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Reorientando el lenguaje sobre la raza

Masud Olufani | Ago 22, 2020

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Masud Olufani | Ago 22, 2020

Las opiniones y puntos de vista expresados en este artículo pertenecen al autor únicamente, y no necesariamente reflejan la opinión de BahaiTeachings.org o de alguna institución de la Fe Bahá'í.

Recientemente, participé en un diálogo sobre el tema de la raza con un grupo de jóvenes. Los participantes tenían edades comprendidas entre la preadolescencia y la juventud. Procedían de diversos entornos culturales y socioeconómicos y estaban deseosos de hacer preguntas y compartir sus perspectivas sobre el tema a la luz de las enseñanzas bahá’ís sobre la unidad de la humanidad.

Un principio tan exaltado como el de la unidad de la humanidad, un principio destinado a remodelar la estructura misma de la civilización humana, requerirá en última instancia un cambio radical en la forma en que utilizamos el discurso en el ámbito público y privado, en particular en lo que respecta a la cuestión de la raza.

De hecho, un joven con el que había desarrollado una amistad antes de la discusión, asistió a la reunión durante un tiempo y luego se desconectó en silencio. Más tarde, cuando le pregunté qué pensaba, me dijo que le parecía interesante pero que algunos de los puntos de vista expresados le dejaban sintiéndose marginado y juzgado. Mientras escuchaba atentamente lo que compartía, pensando en cómo las palabras que elegimos pueden ser a veces una barrera para el entendimiento mutuo, me di cuenta de que tenía razón. El lenguaje – la comunicación de los pensamientos en palabras habladas según el diccionario – está investido de un tremendo poder para dar forma tanto a nuestras realidades internas como externas.

De hecho, una de las cualidades de la Palabra de Dios, según Bahá’u’lláh, el profeta y fundador de la fe bahá’í, es su creatividad. Una sola palabra o frase, cuidadosamente elegida, puede construir puentes y desmantelar muros, mientras que una declaración dura, pronunciada descuidadamente, puede distanciar a los amigos y convertir a los aliados en enemigos acérrimos. Como escribió Bahá’u’lláh, «Una palabra dura es como un golpe de espada; una palabra amable es como la leche. Ésta conduce a los hijos de los hombres al conocimiento y les confiere verdadera distinción».

En cuanto a la cuestión potencialmente explosiva de la raza -un polvorín de trauma multigeneracional, resentimiento hirviente, negligencia institucional e indiferencia cruel enraizada en la injusticia sistémica-, las palabras pueden ser como minas que pueden desencadenar una conflagración de respuestas viscerales las cuales pueden o no reflejar la intención del orador. Parte del problema a este respecto está en cómo hemos enmarcado históricamente la conversación.

Uno de los elementos estructurales del racismo ha sido la militarización del lenguaje para marginar, deshumanizar y categorizar al «otro» objetivado. Dentro del sistema de la supremacía blanca, el racismo se ha utilizado como un mecanismo de terror psicológico destinado a despojar a las comunidades no blancas de su humanidad y a mantener una arquitectura de poder basada en la raza, erigida sobre una base inestable de codicia y miedo.

Con las conquistas del movimiento de derechos civiles, la aprobación de leyes destinadas a regular el comportamiento -y la desaprobación gradual y generalizada de las expresiones más vulgares de intolerancia-, los tópicos flagrantes de superioridad racial pasaron a la clandestinidad y el lenguaje adquirió un camuflaje social destinado a ocultar una visión del mundo odiosa e intolerante basada en burdas generalizaciones y en una falsa creencia en características hereditarias basadas en la raza. Prejuicios, declaraciones basadas en estereotipos como «Todos los negros son buenos atletas» o «todos los judíos son buenos con el dinero» son ejemplos de esto. Repetidos a lo largo del tiempo, estos juicios se congelan en la mente, formando un conjunto de expectativas endurecidas que dejan poco espacio para considerar la diversidad de carácter y personalidad.

