Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Hace muchos años, me invitaron a dar una conferencia en una importante universidad europea. En mi calidad de profesor, ya había estado delante de estudiantes de posgrado dando conferencias en prestigiosas universidades. Pero esto era diferente.
¿Por qué? En este caso, entre el público se encontraban varios profesores de prestigio internacional.
La noche anterior a mi presentación me sentí repentina y abrumadoramente superado por mi propia incompetencia. Toda mi confianza en mí mismo se esfumó. Me di cuenta de que me sentía como la encarnación viva del «Principio de Peter»: la idea de que las personas en cualquier jerarquía estructurada tienden a ascender a un nivel de fracaso e incompetencia, porque son promovidas en función de su éxito en trabajos anteriores. Finalmente, sin embargo, ese último ascenso significa que han alcanzado un nivel en el que ya no son buenos en lo que hacen.
«Ese soy yo», me desesperé, «el clásico ejemplo del Principio de Peter».
Yo venía de circunstancias humildes, me crie en la casa pobre del condado durante mis primeros ocho años. En mi primer día de escuela descubrí que era verdaderamente pobre. Mis compañeros de clase se burlaron de mis zapatos rasgados con los cordones rotos y de mi abrigo andrajoso al que le faltaban algunos botones.
Ahora sentía la misma vergüenza e indignidad que había sentido entonces.
En ese momento ya no deseaba serlo: me sentía como si no fuera nada, y literalmente quería morir. Pero mientras me arrodillaba en oración junto a mi cama, algo surgió de fuera de mi conciencia y me cubrió como un manto blanco como la nieve de puro amor, un amor que nunca había experimentado, pleno e incondicional.
En ese momento acudió a mí un mantra: «No soy nada. No tengo nada. No seré nada, salvo que Tú me asistas. Me acepto a mí mismo. Acepto a los demás. Acepto a Bahá’u’lláh».
Mientras repetía este nuevo mantra, lágrimas de pura alegría fluyeron por mis mejillas. ¡Era amado! ¡Amado!
En ese momento comprendí el significado del pasaje místico que una vez había leído y meditado en los escritos bahá’ís: “Vuelve tu vista hacia ti mismo, para que Me encuentres estando firme dentro de ti, fuerte, poderoso y autosubsistente”.
Escrito por Bahá’u’lláh, el profeta y fundador de la Fe bahá’í, ese pasaje utiliza la palabra «Me» en mayúsculas para representar a Dios mismo. Se refiere a la esencia sagrada de nuestros espíritus interiores, y al contemplarlo me sentí elevado a un nuevo sentido de mi verdadero ser.
Ya no era necesario que yo fuera algo que sentía que no podía alcanzar o medir. En cambio, podía ser un canal para un Poder Superior que hablara a través de mí. En cuanto acepté esto, un pasaje de una oración escrita por un bahá’í llamado George Townshend inundó mi mente y mi corazón: «Oh, Dios, haz de mí una caña hueca, de la que la médula del yo haya sido arrancada para que pueda convertirme en un canal despejado a través del cual Tu Amor pueda fluir hacia los demás».
Hasta altas horas de la noche oré: “…una oración que se eleve por encima de las palabras y las letras y trascienda el murmullo de las sílabas y los sonidos, para que todas las cosas se fundan en la nada ante la revelación de Tu esplendor”.
A la mañana siguiente, me presenté ante mi audiencia lleno de una confianza que no nacía del ego, sino de la confianza total en ese Poder Superior. Ahora sabía que Dios me amaba más allá de toda comprensión, y que me apoyaría.
Miré a los rostros de mi audiencia. Proyecté amor a todos los que estaban allí; realmente los amaba a todos.
Mi charla fue muy bien recibida. Pero no me atribuyo nada. Ni siquiera recuerdo todo lo que dije. Quizás en esos momentos yo había sido esa caña hueca.
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