Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
De tiempo en tiempo algunas personas han afirmado que tenían una relación muy especial con Dios, que habían sido elegidos por Él para servirle de portavoces, y a esa misión se dedicaban totalmente hasta sacrificar sus vidas. Para Ellos era una experiencia ineludible, con una honda repercusión en algunos de sus coetáneos. Ese convencimiento o fe se ha transmitido de unos a otros a lo largo de los siglos, originando las grandes corrientes religiosas, tan decisivas en la evolución humana.
Por ejemplo, Abraham sintió una llamada superior a Él que Lo impulsaba a dejar su tierra y viajar hacia otra. Esa misma voz interior Le prometió que sería padre de muchas gentes; todos los judíos, los árabes, y aun otros pueblos, se consideran sus descendientes.
Siglos más tarde, Moisés vio una zarza que ardía sin consumirse; en ella escuchó una voz de alguien que se definió como “Yo Soy el que Soy” y que Le obligó, pese a sus reticencias, a sacar del país a todo un pueblo de esclavos. También les fue difícil obedecer esa voz interior a los profetas del pueblo judío como Amós, Isaías o Jeremías.
Otra voz semejante se oyó sobre Jesús en el río Jordán. El Espíritu de Dios Lo impulsó a retirarse en el desierto y a dedicar el resto de su vida a enseñar que somos hermanos y que Dios es nuestro Padre. Siendo un simple artesano, pronunció palabras de sabiduría que han servido de guía para millones de personas y han promovido el arte y el pensamiento de la cultura occidental.
También Muhammad (conocido como Mahoma) sintió esa voz interior del Espíritu, contra el que quiso resistirse y no pudo. Muhammad revelaba lo que oía, y, gracias a sus palabras, pueblos enteros se vieron transformados, haciendo que las ciencias y las artes avanzaran rápidamente.
En la misma línea profética se ha de considerar a Bahá’u’lláh (1817-1892), cuyo nombre significa “Gloria de Dios”, y que es aceptado como una nueva etapa en la revelación de Dios por varios millones de hindúes, budistas, zoroastrianos, judíos, cristianos y musulmanes, así como por gentes de más de dos mil etnias diferentes. En una oscura mazmorra de Teherán oyó la voz de Dios que Le llamaba a transmitir un mensaje de unidad para los hombres de nuestra época. Como los fundadores de las grandes religiones del pasado, Bahá’u’lláh habló de Dios y reveló las orientaciones divinas que necesitamos para convivir en paz y ser así felices. Con estas palabras expresa el porqué de la existencia del hombre y del universo:
“Habiendo creado el mundo y todo lo que en él vive y se mueve, Él, por la acción directa de Su libre y soberana Voluntad, optó por conferirle al ser humano la singular distinción y capacidad de conocerle y amarle; una capacidad que debe necesariamente ser considerada el impulso generador y el objetivo primordial que sostiene la creación entera”- Pasajes de los Escritos de Bahá’u’lláh, XXVII.
El fin de toda la creación, por tanto, es que los seres humanos puedan conocer y amar a Dios. Esta es la clave de la existencia enseñada por las religiones. Y el Fundador de cada religión ha sido llamado por Dios mismo para manifestarse a los hombres y que pudiéramos conocerle a Él. Cada uno de Ellos se ha expresado de acuerdo a la mentalidad de los hombres a los que se dirigía. Como el agua se adapta al recipiente, así la revelación de Dios se ha vestido de los conceptos humanos propios de la época. A través del animismo, del politeísmo hindú, del silencio sobre Dios en el budismo, del Bien y el Mal de Zoroastro, del Yahvéh de Moisés o del Padre de las parábolas de Cristo, la humanidad ha ido dando distintos pasos que le podían llevar a esa realidad profunda e inaccesible que llamamos Dios.
Bahá’u’lláh, el más reciente portavoz de Dios, habla de Él como la Esencia incognoscible e imperecedera, el Gran Ser, el Ser divino inmensamente elevado por encima de todo atributo humano, el que Subsiste por Sí Mismo, el Absoluto, el Invisible, el Incomparable.
