Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
La vida humana en nuestro pequeño planeta no cambió tan drásticamente ni tan rápidamente hasta hace tan solo unos doscientos años.
A principios del siglo XIX, la mayoría de las personas en la Tierra vivían de la misma manera que durante los últimos dos milenios.
¿Tecnología? No tanto. El lento ritmo del progreso mecánico aún dependía de herramientas rudimentarias y metalurgia antigua. ¿Ciencia? En realidad, no: la ciencia acababa de comenzar a intentar comprender el mundo natural de manera integral; la palabra «científico» ni siquiera fue acuñada hasta la década de 1830. ¿Medicina? Probablemente te horrorizarías al saber lo que pasaba como medicina hace dos siglos, y también lo hacían sus víctimas. ¿Educación? La gran preponderancia, tal vez el 98%, de la gente del mundo trabajaba en la agricultura y no tenía ninguna educación formal. ¿Democracia? Difícilmente, solo un puñado de países permitieron el voto solo a los blancos terratenientes. El transporte moderno, la comunicación y la tecnología de la información rara vez ocurrían en los sueños más locos y de los más brillantes.
Luego vino la Revolución Industrial, la Era de la Información, el auge de la tecnología y el mundo cambió dramáticamente. En doscientos años, dimos un salto gigantesco de una existencia básicamente medieval a una posmoderna. La humanidad se revolucionó a sí misma. Las dinastías cayeron. Los viejos patrones de colonialismo, esclavitud y subyugación desaparecieron en gran parte. La educación se generalizó. La medicina moderna y la salud pública salvaron millones de vidas y duplicaron el promedio de vida humana. El transporte avanzó hacia la era del jet y luego nos catapultó al espacio. La ciencia prosperó; el almacén de conocimiento del mundo explotó; los seres humanos exploraron cada rincón del planeta; las democracias florecieron; un sistema de comunicaciones global se desarrolló; el mundo se encogió en un barrio virtual.
Pero ciertamente no hemos experimentado un progreso uniforme en todas las disciplinas o categorías. A pesar del enorme ritmo de cambio durante los últimos dos siglos, todavía nos aferramos a algunas ideas, instituciones y estructuras muy anticuadas. Tal vez lo más desconcertante es que la humanidad sigue aferrada a la idea de la nación-estado de la Revolución preindustrial del siglo XVIII.
Los estados nacionales modernos, definidos como gobiernos centrales soberanos con fronteras físicas, surgieron a fines del siglo XVIII con las revoluciones en Francia y América. Muchos historiadores argumentan que las naciones existían antes (los holandeses, los británicos, los alemanes, incluso los antiguos egipcios), pero esas primeras naciones parecían más como imperios, confederaciones de varios reinos y feudos, todos con fronteras cambiantes en lugar de fijas. Con el auge de la nación-estado moderna y sus territorios definidos y rígidamente defendidos, también vimos el surgimiento de antagonismos y batallas nacionales, que nos llevaron a los conflictos militares más destructivos de la historia humana, las dos guerras mundiales en la primera mitad del siglo XX.
Como una forma de unificar y proporcionar una identidad para las personas, el estado-nación hizo un trabajo aceptable durante unos cientos de años. Suplantó al tribalismo, a las ciudades y los reinos feudales cuando el mundo se contrajo, las distancias se redujeron, la tecnología avanzó y el gobierno participativo creció.
Pero hoy, aquel sistema anticuado, artificial, disfuncional e inherentemente conflictivo y bélico de estados-nación ha dejado de ser útil, de acuerdo con las enseñanzas bahá’ís:
El principio de la Unicidad de la Humanidad – eje en torno al cual giran todas las enseñanzas de Bahá’u’lláh- no es un mero brote de sentimentalismo ignorante o una expresión de esperanzas vagas y piadosas. Su llamamiento no ha de identificarse meramente con el renacer del espíritu de hermandad y buena voluntad entre los hombres, ni tampoco aspira tan solo a fomentar la colaboración armoniosa entre los pueblos y naciones. Sus implicaciones son más profundas, sus postulados mayores que cualquiera de los que se Les permitió presentar a los Profetas de antaño. Su mensaje se aplica no solo a la persona, sino que se refiere primordialmente a la naturaleza de las relaciones esenciales que deben vincular a todos los Estados y naciones como miembros de una sola familia humana. – Shoghi Effendi, El Nuevo Orden Mundial de Bahá’u’lláh, pág. 78.
