Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
«La guerra es la locomotora de la historia», afirmaba León Trotsky, uno de los artífices de la Revolución Bolchevique que derrocó a la monarquía zarista en Rusia, estableciendo el primer gobierno comunista del mundo en 1917.
Lamentablemente, muchas pruebas apoyan la deprimente afirmación de Trotsky. Incluso la humilde cremallera, utilizada para unir piezas de ropa, surgió de la necesidad de hacer uniformes más eficientes y fáciles de llevar para los soldados de la Primera Guerra Mundial.
Los principales avances impulsados por la guerra han sido:
Las computadoras, introducidos por primera vez en Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial para descifrar los códigos militares alemanes.
La penicilina, el primer antibiótico de producción masiva, creado para evitar que las enfermedades causadas por las heridas mataran a los soldados durante la Segunda Guerra Mundial.
El radar, un sistema de detección de movimiento que utiliza ondas de radio para calcular la ubicación y la velocidad de los objetos -especialmente de los aviones-, se inventó como medio para rastrear las formaciones de bombarderos alemanes durante esa guerra.
Hubo un tiempo en que la guerra parecía más manejable. Federico el Grande, el emperador de Prusia de 1740 a 1786, podía presumir con razón de que, cuando dirigía sus tropas a la batalla, los comerciantes y mercaderes de su país «no debían saber ni preocuparse».
El problema de la guerra es que, con el paso del tiempo, se ha vuelto más eficaz en matar a un número cada vez mayor de personas, como señalan las enseñanzas bahá’ís:
Hoy, la más grande catástrofe en el mundo de la humanidad es la guerra… Los instrumentos de guerra y muerte se han multiplicado e incrementado a un grado inconcebible, y la carga del mantenimiento militar abruma con impuestos las diferentes naciones más allá de lo tolerable. Ejércitos y armadas devoran los bienes y posesiones del pueblo; el pobre trabajador, los inocentes y los desvalidos son forzados por los impuestos a proveer municiones y armamento para gobiernos resueltos a conquistar territorios y a defenderse contra naciones rivales y poderosas. No existe ordalía mayor y más funesta que la inminencia de guerra para esta humanidad de hoy. Por tanto, la paz internacional es una necesidad crucial.
Estas palabras de Abdu’l-Bahá, extraídas de un discurso que pronunció en Montreal (Canadá) en 1912, precedieron en dos años a la Primera Guerra Mundial. Aproximadamente 40 millones de soldados y civiles murieron durante la Primera Guerra Mundial, de 1914 a 1918.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, esa cifra había aumentado hasta 85 millones de personas, aproximadamente el 3% de la población mundial en 1940.
Los expertos estiman que una guerra nuclear a gran escala exterminaría a unos mil millones de habitantes del planeta, aproximadamente el 13,5% de toda la población mundial.
Así pues, debería ser obvio que tenemos que poner fin a la guerra antes de que la guerra acabe con nosotros. Pero, ¿cómo podemos hacerlo?
Se han hecho algunos esfuerzos impresionantes, aunque inútiles. Tras el masivo y espantoso derramamiento de sangre causado durante la Primera Guerra Mundial, las naciones de Europa celebraron una conferencia de paz que dio lugar a la formación de la Sociedad de Naciones. Este organismo internacional -creado para prevenir la guerra y promover la paz mediante una serie de tratados y acuerdos entre sus naciones miembros- albergaba la esperanza de la paz.
Sin embargo, sus objetivos se vieron frustrados por el ascenso del fascismo en Europa durante las décadas de 1920 y 1930 y porque sus naciones democráticas miembros se negaron a poner en peligro sus relaciones comerciales aplicando sanciones económicas contra la Italia fascista y, posteriormente, la Alemania nazi.
La Liga se derrumbó después de que Italia, Alemania y Japón se retiraran de la misma y de que Alemania invadiera Polonia en 1939.
Luego, tras la carnicería de la Segunda Guerra Mundial, se hizo otro intento de crear e imponer la paz mundial, la Organización de las Naciones Unidas. Este organismo ha tenido una historia mucho más larga y eficaz, y algunos de sus organismos, como el Banco Mundial, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación y la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), han realizado una labor duradera e importante.
Pero la ONU no ha sido capaz de detener la proliferación de armas nucleares, y solo ha tenido un éxito limitado y temporal en la negociación de acuerdos para evitar la propagación de la guerra.
Lo que nos lleva al corazón del problema: la paz no puede lograrse mediante tratados solemnes o pactos formales. Estos se han probado repetidamente y han fracasado. Solo funcionan mientras a todas las partes les interese adherirse a los términos.
A lo largo de la historia, muchas naciones han estado dispuestas, incluso deseosas, de desechar acuerdos penosamente elaborados si creían que podrían obtener ventajas políticas haciendo la guerra.
Por tanto, si la elaboración de acuerdos formales solemnes no funciona, debemos reexaminar la razón de ser de ese proceso. Ese razonamiento en el pasado, que la paz es necesaria porque beneficia el bienestar y el interés público de los países del mundo, no ha sido suficiente. El resultado: la guerra.
El error fundamental, considerar la paz como una condición impulsada por factores políticos, económicos o sociales, debe ser rectificado. Aunque hay algo de verdad en ese razonamiento, el establecimiento de una paz justa y duradera depende de mucho más que de circunstancias diplomáticas, financieras y de interés público positivas.
Lo que ha faltado en el deseo de establecer la paz ha sido cualquier impulso espiritual primordial o énfasis religioso en la armonía humana.
A diferencia de cualquier otra fuerza social del mundo, la religión tiene un misterioso poder que no comprendemos -y quizá no podamos comprender- para influir en el comportamiento humano de forma positiva y persuadir a sus adeptos para que actúen de forma desinteresada por la mejora de la humanidad.
La contribución de la Fe bahá’í a este proceso se centra en su reconocimiento y aceptación fundamentales de la unidad de la humanidad, de modo que ningún grupo de personas, ya sea racial, étnico, religioso o nacional, puede considerarse superior a ningún otro grupo de personas.
Además, las enseñanzas bahá’ís se centran en la necesidad imperiosa de acabar con la creciente desigualdad económica en el mundo. La disparidad económica fomenta la inestabilidad y desencadena la volatilidad, ambas causas principales de la guerra.
Por último, la Fe bahá’í rechaza el nacionalismo, esa doctrina anticuada, equivocada y paralizante que perpetúa el mito de que el país natal de uno es superior a todos los demás. Los bahá’ís saben que el nacionalismo simplemente no tiene cabida en el mundo actual, en el que las interconexiones entre naciones y regiones son cada vez más fuertes.
Por muy importante y vital que sea implantar firme y permanentemente estas nuevas doctrinas en la conciencia colectiva de la humanidad, la única manera de hacerlo es que sean aceptadas y adoptadas de forma individual por la gran mayoría de los residentes de este planeta.
A principios del siglo XX, Abdu’l-Bahá advirtió:
La paz debe establecerse primero entre los hombres, hasta que al final conduzca a la paz entre las naciones. Por consiguiente, oh bahá’ís, esforzaos todo cuanto podáis por crear, mediante el poder de la Palabra de Dios, genuino amor, comunión espiritual y lazos perdurables entre las personas. Ésta es vuestra tarea.
En cuanto a que la guerra inspire la innovación humana, tendremos que encontrar otra forma de expresar nuestra creatividad. El hecho de que ya no tengamos que recurrir a la guerra contribuirá en gran medida a lograr ese objetivo.
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