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Historia

¿Fueron Adán y Eva negros?

Russell Ballew | Dic 28, 2020

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Russell Ballew | Dic 28, 2020

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En el Génesis, la historia de Adán y Eva representa la lucha humana por concebir la virtud mediante el fruto del conocimiento del bien y del mal. Los bahá’ís ven la historia de la creación en la Torá como algo alegórico y simbólico, no literal, pero si fuera literal, ¿habría sido Adán y Eva de África?

Veamos los símbolos. El conocimiento libera al hombre del útero de la ignorante felicidad hacia el rigor de las responsabilidades y consecuencias de la vida. Reflexionar sobre la parábola de Adán y Eva nos da una visión de la lucha del corazón primordial, subordinando el insistente yo a la luz de la guía divina.

Así que simbólicamente, el Jardín del Edén representa la matriz del potencial humano. Eva es el regalo de la conciencia humana. La serpiente representa los impulsos del yo.

En la Torá, Dios le dice a Eva: «Haré que tus dolores de parto sean muy severos; con un parto doloroso darás a luz a los niños». Esta alegoría nos muestra que las virtudes se gestan y evolucionan a través de un minucioso proceso de aprendizaje. Adán y Eva aprenden que ser bueno y desarrollar un carácter excelente requerirá el dolor de la conciencia y esfuerzo.

Lucy, el fósil humano más antiguo fue
encontrado en África

La historia de la creación de Adán y Eva relata esa lucha. Si creemos en la ciencia -y las enseñanzas bahá’ís dicen que la ciencia y la religión coinciden- entonces sabemos que los fósiles humanos más antiguos se han encontrado en el Valle del Rift en África; y el ADN mitocondrial más antiguo de nuestro código genético humano se remonta a un pequeño grupo de mujeres africanas. Los científicos han demostrado de forma concluyente que nuestros antepasados, las madres de toda la raza humana, eran africanas.

¿Qué prueba esto? Bueno, desde una perspectiva, podemos ver que gradualmente, dolorosamente, a través del ardiente crisol de prueba y error, los individuos y las sociedades evolucionan, tanto física como espiritualmente. La humanidad ha recorrido un largo camino desde nuestra creación, evolucionando a través de múltiples etapas de crecimiento y desarrollo.

Considere la emergente conciencia de la unidad de la humanidad. Hemos hecho progresos extraordinarios en los últimos cien años; sin embargo, esto ha llegado a un alto costo de sufrimiento humano.

En agosto de 1914, el mundo ardió en las desastrosas consecuencias de las nociones falaces de supremacía nacional: la Primera Guerra Mundial mató a 9,7 millones de soldados y 6,8 millones de civiles. Y esto fue solo el primer paso; otros 50 – 80 millones perecieron en la Segunda Guerra Mundial.

Si la medida de nuestro progreso es la disminución estadística del conflicto armado mundial, hemos madurado. Si medimos nuestro progreso por la disminución de la adopción popular de dogmas de supremacía racial y nacional, hemos avanzado.

Con el tiempo, nuestra capacidad de reflejar los atributos de Dios individualmente y como sociedad se ha fortalecido – como prueba, solo den un vistazo a nuestra diversidad. Tenemos más pueblos diversos viviendo en estrecha proximidad en más lugares que en cualquier otro momento de la historia de la humanidad. Estamos aprendiendo a hacer que funcione, hasta un punto que habría confundido a nuestros antepasados.

Las enseñanzas bahá’ís dicen que la humanidad es una sola, y el hecho de encontrarnos más íntimamente asociados con cada década que pasa muestra que la gente está evolucionando hacia esa realidad.

Con el continuo y rápido crecimiento y difusión de la familia humana sobre la Tierra, la capacidad de cumplir con nuestro potencial se eleva a un imperativo, para que no volvamos a las devastadoras conflagraciones del siglo XX. Podemos esperar razonablemente, si continuamos madurando en nuestra apreciación de la diversidad, que podríamos progresar a grados cada vez más altos de paz y prosperidad.

Para los bahá’ís, este progreso depende de nuestro reconocimiento y aceptación de nuestro origen espiritual y nuestra unidad. Bahá’u’lláh, el profeta y fundador de la fe bahá’í, escribió:

Sobre la realidad del hombre, sin embargo, Él ha concentrado el esplendor de todos sus nombres y atributos y ha hecho a ésta un espejo de su propio Ser.

Reflejar la imagen de Dios latente en nuestro interior comienza con volverse hacia Dios, enamorarse de sus características e incorporar la guía de Dios en nuestras vidas. Cuando eso sucede personalmente podemos florecer; y cuando una sociedad se esfuerza colectivamente por mantener los estándares divinos las comunidades florecen. Como señalan las enseñanzas bahá’ís, esto no tiene absolutamente nada que ver con el color de la piel:

Describamos ahora más específicamente cómo es que él es la imagen y semejanza de Dios y cuál es la pauta o el criterio por los cuales puede ser juzgado y estimado. Esta pauta no puede ser otra que las virtudes divinas, las cuales son reveladas en él…

Si un hombre posee riquezas, ¿podemos llamarlo una imagen de Dios? ¿O son el honor y la notoriedad humanos el criterio de la divina cercanía? ¿Podemos aplicar la prueba del color racial y decir que el hombre que sea de un cierto matiz – blanco, negro, moreno, amarillo, rojo – es la verdadera imagen de su Creador? Debemos inferir que el color no es la pauta y estimación de juicio y que no tiene importancia, pues el color es un accidente de la naturaleza. El espíritu y la inteligencia del hombre es lo esencial, y eso es la manifestación de las divinas virtudes, las misericordiosas dádivas de Dios, la vida eterna y el bautismo mediante el Espíritu Santo.

La unidad de la humanidad es el regalo de Dios para este siglo XXI iluminado y cada vez más entrelazado; una culminación necesaria de la promesa incrustada en la alegoría de Adán y Eva como los primeros progenitores de la humanidad. Sin importar su color, todos venimos de su unión simbólica.

En los próximos artículos exploraremos este regalo y el requisito imperativo de su adopción mundial.

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