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David Langness | Dic 28, 2019

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David Langness | Dic 28, 2019

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La semana pasada en el lago Tahoe, cerca de donde vivo, un joven tomó la decisión de saltar valientemente al lago desde su bote para salvar a dos personas del agua. Ellos sobrevivieron, pero él no.

Llamado el lago alpino más bello del mundo, Tahoe también puede ser mortal. Si alguna vez lo ha visitado, puede que haya admirado su magnífico entorno montañoso en las Sierras, o que haya observado sus famosas aguas claras y heladas, o incluso que haya reflexionado sobre su legendaria amplitud y profundidad. Treinta y cinco millas de largo y veinte de ancho, y más de 1600 pies de profundidad, puede parecer un océano más que un lago de agua dulce.

Sin embargo, al igual que un océano, el clima puede hacer que Lake Tahoe pase rápidamente de la calma a la turbulencia. Violentas tormentas de viento a menudo descienden sobre el lago mientras cruzan las altas montañas, agitan sus aguas normalmente plácidas y las convierten en olas picadas y traicioneras. Pero incluso cuando Lake Tahoe parece estar tranquilo, puede matar a nadadores. El lago alimentado por la nieve es tan frío que sumergirse sin protección en él, incluso por unos pocos minutos, puede causar hipotermia y muerte.

Aparentemente, eso mismo ocurrió la semana pasada. Muchos navegantes y esquiadores habían salido en un hermoso y soleado día de verano a disfrutar del lago. Dos personas se cayeron de una cámara de aire siendo remolcadas por un bote. Un joven de 27 años en ese bote los vio caer en el agua fría y se lanzó para salvarlos.

Pero las dos personas que se cayeron volvieron a su flotador y se aferraron a él. Su salvador potencial, llamado Sayen Sengupta, nunca llegó a su barco. Su noble y desinteresado acto, tratando de salvar a dos personas, resultó en su muerte.

Cuando él se despertó esa mañana, sospecho que nunca esperó dejar este mundo material antes del anochecer. Sin embargo, todos hacemos esa suposición de alguna manera, porque nos ayuda a atravesar el día a día. Pensamos que somos inmortales, o al menos posponemos el pensamiento de la muerte, o sacamos el pensamiento de nuestras mentes cuando llega.

Ninguno de nosotros sabe cuándo dejaremos este mundo físico y ascenderemos al espiritual que nos espera a todos. Sólo sabemos, sin ninguna duda, que algún día dejaremos este reino mortal. Podríamos vivir vidas largas o cortas, dependiendo de circunstancias aleatorias tan inconstantes como el clima o algún conductor o la temperatura de un lago o un repentino brote de violencia o alguna enfermedad completamente insospechada o otras mil diferentes razones desconocidas.

Las enseñanzas bahá’ís repetidamente traen este hecho ineludible a nuestra atención:

¡Oh pueblos de la tierra! Inclinad vuestro oído interior al llamamiento de este Agraviado … Quizás así no os consuma el fuego del egoísmo y la pasión, ni vosotros consintáis que los objetos vanos y sin valor de este mundo inferior os aparten de Aquel que es la Eterna Verdad. La gloria y la humillación, la riqueza y la pobreza, la tranquilidad y la tribulación pasarán y todos los pueblos de la tierra descansarán dentro de poco en sus tumbas. Incumbe por tanto a todo hombre perspicaz fijar su mirada en la meta de la eternidad para que, quizás, por la gracia del Antiguo Rey, alcance el Reino inmortal y permanezca a la sombra del Árbol de Su Revelación.

Este mundo, aunque esté lleno de falsedad y engaño, advierte continuamente a los hombres de su inminente extinción. La muerte del padre revela a su hijo que también él ha de morir. Ojalá que los habitantes del mundo que han amasado riquezas para sí mismos y se han alejado del Verdadero supieran quién se apoderará de sus tesoros al final; pero… nadie sabe esto sino Dios, exaltada sea Su Gloria. – Bahá’u’lláh, El llamamiento al señor de las huestes, pág. 102-103.

Cada uno de nosotros, los seres humanos, tenemos una vida y una muerte, y no tenemos ni idea de cuándo llegará esa muerte. Los filósofos llaman a este fenómeno «temor existencial» – el miedo a que dejemos de existir en el momento de la muerte, y que por lo tanto la vida esencialmente no tenga sentido.

Las enseñanzas bahá’ís nos aseguran que nuestra vida espiritual continuará cuando el cuerpo muera. Si fijamos nuestra «mirada en la meta de la eternidad», podemos alcanzarla:

¡OH HIJ O DEL HOMBRE! Tú eres Mi dominio y Mi dominio no perece, ¿por qué temes perecer? Tú eres Mi luz y Mi luz jamás será extinguida, ¿por qué temes la extinción? Tú eres Mi gloria y Mi gloria no se desvanece; tú eres Mi manto y Mi manto no se desgastará nunca. Permanece, pues, en tu amor hacia Mí, para que puedas encontrarme en el reino de la gloria. – Bahá’u’lláh, Las palabras ocultas, pág. 32.

Desde la perspectiva bahá’í, entonces, el significado de la vida emana directamente de su naturaleza eterna:

…la muerte es sólo un término relativo que significa cambio. Por ejemplo, diremos que esta luz que se halla ante mí, tras haber reaparecido en otra lámpara incandescente, murió en una para vivir en otra. En realidad, esto no es muerte. Las perfecciones del mineral pasan al vegetal y después al animal, alcanzando siempre la virtud de un grado mayor o superlativo, en el cambio hacia lo superior. En cada reino encontramos las mismas virtudes manifestándose más plenamente, demostrando que la realidad ha sido transferida desde una forma inferior a una superior, desde un reino del ser a otro superior. Por eso la inexistencia es relativa, y la inexistencia absoluta es inconcebible. Esta rosa en mi mano llegará a desintegrarse y su simetría a destruirse, pero los elementos de su composición permanecerán inalterables; nada afecta su integridad elemental. No pueden llegar a ser inexistentes; sencillamente pasan de un estado a otro.

Por su ignorancia, el hombre teme a la muerte; pero la muerte de la cual se evade es imaginaria y absolutamente irreal; es sólo imaginación humana.

Los dones y gracia de Dios han vivificado el reino de la existencia con la vida y el ser. Para la existencia no hay ni transformación ni cambio; la existencia es siempre existencia; no puede nunca convertirse en no- existencia. – Abdu’l­-­Bahá, La promulgación a la paz universal, pág. 105.

Ninguno de nosotros conoce nuestro destino. Sólo podemos prepararnos ahora para una existencia eterna más adelante, con la absoluta convicción de que el momento de la transición llegará a cada uno de nosotros, ya sea tarde o temprano.

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