Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
¿Por qué, preguntó una vez un profesor de mi universidad, los seres humanos tienen rituales, funerales y ceremonias cuando la gente muere? ¿Por qué damos tanta importancia al entierro del cuerpo humano?
La clase parecía desconcertada ante su pregunta, hasta que una estudiante de antropología tomó la palabra, respondiendo con otra pregunta: «Bueno», dijo, «¿por qué los elefantes y los chimpancés entierran a sus muertos?».
Este intercambio hizo que toda la clase pensara de forma diferente sobre la muerte. Si algunos de los mamíferos superiores tienen el instinto, la emoción o el respeto de enterrar a sus muertos, ¿por qué no lo harían los humanos?
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De hecho, el homo sapiens ha practicado el entierro desde hace mucho tiempo, incluso antes de que surgiéramos como humanos modernos. Por ejemplo, tenemos pruebas significativas de enterramientos neandertales de hace más de cien mil años. El entierro es una de las costumbres humanas más extendidas, que se observa en todas las culturas desde que podemos rastrear nuestra historia.
Aquellas culturas primitivas parecían entender que nuestros cuerpos proceden de la madre Tierra y vuelven a ella. También reconocían claramente la dignidad del cuerpo humano, y se daban cuenta de que enterrarlo era una señal de respeto a su espíritu. El gran ciclo de la vida y la muerte, conmemorado por ese retorno a nuestros orígenes, se ha dado a conocer a todos los pueblos desde el principio de los tiempos.
Del mismo modo, dicen las enseñanzas bahá’ís, nuestros espíritus vuelven a sus orígenes: “De Dios vine y a Él vuelvo, desprendido de todo salvo de Él, aferrándome a Su Nombre, el Misericordioso, el Compasivo”.
Esa única frase, una cita del Libro Más Sagrado de Bahá’u’lláh, está inscrita en los anillos funerarios bahá’ís. Cuando un bahá’í fallece, uno de esos anillos se coloca en un dedo antes del entierro. Sirve como recordatorio para los vivos del destino final de todas nuestras almas.
También da testimonio de la fe de quien lo lleva, y honra la forma física de esa persona, cuyo «… cuerpo, aunque ahora es polvo, fue una vez exaltado por el alma inmortal del hombre». El Guardián de la Fe bahá’í, Shoghi Effendi, escribió esa frase en una carta a una joven bahá’í llamada Sally Sanor en 1944.
Entonces, ¿cómo podemos preservar mejor la dignidad y la nobleza de cada cuerpo humano cuando abandone este reino terrenal? Las enseñanzas bahá’ís recomiendan un entierro rápido y sencillo, sin embalsamamiento ni otros conservantes artificiales; y un servicio fúnebre digno pero humilde que incluya la oración.
Todos esperamos tener una vida significativa, coronada por una muerte significativa. El trascendental fallecimiento de cada persona merece un reconocimiento. Como sociedad reflexiva y espiritual, debemos fomentar la aceptación de la muerte como parte del ciclo natural de la vida, que aporta belleza y significado a ese segundo nacimiento en el reino espiritual.
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Mantener esa dignidad, y conmemorar el lugar de cada individuo en el círculo de la vida, requiere un entierro solemne y sublime, no solo una rápida cremación, como señaló Abdu’l-Bahá:
Si la desintegración [del cuerpo] es rápida, esto causará una superposición y una disminución en la cadena de transferencias, y esta discontinuidad perjudicará las relaciones universales dentro de la cadena de las cosas creadas.
Por ejemplo, este cuerpo humano elemental ha salido de los mundos mineral, vegetal y animal, y después de su muerte se transformará por completo en organismos animales microscópicos; y según el orden divino y las fuerzas motrices de la naturaleza, estas minúsculas criaturas tendrán un efecto en la vida del universo, y pasarán a otras formas.
Ahora bien, si se consigna este cuerpo a las llamas, pasará inmediatamente al reino mineral y será retenido de su viaje natural a través de la cadena de todas las cosas creadas.
El cuerpo elemental, después de la muerte, y su liberación de su vida compuesta, se transformará en componentes separados y en animales minúsculos; y aunque ahora estará privado de su vida compuesta en forma humana, todavía la vida animal está en él, y no está enteramente desprovisto de vida. Sin embargo, si se quema, se convertirá en cenizas y minerales, y una vez que se ha convertido en mineral, tiene que seguir inexorablemente el camino hacia el reino vegetal, para poder ascender al mundo animal. Esto es lo que se describe como un salto. [Traducción provisional].
La cremación, y otras «disposiciones» igualmente rápidas de los difuntos, interrumpen los procesos naturales de nuestro entorno, dijo Abdu’l-Bahá en una carta de 1920 a la cantante y compositora bahá’í Shahnaz Waite:
El cuerpo del hombre, que se ha formado gradualmente, debe igualmente descomponerse gradualmente. Esto es según el orden real y natural y la Ley Divina. Si hubiera sido mejor que se quemara después de la muerte, en su misma creación se habría planeado de tal manera que el cuerpo se encendiera automáticamente después de la muerte, se consumiera y se convirtiera en cenizas. Pero el orden divino formulado por la ordenanza celestial es que después de la muerte este cuerpo sea transferido de una etapa a otra diferente de la precedente, para que de acuerdo con las relaciones que existen en el mundo, pueda combinarse y mezclarse gradualmente con otros elementos, pasando así por etapas hasta llegar al reino vegetal, convirtiéndose allí en plantas y flores, desarrollándose en árboles del más alto paraíso, perfumándose y alcanzando la belleza del color.
La cremación le impide alcanzar dichas transformaciones con facilidad, ya que los elementos se descomponen tan rápidamente que la transición a estos diversos estadios se ve frenada. [Traducción provisional].
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