Aunque hemos sido creados a su imagen y semejanza, es tan distinto de nosotros que todos los atributos que se Le han aplicado a lo largo de los siglos no son más que formas muy humanas, y por supuesto inadecuadas, de describirle. Siguiendo el método de las almas místicas y religiosas, Bahá’u’lláh recurre a los atributos negativos para expresar que Dios no tiene ninguna de nuestras limitaciones: «es ilimitado, infinito, invisible, incomparable, incognoscible…». También Lo describe con las mejores cualidades humanas, elevándolas a un grado totalmente distinto y superior: «el Todo Misericordioso, el Benéfico, el que siempre perdona, la Belleza Eterna, el Omnisciente, el Sapientísimo, el Omnipotente, el Soberano Protector, el Soberano Señor de todo, el Bienamado de todos los mundos, el Todo Glorioso…” – Ídem, XIV-XVII.
En realidad, esos atributos son propios de Dios y nosotros no somos más que un reflejo. Pero es la única forma de hacernos cierta idea de cómo son en su fuente original. La bondad, el conocimiento y la justicia aplicados a Dios no son más que conceptos para aproximarse remotamente a Sus atributos, muy distintos de nuestra forma de amar, de conocer o de aplicar justicia.
Si tuviéramos que describir a un ciego el más hermoso amanecer o a un sordo la mejor de las sinfonías, nos desharíamos en expresiones de admiración y buscaríamos comparaciones con lo percibido por otros sentidos. No hay duda de que nuestra descripción sería totalmente inadecuada. Nada puede sustituir a la experiencia de ver un amanecer u oír una sinfonía. Lo mismo nos pasa con Dios, a quien no se puede definir ni describir, sino solo vivenciarlo con las potencias más íntimas de nuestra alma. Los grandes místicos se han quedado cortos en palabras y a lo más que han llegado es a expresar la vaciedad total de uno mismo, el sentirse como la nada absoluta invadida por la plenitud del Ser. Dios es el que realmente es, el que se manifestó a Moisés como “El que Soy”.
El místico Juan de la Cruz describía al Amado como una llama de amor viva, como lámparas de fuego que dan calor y luz. Bahá’u’lláh utiliza un símil del mundo físico del que podríamos hallar antecedentes en otras religiones: Dios es el Sol de la Realidad que irradia calor y luz, la fuente espiritual de todo amor y conocimiento, el astro central del universo. No nos ha creado para que suframos, ni nos castiga por nuestra conducta. Dios nos da la vida y todo aquello que puede hacernos felices. En nuestras manos está el abrirnos a Su influencia y beneficiarnos de ella.
“¡Oh Hijo del Hombre! Amé tu creación, por eso te creé. Por tanto, ámame para que mencione tu nombre y llene tu alma con el espíritu de la vida”.
“¡Oh Hijo del Ser! Ámame, para que yo te ame. Si tú no Me amas, Mi amor no puede de ningún modo alcanzarte. Sábelo, oh siervo” – Palabras Ocultas de Bahá’u’lláh en árabe, 4 y 5.
Pero ese Sol espiritual está más allá de toda comprensión humana. Bahá’u’lláh afirma que Dios es y seguirá siendo siempre incognoscible. Cualquier palabra que el pensamiento humano pueda atribuir a la naturaleza divina está relacionada solo con la existencia humana y es producto de los esfuerzos humanos por describir nuestra experiencia sobre aquella Realidad que nos desborda.
“Es evidente para todo corazón perspicaz e iluminado que Dios, la Esencia incognoscible, el Ser divino, es inmensamente excelso por encima de todo atributo humano, tal como existencia corpórea, ascenso y descenso, salida y retorno. Lejos está de Su Gloria el que la lengua humana pueda referir apropiadamente Su alabanza, o que el corazón humano pueda comprender Su misterio insondable. Él está, y siempre ha estado, velado en la antigua eternidad de Su Esencia, y permanecerá en Su realidad eternamente oculto a la vista de todos”- Pasajes de los Escritos de Bahá’u’lláh, XIX.
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