tu hermano, pero no miras la viga (tabla) que está en tu propio ojo? ¿O cómo vas a decir a tu hermano: déjame sacar la paja de tu ojo, y he aquí que hay una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás claramente para sacar la paja del ojo de tu hermano.
Es sencillo imaginar cómo el tener una viga en mis ojos oscurecería casi toda mi visión. Sobre el mismo tema, en Juan 8, Cristo habla del antiguo castigo de lapidación, aconsejando «… el que esté libre de pecado que tire la primera piedra». Del mismo modo, Bahá’u’lláh nos animó:
… no agrandes las faltas de los demás para que tus propias faltas no parezcan grandes; y no desees la degradación de nadie, para que no se exponga tu propia degradación. – Las palabras ocultas.
A mí me parece un buen acuerdo; desde luego, no quiero que se expongan mis propios defectos. Pero hoy en día con demasiada frecuencia se alienta en las redes sociales a que reaccionemos a los defectos percibidos o incluso imaginados de los demás. La campaña #MeToo, por ejemplo, aunque tenía intenciones positivas, pretendía alcanzar sus objetivos nombrando y avergonzando a otros. Los populares programas de entrevistas y los reality shows a menudo emplean tácticas similares, en las que la audiencia puede disfrutar viendo cómo los demás se avergüenzan mientras sus propios defectos permanecen ocultos a la vista.
En cambio, debemos intentar animar a los demás. Las enseñanzas bahá’ís están repletas de referencias a la necesidad de alabar y elogiar a los demás, lo cual es claramente mucho más eficaz:
Nunca habléis desdeñosamente de otros, más bien alabad sin distinción. No contaminéis vuestras lenguas hablando mal de otros. Reconoced a vuestros enemigos como amigos, y considerad a aquellos que os desean el mal como desadores del bien. No debéis ver el mal como tal y luego acomodar vuestra opinión, pues tratar en forma suave y amable a alguien que consideraréis malo o enemigo es hipocresía, y esto no es loable ni permisible. Debéis considerar a vuestros enemigos como amigos, mirad a los que os desean el mal deseándoles el bien, y tratadles de acuerdo a ello. Actuad de manera tal que vuestro corazón esté libre de odio. – Abdu’l-Bahá, La promulgación de la paz universal.
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