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La comparación: el ladrón de la alegría

Kathy Roman | May 12, 2024

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Kathy Roman | May 12, 2024

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«La comparación es el ladrón de la alegría», dijo una vez Teddy Rosevelt. Mark Twain fue más allá cuando declaró: «La comparación es la muerte de la alegría».

La misma frase general ha sido escrita o pronunciada por muchos otros desde entonces, pero la idea general sigue siendo la misma. Cuando nos comparamos con los demás, perjudicamos a todos.

Ahora bien, todos sabemos que la comparación a veces puede tener aspectos positivos. ¿Qué hay de la comparación como parte saludable de la competitividad? En un sentido impersonal, cuando evaluamos nuestros puntos fuertes y débiles observando lo que es posible, podemos descubrir formas de mejorarnos a nosotros mismos. Un atleta puede observar los éxitos de otro para darse cuenta de lo que es posible y estimularse hacia la victoria. Las comparaciones en la sociedad tienen que ser observadas, de lo contrario, ¿cómo podríamos reconocer y trabajar para corregir los extremos de riqueza y pobreza o las injusticias perpetradas contra las minorías y las mujeres?

Pero no es a eso a lo que me estoy refiriendo aquí: estoy hablando de medirnos a nosotros mismos en comparación con otros individuos en nuestras vidas.

Cuando lo hacemos, tendemos a sentirnos menos o mejor que quien observamos. Cuando hacemos comparaciones de este tipo, no tenemos en cuenta la nobleza y el valor inherentes a cada individuo, que nunca están sujetos a comparación, como señalan las enseñanzas bahá’ís:

¡Oh hijo del Espíritu! Te creé rico, ¿por qué te reduces a la pobreza? Te hice noble, ¿por qué te degradas a ti mismo? De la esencia del conocimiento te di el ser, ¿por qué buscas esclarecimiento en alguien fuera de Mí? De la arcilla del amor te moldeé, ¿cómo puedes ocuparte con otro? Vuelve tu vista hacia ti mismo, para que Me encuentres estando firme dentro de ti, fuerte, poderoso y autosubsistente.

El otro día, mi hija entró en mi habitación. Mientras dejaba un montón de revistas sobre la estantería, me dijo: «Por favor, dona esto, mamá. Acabo de darme cuenta de que cada vez que las hojeo, no me siento tan bien conmigo misma».

Es una reacción bastante típica de la mayoría de las jóvenes, aunque no se den cuenta conscientemente. En su mayor parte, los medios de comunicación, incluidos los de gran audiencia y las redes sociales, se centran en cánones imposibles de belleza, riqueza y fama. ¿Quién no se sentiría mal? Si los anuncios nos hacen sentir lo suficientemente mal con nosotros mismos, es posible que nos sintamos más inclinados a comprar sus productos, con la esperanza de que nos hagan más bellos y deseables. ¿Quién no quiere eso? El problema es que por muy guapos, ricos y famosos que seamos, eso no es lo que le llega al alma, ni lo que nos da alegría, ni lo que constituye verdaderas relaciones de alma a alma.

Así que en lugar de compararnos con los demás, nos haríamos más sanos y felices centrándonos en lo que piensa Dios. Nuestro Creador es nuestro verdadero amigo, como escribió Bahá’u’lláh en Las palabras ocultas:

Los amigos mundanos, buscando su propio bien, aparentan amarse el uno al otro, en tanto que el verdadero Amigo os ha amado y os ama por vosotros mismos; de hecho, Él ha sufrido innumerables aflicciones por guiaros. No seáis desleales a semejante Amigo, más bien apresuraos hacia Él.

Renunciar a las comparaciones y aceptar lo que somos también permite apreciar a toda la humanidad. Después de todo, ¿diríamos que una flor es mejor que otra? Cada una tiene cualidades que admirar y disfrutar. En su libro «Zen Shin Talks», el monje budista japonés Ogui decía: «Una flor no piensa en competir con la flor de al lado. Simplemente florece».