Este principio general, la unicidad de la humanidad, desafía a todas las personas y a cada uno de nuestros líderes a reconocer y actuar en una nueva realidad: todos vivimos en un mismo mundo. Somos uno. Ya no podemos servir y administrar a miles de millones de personas y sus problemas y asuntos con una colección de cientos de países divergentes y sus ideologías políticas ineficaces y en conflicto. Es hora de unirnos. Shoghi Effendi, el Guardián de la Fe Bahá’í, continuó diciendo que este poderoso principio de la unidad de la humanidad:
…No constituye simplemente el enunciado de un ideal, sino que está inseparablemente vinculado a una institución capaz de encarnar su verdad, demostrar su validez y perpetuar su influencia. Implica un cambio orgánico en la estructura de la sociedad actual, un cambio tal como el mundo jamás ha experimentado. Constituye un desafío audaz y universal a la vez, a las gastadas consignas de los credos nacionales, credos que han vividos su día y que, en el transcurso normal de los sucesos, según lo forma y controla la Providencia, deben abrir paso a un nuevo evangelio, fundamentalmente diferente de lo que el mundo ha concebido hasta ahora e infinitamente superior a ello. Requiere nada menos que la reconstrucción y la desmilitarización del conjunto del mundo civilizado, un mundo orgánicamente unificado en todos los aspectos esenciales de su existencia, maquinaria política, aspiraciones espirituales, comercio y finanzas, escritura e idioma, y con todo, infinito en la diversidad de las características nacionales de sus unidades federadas. – Ibid., pág. 79.
En el mundo de hoy, donde la comunicación internacional, los viajes, el comercio y el intercambio ocurren a través de las fronteras nacionales cada milisegundo; donde el flujo y reflujo de la migración humana nunca cesa; donde nuestros conocimientos, habilidades, movilidad y longevidad se han extendido a niveles nunca antes vistos; y donde la libertad de expresión y los movimientos se han convertido en un lugar común para la mayoría de la población del planeta; el marco conceptual anticuado de la nación-estado y sus fronteras restrictivas solo pueden ofrecer a la humanidad un conjunto de conflictos, obstáculos y barreras obsoletos para su continuo crecimiento y desarrollo.
En cambio, los bahá’ís creen que ha llegado el momento de que todas las personas trabajen por un mundo unificado:
Este es un solo globo, una tierra, un país. Dios no lo divide en fronteras nacionales. Ha creado todos los continentes sin divisiones nacionales. ¿Por qué deberíamos hacer tales divisiones? Estas no son sino líneas y fronteras imaginarias. Europa es un continente; no está naturalmente dividido; es el hombre quien ha trazado las líneas y ha establecido los límites de los reinos e imperios. El hombre declara que un río es la frontera entre dos países, llamando a este lado francés y al otro alemán, mientas que el río fue creado para ambos y es una arteria natural para todos. ¿No es la imaginación y la ignorancia lo que impulsa al hombre a violar la intención divina y hacer de las mismas bondades de Dios causa de guerra, derramamiento de sangre y destrucción? Por tanto, todos los prejuicios entre los hombres son falseamientos y violaciones de la Voluntad de Dios. Dios desea la unidad y el amor. Ordena la armonía y el compañerismo. La enemistad es desobediencia humana. Dios mismo es amor. – Abdu’l-Bahá, La Promulgación a la Paz Universal, pág. 305.
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