Por supuesto, hay declaraciones mucho más incendiarias que no intentan ocultar su intención bajo un barniz de citas engañosas de «virtudes racializadas», pero los efectos son los mismos – dan forma a nuestra realidad e informan sobre cómo nos relacionamos unos con otros. Pueden diferir ligeramente en la forma pero comparten la misma sustancia. Ambos brotan de la misma raíz podrida.

Este legado de estereotipos étnicos enmarca gran parte del discurso actual sobre la raza. Declaraciones como «ustedes siempre hacen esto» o «esa gente nunca hace eso», son acusaciones muy amplias. Expulsan a poblaciones enteras conectadas por una sola variable de color de piel, cultura o clase con patrones de comportamiento que pueden estar muy extendidos entre grupos de personas pero que no representan plenamente a todos los miembros de una población o grupo. Una frase como «la policía» en contraposición a «ciertos miembros de la policía» o «algunos oficiales de policía» son distinciones sutiles que conllevan consecuencias significativas para nuestra capacidad de reconocer las diferencias distintivas entre las poblaciones. «Los negros hacen esto» o «los blancos hacen aquello» son afirmaciones menos exactas que decir, por ejemplo, «basado en mi experiencia he aprendido esto».

El primero imita la problemática tradición de los juicios declarativos universales, mientras que el segundo localiza un punto de vista particular basado en una experiencia limitada. En cierto sentido, nos hemos convertido en cuidadores descuidados de la capacidad creativa del discurso en nuestros esfuerzos por erradicar la plaga del racismo de nuestra sociedad. En nuestros intentos de entablar conversaciones significativas, a veces elegimos modos de expresión ineficaces que acogen a algunos dentro de un círculo de aceptación y dejan fuera a otros.

Las enseñanzas de Bahá’u’lláh conducen a la humanidad hacia una conciencia superior que requiere una supervisión vigilante y observadora de la profunda capacidad del lenguaje para enmarcar la realidad. En 1988, la Casa Universal de Justicia, el órgano administrativo internacional que rige a los bahá’ís, explicó la sabiduría de ser conscientes de qué, cuándo y cómo hablamos:

«El lenguaje es un fenómeno poderoso. Su liberación puede ser ensalzada como también temida. Esta requiere un ejercicio agudo de juicio, ya que tanto la limitación de la palabra como su exceso pueden tener consecuencias nefastas. Así pues, en el sistema de Bahá’u’lláh existen los controles y equilibrios necesarios para los usos beneficiosos de esta libertad en el desarrollo ulterior de la sociedad». – [Traducción provisional]

Consciente de sus capacidades constructivas y destructivas, una humanidad en proceso de maduración irá forzando gradualmente las impurezas retrógradas que inhiben las facultades restauradoras del lenguaje. Conscientes de que «las herramientas del maestro nunca desmantelarán su casa» -como tan elocuentemente afirmó la gran poetisa y escritora Audre Lorde-, optaremos progresivamente por forjar nuevas modalidades de expresión que eviten las reseñas trilladas y las generalizaciones groseras.

Como escribió la Casa Universal de Justicia en julio 2020: “…el poder de transformar el mundo tiene su origen en el amor, el amor que se genera en la relación con lo divino, el amor que arde entre los miembros de una comunidad, el amor que se transmite sin restricciones a todos los seres humanos. Este amor divino, prendido por la Palabra de Dios, lo propagan almas encendidas por medio de conversaciones íntimas que crean nuevas susceptibilidades en los corazones humanos, abren las mentes a la persuasión moral, y distienden el control de las normas y sistemas sociales sesgados para que adopten gradualmente una nueva forma acorde con los requisitos de la mayoría de edad de la humanidad”.

Sí lograremos desarrollar nuestra capacidad colectiva para crear espacios inclusivos fundamentados en la verdad y activados por la fuerza dinámica del amor divino.

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