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Una chica de ciudad inclinándose por la naturaleza

Makeena Rivers | Abr 7, 2019

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Makeena Rivers | Abr 7, 2019

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Estoy acostumbrada al concreto, la conveniencia, las calles ruidosas, las sirenas, la policía y la naturaleza atareada que caracteriza a la mayoría de las ciudades.

Aunque evidentemente más pequeño que Los Ángeles, Chicago o Nueva York, crecer en Minneapolis me convirtió en una chica de ciudad.

En Minneapolis, me acostumbré a la rapidez de la vida y la facilidad que ofrece la ciudad de vivir cerca de otros. El ruido de los autos que pasaban por mi concurrida calle se convirtió en un sonido de fondo que me arrullaba al dormir una siesta, y la densidad de la población me hizo sentir segura; para mí, el vacío en realidad se siente más aterrador que un vecindario con una «mala» reputación. Siempre sentí que si algo salía trágicamente mal, al menos si gritaba en la ciudad, alguien me oiría.

De pequeña dibujé una línea diferenciada entre la vida en la naturaleza y mi vida en la ciudad. Dentro del espectro de las formas femeninas y masculinas, llegué de alguna manera del lado de ser femenina. Pensaba que los bichos eran desagradables, odiaba los deportes, y cuando hacía frío optaba por hacer marcadores de libros en la biblioteca en lugar de pasar tiempo al aire libre.

Como pueden imaginar, cuando mi madre nos inscribió a mis hermanas y a mí en un programa de campamento de agricultura urbana, no estaba para nada emocionada. Youth Farm and Market Project les brinda a los niños que viven en la ciudad la oportunidad única de aprender a cultivar en entornos urbanos, vender productos y perfeccionar una variedad de otros talentos útiles. Años más tarde, mirando hacia atrás, me doy cuenta de que este fue un programa bastante impresionante, pero como una niña de 12 años, aun cuando me gustaban los amigos geniales que hice, me sentía reacia a estar afuera por períodos tan largos de tiempo.

Como parte de este programa, íbamos una vez cada verano a un campamento en la granja. Empacamos nuestras mochilas, subíamos en autobuses y nos dirigíamos a Minnesota o Wisconsin para alojarnos en una granja real a gran escala. El campamento de la granja nos expuso a todos los niños a una forma de vida completamente diferente que existía a solo un par de horas del mundo de la ciudad que conocíamos. Recuerdo disfrutar de la experiencia, pero también de nuestro regreso a la ciudad. Un año recuerdo haber regresado y haber besado dramáticamente el concreto para demostrar a los que me rodeaban cuán eufórica estaba de volver a lo que veía como el «mundo civilizado».

Cuando me mudé a Nueva York me di cuenta de que extrañaba la naturaleza verde de la ciudad de Minneapolis. Comencé a sentir tristeza haberme alejado de la naturaleza con la que había estado rodeada mientras vivía allí. A pesar de que Makeena, de 10 años de edad, nunca lo hubiera creído, ahora realmente me esfuerzo por encontrar formas intencionales de incorporar el aire libre a mi vida, ya que vivo en la jungla de cemento de Nueva York.

Sin embargo, viéndolo más ampliamente, este deseo de estar cerca de la vegetación y el agua no es una sorpresa. Estudios han demostrado los beneficios a la salud mental y física de pasar tiempo en la naturaleza. Cuando me di cuenta lo magnético que es la atracción a esta, he llegado a preguntarme: ¿será que su impacto va más allá de la salud mental y física? ¿Tiene la naturaleza un impacto espiritual?

Muchas tradiciones y prácticas espirituales se basan en esta premisa. Como seres humanos, estamos intrínsecamente conectados con el mundo natural que nos rodea. Las enseñanzas bahá’ís señalan que «la naturaleza es la Voluntad de Dios y su expresión».

En su esencia, la Naturaleza es la encarnación de mi Nombre, el Hacedor, el Creador. Sus manifestaciones están diversificadas por diferentes causas, y en esta diversidad hay signos para los hombres de discernimiento. La Naturaleza es la Voluntad de Dios y su expresión en el mundo contingente y a través del mismo. Es un designio divino impuesto por el Ordenador, el Todosabio. – Bahá’u’lláh, Las Tablas de Bahá’u’lláh, pág. 94.

Cuando nos sentamos con atención frente a la naturaleza, comenzamos a comprender los símbolos de las virtudes internas más profundas que se evidencian allí. El sol impregna resplandor, alegría y calor universal. Nos recuerda nuestra interconexión con las poblaciones en otros lados del planeta. La luna refleja su luz, lo que nos recuerda a quienes reconocemos la bondad humana como un reflejo del resplandor de Dios, para que podamos reflejar la belleza divina de la manera en que la luna hace la luz del sol. Un jardín de flores puede representar cómo la diversidad es bella en unidad. Las diferentes plantas y flores de un jardín son hermosas individualmente, pero lo son aún más estando juntas.

Esta reflexión me lleva a otras preguntas sobre la preservación de nuestro precioso entorno, el espacio donde podemos refrescarnos no solo mentalmente, físicamente, sino también espiritualmente, y el lugar que sustenta toda la vida humana. ¿Cómo podemos honrar mejor nuestro entorno y eliminar la codicia de la forma en que interactuamos con él?

Esta pregunta, tan apremiante y real, se ha vuelto cada vez más importante a medida que nos damos cuenta del poder que la naturaleza tiene para mover y calmar a la humanidad.

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