Cuando nos comparamos con los demás, tendemos a devaluarnos o a sobreestimarnos. En ambos casos, las comparaciones pueden provocar un falso sentimiento de orgullo, o un rechazo de nuestra propia valía. Es mejor que nos quedemos en nuestro propio carril y nos centremos en convertirnos en la mejor versión posible de nuestro yo interior más noble. Bahá’u’lláh escribió:

¿No sabéis por qué os hemos creado a todos del mismo polvo? Para que nadie se exalte a sí mismo por encima de otro. Ponderad en todo momento en vuestros corazones cómo fuisteis creados. Puesto que os hemos creado a todos de la misma substancia, os incumbe, del mismo modo, ser como una sola alma, caminar con los mismos pies, comer con la misma boca y habitar en la misma tierra, para que desde lo más íntimo de vuestro ser, mediante vuestros hechos y acciones, se manifiesten los signos de la unicidad y la esencia del desprendimiento. Tal es Mi consejo para vosotros, ¡oh concurso de la luz! Prestad atención a este consejo para que obtengáis el fruto de la santidad del árbol de maravillosa gloria.

Ojalá hubiera hecho caso de ese sabio consejo más a menudo. Hace años asistí a un acto sobre el racismo. Había conocido a la ponente, una conocida autora y oradora pública, muchos años antes, cuando ambas formábamos parte de un grupo de jóvenes bahá’ís en el que estaban todos mis amigos más íntimos. Ahora, al verla y un poco asombrada por su merecido éxito, le comenté a mi amiga: «Vaya, la recuerdo de cuando éramos adolescentes. Veníamos literalmente del mismo barrio y de la misma época. Mira todo lo que ha conseguido desde entonces».

Lo único que hizo mi amiga fue asentir, así que mi mente calculó rápidamente la disparidad: ella estaba cambiando el mundo con su talento y notoriedad, mientras que yo luchaba algunos días para manejar los aspectos más mundanos de la vida. Empecé a sentirme muy pequeña e indigna.

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Mirando hacia atrás, si hubiera sido una verdadera amiga de mí misma, me habría detenido y cuestionado mi narrativa devaluadora; habría reconocido que estaba cometiendo el error de la comparación; habría sido más amable conmigo misma; y me habría dado cuenta de que, aunque nunca llegué a ser una activista o autora famosa, todavía tenía dones únicos que ofrecer al mundo y formas en las que podía servir. Entonces recordé la admonición de Abdu’l-Bahá en su libro El secreto de la civilización divina: «… el honor y distinción de la persona consisten en que, de entre toda la muchedumbre del mundo, se convierta ella en una fuente de bien social».

No fue la primera vez, y estoy segura de que no será la última, que caigo en la trampa de la comparación, y sí, siempre me roba la alegría, pero he empezado a darme cuenta antes cada vez. Cuando recuerdo que todos tenemos dones distintivos, como la hermosa descripción de Abdu’l-Bahá de las diferentes flores de un jardín, puedo concentrarme en hacer de mí misma la mejor versión posible:

Considerad las flores del jardín. Aunque difieren por su color, clase, forma y hechura, sin embargo, puesto que se refrescan en las aguas de un solo manantial, reviven por el aliento de un solo aire, se reconstituyen por los rayos de un solo sol, esta diversidad incrementa su encanto y abunda en su belleza. ¡Cuán desagradable resultaría a la vista que las flores, plantas, hojas y capullos, los frutos, las ramas y los árboles de ese jardín compartieran idéntica forma y color! La diversidad de matices, forma y hechura enriquece y adorna el jardín realzando su efecto. De igual manera, cuando se conjuntan diferentes tonalidades de pensamiento, temple y carácter bajo el poder e influencia de una sola agencia central, la belleza y gloria de la perfección humana se revelarán y harán manifiestas.

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