Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Una cosa es cierta: todo ser humano llega a este mundo en un cuerpo desnudo y frágil. Después de este nacimiento físico, un recién nacido necesita desesperadamente de otros para poder sobrevivir.
Afortunadamente, la ayuda suele estar esperándolo muy de cerca. Este recién llegado posee la promesa de desarrollarse física, emocional e intelectualmente, ser educado, alcanzar la autosuficiencia y convertirse en un miembro productivo de la sociedad. Luego, después de una vida aquí en este plano de existencia, la muerte seguramente llega, a veces de forma inesperada. Ese ciclo de vida nos define a todos.
Pero también existe otro tipo de nacimiento.
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De todas las religiones, el cristianismo hace especial hincapié en este segundo nacimiento. Según Juan, Jesús dijo: «El que no nazca de nuevo, no puede ver el Reino de Dios». Jesús también dijo: «Lo que nace de la carne es carne, y lo que nace del Espíritu es espíritu». Estos dichos sugieren que cada ser humano tiene dos realidades: la física y la espiritual. A través de nuestro nacimiento físico entramos en este mundo temporal, pero para acceder a una realidad más eterna, a la existencia que muchas religiones diferentes llaman el reino de Dios, necesitamos experimentar un nacimiento espiritual.
Las enseñanzas bahá’ís dicen que el reino de Dios se refiere a un mundo más allá del físico. En una charla que dio en Nueva York en 1912 Abdu’l-Bahá dijo: “Por consiguiente, debe prepararse en este mundo, para la vida del más allá. Lo que necesite en el mundo de ese reino debe obtenerlo aquí”.
Todos necesitamos experimentar esta transformación básica para condicionarnos para el otro mundo, al igual que en el vientre materno nos transformamos de una célula única a un bebé en preparación para este mundo.
Nacer espiritualmente implica tomar conciencia de que nuestra existencia no es solo física. Los que han experimentado esta dimensión espiritual comprenden que su existencia se ve altamente favorecida cuando viven según las leyes espirituales, y no solo por los dictados de los impulsos físicos y sociales. El punto más alto de esta conciencia es reconocer que un Ser supremo, llamado Dios o Alá o Yahvé, creó el universo. Cuando se produce un renacimiento, nuestro espíritu interior debe desarrollar una relación con este Poder Supremo para su propio crecimiento y desarrollo.
El nacimiento físico simplemente ocurre. Nadie nos pide permiso. Los padres son seleccionados para nosotros. El color de nuestra piel, nuestra formación religiosa (o la falta de ella) y nuestro país de origen nos son impuestos. Muchas características buenas y no tan buenas vienen con este paquete. Tenemos que trabajar con lo que tenemos.
Sin embargo, tenemos más control sobre nuestro nacimiento espiritual. Algunos de nosotros tomamos conciencia de nuestra existencia espiritual a una edad temprana, y algunos mueren siendo ateos. Pero para beneficiarnos de todo lo que ofrece la vida espiritual, tenemos que comprometernos firmemente con su progreso.
Sobre el concepto de renacimiento, Abdu’l-Bahá dio una hermosa explicación en el libro Contestaciones a unas preguntas:
Las recompensas de esta vida son las virtudes y perfecciones que adornan la realidad de la persona. Por ejemplo, siendo la persona oscura, logra ser luminosa; siendo ignorante, tórnase sabia; siendo negligente, llega a ser atenta; estando dormida, se despierta; estando muerta, vuelve a la vida; encontrándose ciega, llega a ver; siendo sorda, llega a oír; siendo mundana, llega a ser celestial; siendo material, se vuelve espiritual. Por medio de estas recompensas, nace espiritualmente, y llega a ser una nueva criatura. Se convierte en la manifestación del versículo del evangelio que dice, refiriéndose a los discípulos que «no han sido engendrados de sangre, de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”. Lo que viene a significar: fueron librados de los rasgos animales, propios de la naturaleza humana, para ser investidos con los atributos divinos, que son la munificencia de Dios. Tal es el significado del segundo nacimiento.
