Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Imagina que conectas un enchufe a una toma de corriente, el aparato se pone en marcha y las turbinas giran. En mi caso, el aparato que se enciende es mi alma y la conexión es con el cosmos y la energía que lo alimenta, Dios y el Espíritu Santo.
Cuando se produce esa maravillosa sensación, ya no existe el tambaleo de partes dispares y mal encajadas en mi persona, sino el zumbido de la unidad y el conjunto, una sensación oceánica, una oleada sin fisuras que va más allá del propio órgano del cerebro, al menos en mis días buenos. Se siente como un giroscopio luminoso colocado en lo más profundo del pecho.
Cuando nuestras capacidades de conocer y de amar están unidas, constituyen este tipo de impulso y propósito, de ahí un impulso, una intencionalidad que define el núcleo de la conciencia humana.
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Las enseñanzas bahá’ís reconocen el poder y el potencial del impulso de conocer y amar. Bahá’u’lláh dijo que el Creador:
… optó por conferirle al hombre la singular distinción y capacidad de conocerle y amarle; una capacidad que debe necesariamente ser considerada el impulso generador y el objetivo primordial que sostiene la creación entera …
De hecho, estas dos capacidades representan una sola acción, formada por dos partes integradas, que comprenden una sola mente.
En efecto, como señala Hooper Dunbar en Forces of Our Time: «Bahá’u’lláh explica que el alma, la mente, el espíritu [y] el corazón son una sola cosa. No son ’más que una sola realidad’, pero se caracterizan con diferentes nombres según la función que desempeñan». Así pues, una mente orientada a la Fe bahá’í representa la disolución del pensamiento dicotómico por completo.
En este mismo sentido, el psicólogo y autor bahá’í Michael Penn, en su libro Our Common Humanity: Reflections on the Reclamation of the Human Spirit (Nuestra humanidad común: reflexiones sobre la recuperación del espíritu humano), define la mente bahá’í como algo distinto de los determinantes materiales, biológicos y químicos que dominan el pensamiento psicológico actual. Postula, por medio de Aristóteles y de las enseñanzas bahá’ís, una fuerza espiritual cohesiva organizadora en el universo. La calidad y el poder de esta fuerza, esta energía pura, están determinados por el grado de asociación unificadora, y de verdadero matrimonio, entre el amor y el conocimiento.
Así, la «fuerza única y unitaria» del espíritu humano participa en el Espíritu Santo, que impregna toda la creación y se manifiesta de forma variada en los ámbitos mineral, vegetal, animal y, finalmente, humano. El espíritu humano conecta al ser humano con Dios y crea así un efecto de pozo artesanal que riega la motivación para amar y conocer y, de hecho, anima todos los poderes internos y externos del hombre y, finalmente, según Penn, genera un «sentido psicológico del ’yo’» individual.
El escritor y filósofo bahá’í William Hatcher explicó cómo funciona este proceso:
Cuando respondemos apropiadamente a las insinuaciones de Dios hacia nosotros (reconociendo [a Bahá’u’lláh] y obedeciendo Sus leyes), entonces se establece una relación auténtica entre nosotros y Dios, y esta relación vertical se convierte en la base para establecer relaciones laterales auténticas entre nosotros y otros seres humanos. El desarrollo y la mejora de estas relaciones auténticas constituye, según lo ordenado por Dios mismo, la búsqueda de la Divinidad como valor moral supremo.
Tal esfuerzo espiritual localiza el campo de energía en la mente humana desarrollada, lo que Abdu’l-Bahá denominó el «emblema supremo de Dios«, que «figura en primer lugar en el orden de la creación y ocupa el primer puesto en rango, con precedencia sobre todas las cosas creadas«. Este esfuerzo, escribió Abdu’l-Bahá en El Secreto de la Civilización Divina, está integrado en el buen carácter, que, a su vez, se basa en la realización de los atributos espirituales, también conocidos como virtudes orientadas al servicio desinteresado:
Un buen carácter es, a los ojos de Dios y de Sus escogidos poseedores de perspicacia, la más excelente y elogiable cosa, pero siempre a condición de que su centro de emanación sea la razón y el conocimiento y su base se asiente en la verdadera moderación.
De esta manera, desarrollando conscientemente el espíritu humano y los finos rasgos de carácter que lo acompañan naturalmente, Abdu’l-Bahá dijo: “Éste es el eje de toda conducta, el medio con el que mantener en equilibrio todas las buenas cualidades del hombre”. Cuando crece de esta manera, la mente está preparada para expresarse en «los rayos deslumbrantes» del «poder celestial», para que “destellen impulsos cuasi-divinos desde la conciencia de la humanidad y este fuego divinamente encendido, que es la encomienda del corazón humano, nunca se apague”.
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La arquitectura espiritual de la mente bahá’í se vuelve entonces generativa, sus radios se extienden intelectualmente, emanando amor no exclusivamente abstracto o meramente objetivo, sino también personal y real. Lograrlo es desafiar la exclusividad de nuestros actuales modos científicos, hiperracionales e incorpóreos del quehacer humano para moderarlos, y hacer un lugar para la subjetividad iluminada, la totalidad de la personalidad y el amor. Esta mentalidad no es un sentimiento o una preferencia; es la sensación más profunda, confirmada, evidente y eléctrica de tener lo que las enseñanzas bahá’ís llaman un «alma racional», y la conciencia y el asombro de saber quién es uno verdaderamente en lo más profundo de su ser.
Dado que amar y conocer son inseparables en los escritos bahá’ís, debemos dar tanta importancia a la sustancia de la virtud como a la materia del conocimiento. Así, incluso el uso más ejecutivo de la mente nunca podrá borrar la dinámica del amor. Incluso la mente intelectual más perfecta no puede despojar al alma humana de su necesidad de amar y adorar, aunque la gente es libre de intentarlo.
Así pues, desde la intercontextualización dinámica de los principios bahá’ís, la mente bahá’í, en conjunción con la comunidad y las instituciones, puede convertirse en la poderosa agencia más capaz de restablecer la identidad espiritual personal en estos días y, en última instancia, de equilibrar el desbalance del mundo.
Cada uno de nosotros aporta sus propias manos, cabeza, corazón, ojos, oídos, piel, intuición, inteligencia, compasión, comprensión, memoria, sentimientos, fe, seguridad y timidez a ese enchufe de centrado y búsqueda de energía. Pero una vez dentro, uno adquiere una relación de trabajo entre el planeta y la persona, el ser y la biosfera, el amor y el conocimiento: estableciendo así una energía creativa compensatoria a nuestro mundo cruel y violento.
Este ensayo es una adaptación del libro recientemente publicado por Brad Miller, Sickness, Death, and Resurrection of Holden Caulfield, que puede solicitarse AQUÍ.
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