Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Dos declaraciones del organismo rector mundial de la Fe bahá’í, la Casa Universal de Justicia, dejan claro el reto al que se enfrenta el mundo hoy en día:
No es sólo bienestar material lo que la gente necesita. Lo que necesitan desesperadamente es saber cómo vivir sus vidas: necesitan saber quiénes son, para qué existen y cómo deben actuar unos con otros; y, una vez que conocen las respuestas a estas preguntas, necesitan que se les ayude a aplicar gradualmente estas respuestas al comportamiento cotidiano. La mayor parte de nuestras energías y recursos deben dirigirse a la solución de este problema básico de la humanidad. – [Traducción provisional de Oriana Vento].
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Estas cuestiones esencialmente espirituales –cómo vivir, quiénes somos y cómo definir nuestro propósito– conducen directamente al principio primordial bahá’í de la unidad humana, tal como lo explica aquí la Casa Universal de Justicia:
La humanidad está sumida en una crisis de identidad, ya que diversos pueblos y grupos luchan por definirse a sí mismos, su lugar en el mundo y cómo deben actuar. Sin una visión de identidad compartida y propósito común, caen en ideologías rivales y luchas de poder. Las aparentemente innumerables permutaciones de «nosotros» y «ellos» definen identidades de grupo cada vez más estrechas y en contraste unas con otras. Con el tiempo, esta división en grupos de intereses divergentes ha debilitado la cohesión de la propia sociedad. Las concepciones rivales sobre la primacía de un pueblo en particular se propagan hasta excluir la verdad de que la humanidad se encuentra en un viaje común en el que todos son protagonistas. – [Traducción provisional]
Por un lado, cada uno de nosotros tiene una identidad única: todos somos especiales de alguna manera y tenemos algunos dones que podemos aportar a la humanidad.
Por otro lado, todos somos de la misma especie, hechos de la misma materia, con una ascendencia común, y sólo nos diferenciamos en aspectos superficiales. Al igual que las células de nuestro cuerpo, que contienen todas los mismos genes y proceden de las mismas células madre, pero que se han diferenciado para proporcionar funciones especiales al conjunto, nuestros cuerpos son modelos del principio de diversidad en la unidad que debería caracterizar y enriquecer nuestras interacciones con todos los demás seres humanos.
Todos formamos parte de una familia humana en la que nadie debe considerarse superior a otro, como tampoco lo son las células del cuerpo en su relación con los demás. Las células y las partes y sistemas del cuerpo trabajan juntos, cada uno aportando su parte al bienestar del conjunto, y beneficiándose de la salud de las otras partes individuales. Se mantienen unidas y trabajan juntas, guiadas por el espíritu de amor que se manifiesta en ese nivel físico.
Siendo nosotros mismos y no tratando de ser otra cosa, reconociendo nuestro lugar en el esquema de las cosas y no envidiando a los demás, podemos encontrar mejor nuestra identidad y cumplir nuestro propósito.
En realidad, tenemos dos naturalezas o identidades: una naturaleza inferior, dominada por nuestros instintos animales, y una naturaleza superior, caracterizada por nuestros anhelos espirituales. Al trascender nuestras identidades físicas y ególatras inferiores a través de nuestros poderes espirituales, nuestras verdaderas identidades superiores pueden emerger y florecer.
Si no superamos los deseos de nuestra naturaleza inferior, vivimos prisioneros de ellos: pueden destruirnos a nosotros y a los que nos rodean. Entonces, no encontramos nuestro propósito ni realizamos nuestro potencial, y nos vemos reducidos a actuar no mejor que los animales, de hecho incluso peor. Nuestras naturalezas inferiores pueden entonces utilizar nuestros poderes superiores para hacer daño mucho más allá de la capacidad de cualquier animal.
Si desarrollamos las virtudes de las que hemos sido dotados, podemos hacer mucho bien. Si, por el contrario, nos dejamos llevar por nuestros vicios, nos convertimos en la causa del mal, como señaló Bahá’u’lláh:
Pero, ¡qué raro y qué lamentable! He aquí que toda la gente está aprisionada en la tumba del yo y yace enterrada en las más bajas profundidades del deseo mundano. Si llegaras a lograr una gota de las cristalinas aguas del conocimiento divino, fácilmente te darías cuenta de que la verdadera vida no es la vida de la carne, sino la vida del espíritu. Pues la vida de la carne es común a hombres y animales, mientras que la vida del espíritu la poseen solamente los puros de corazón, quienes han bebido del océano de la fe y han probado el fruto de la certeza.
Las enseñanzas bahá’ís afirman que, en esta creación física, los seres humanos representamos la cúspide de la evolución, pero en el reino espiritual nos encontramos en el comienzo mismo de nuestro desarrollo. Al desarrollar esta naturaleza espiritual, debemos centrar nuestras energías en el propósito último de esta existencia mundana.
El ser humano es el único que posee estos dos aspectos opuestos de su naturaleza. Los animales tienen una naturaleza. No tienen las facultades humanas superiores ni la capacidad de tomar las decisiones morales a las que se enfrentan los humanos a diario. Sus acciones, impulsadas únicamente por el instinto y la supervivencia, no pueden considerarse malas. Los humanos tenemos una naturaleza animal que compartimos con los animales, así como una naturaleza espiritual que se expresa a través de nuestras facultades de razón, conciencia y percepción.
Nuestra naturaleza inferior es intrínsecamente egoísta, mientras que nuestra naturaleza superior se caracteriza por el amor, el desinterés y el desapego.
Ejercer conscientemente nuestras facultades para el bien permite que predominen sobre nuestras malas pasiones. Vivimos en el mundo y somos libres de obtener de él los beneficios que podamos, sin ser prisioneros de él. Encontramos la felicidad y cumplimos nuestro propósito cuando nuestros pensamientos y acciones están guiados por principios espirituales como la verdad, el amor y la justicia.
Esta perspectiva difiere de muchas de las que se enseñan hoy en día. Muchos la descartarán sin siquiera prestarle la atención que merece. Somos esencialmente seres espirituales que habitamos el reino físico durante un corto pero significativo periodo de nuestra existencia inmortal – y nuestro propósito en la vida es principalmente que nuestras verdaderas identidades espirituales, nuestras almas, desarrollen las cualidades que necesitarán para nuestra siguiente etapa de existencia. Esa tarea eterna puede realizarse mejor aprendiendo a superar nuestras naturalezas físicas mediante el cultivo de nuestra realidad espiritual. Este mundo y nuestros cuerpos no están aquí para hacernos daño, sino que son herramientas esenciales para ayudarnos en nuestro crecimiento y desarrollo espiritual.
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Podemos elegir. Nuestro libre albedrío nos da rienda suelta. Nosotros decidimos si deseamos perseguir el desarrollo de nuestras almas y en qué medida. Muchos eligen centrarse en obtener los placeres de este mundo. No es una cuestión de lo uno o de lo otro -todos tenemos que ocuparnos de los aspectos físicos de la vida-, sino de grados. La búsqueda del desarrollo espiritual requiere que nos elevemos por encima de los deseos cotidianos de nuestros cuerpos y mentes. La naturaleza que alimentemos tenderá a crecer.
Las enseñanzas bahá’ís afirman que el alimento de nuestros espíritus procede de los grandes educadores de la humanidad: los profetas y fundadores como Abraham, Moisés, Krishna, Buda, Cristo, Muhammad y, más recientemente, Bahá’u’lláh. Obtenemos sustento y fuerza de sus revelaciones y progresamos espiritualmente siguiendo sus enseñanzas.
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