¿Qué hacer con este conocimiento? Pues esta comprensión puede hacer que la vida se convierta en una experiencia maravillosa. Con ella, uno puede sortear las olas de las dificultades que la vida nos lanza. Da sentido a la existencia más allá del ámbito físico. Nos ayuda a reconocer que, cuando morimos, la vida no termina, sino que continúa por toda la eternidad. Sin esta comprensión, la vida es solo el aquí y el ahora.
Encontrar a Dios es un viaje personal, y nuestras experiencias en el camino son tan únicas como nosotros. Por ejemplo, mi amigo de Alberta (Canadá) estaba contemplando un paisaje majestuoso cuando de repente se dio cuenta de que un Poder Supremo debía haber creado todo lo que veía. Ese fue su momento de despertar. Investigó muchas religiones y finalmente se hizo bahá’í.
Mi propia experiencia fue diferente. A los quince años, llegué a la conclusión de que Dios no existía. Unos años más tarde, conocí la Fe bahá’í, aunque en aquel momento tenía muy pocas ganas de una religión. En 1969, me fui de mi lugar de nacimiento, Mauricio, a Pakistán para estudiar. En Karachi entré en contacto con los bahá’ís, que fueron amables y hospitalarios. Nueve meses después, cuando decidí dejar Pakistán y dirigirme a Europa por carretera, un bahá’í me sugirió que me pusiera en contacto con los bahá’ís en el camino. Me pareció una buena idea y acepté inmediatamente. Durante mis viajes por Europa, siempre estuve en contacto con los bahá’ís y participé en actividades siempre que me fue posible. En 1971, llegué a Toronto y me di cuenta de que formaba parte de esta religión, aunque seguía sin creer en Dios.
Sabiendo que la religión trata fundamentalmente de una relación entre el alma y Dios, me sentí hipócrita al llamarme bahá’í. Inmediatamente después de esta constatación, comencé mi búsqueda de Dios. Tras unos meses de reflexión, llegué a la misma conclusión que cuando tenía quince años: no existe Dios. Me desanimé y me pregunté si había hecho algo mal. Entonces llegó la respuesta. Estaba usando mi mente para satisfacerme lógicamente sobre la existencia de un Ser espiritual. No fue hasta más tarde, en una reunión de oración, que mi enfoque cambió. Empecé a usar mi corazón para sentir la presencia del Todopoderoso. Con fe, tuve que dar el primer paso y, efectivamente, la conciencia espiritual me llegó poco a poco.
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Estas dos historias demuestran que es más fácil recurrir a la ayuda divina que marcar el 911. En el Corán se dice: «A quien se esfuerce por nosotros, le guiaremos por nuestros caminos, porque Dios está con los que hacen el bien».
Durante este segundo nacimiento, tiene lugar algo aún más profundo que el despertar inicial: el Espíritu Santo, una señal que indica al alma de una existencia superior, conmueve tu alma. Este es el momento en que comienza una verdadera vida espiritual. Con esta interacción directa entre un alma dispuesta y el Espíritu Santo, comienza un nuevo viaje para ver y reflejar la Belleza de Dios.
A los primeros bahá’ís, Bahá’u’lláh les dijo:
… vosotros sois los primeros en ser creados de nuevo por Su Espíritu, los primeros en adorarle y arrodillarse ante Él, los primeros en rodear Su trono de gloria. ¡Juro por Quien Me ha hecho revelar todo lo que Le ha placido! Sois más conocidos a los habitantes del Reino de lo alto que a vosotros mismos.
Para los que han experimentado un nacimiento espiritual, la vida se eleva a un plano superior de existencia. Pero el momento más glorioso de este viaje es cuando el Espíritu Santo, el más elevado de todos los espíritus de la creación, toca el alma. En esta etapa el alma es recreada y vive en una relación íntima con Dios. Al igual que muchos están dispuestos a ayudar a un recién nacido, el reino espiritual está esperando para acudir en ayuda de un alma que busca, si solo lo pide.
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