Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
En el verano de 1977, tenía 8 años. Nací en el último año de la década anterior, llegué al mundo después de los titánicos cambios culturales de los años 60: los asesinatos del Dr. Martin Luther King en 1968, de Malcolm X y Robert Kennedy en 1965; la aprobación de la Ley de Derecho al Voto en 1964; el movimiento antiguerra y la lucha por los derechos de la mujer.
Estos trastornos sociales remodelaron los contornos de nuestra identidad nacional, ya que los grupos anteriormente excluidos exigían reconocimiento y representación, mientras que los jóvenes agraviados, desilusionados por la hipocresía de la mitología americana, presionaban los límites de las libertades personales. Mi generación se formó en el caldero de estas intensas fuerzas. Éramos la promesa de un «nuevo amanecer» – los herederos de los frutos de la lucha.
En medio de estos actos de heroísmo se encuentra esta conmovedora declaración de Abdu’l-Bahá, hijo de Bahá’u’lláh, el profeta y fundador de la fe bahá’í. Él dijo: «¡Tan sólo tened fe, paciencia y valor; éste no es nada más que el comienzo, pero seguramente triunfaréis, pues Dios está con vosotros!«.
Miramos fijamente a un mundo cambiante que para algunos parece ilimitado e inconmensurable – una esperanza y una aspiración que, lamentablemente, se complica por la raza, ya que el niño negro vive en un estado de contradicción inherente. Los niños negros están atrapados entre la promesa de las posibilidades del futuro – una dádiva de todos los niños – y el estigma social de su color. Ellos existen en el lugar de encuentro de estas dos realidades, en un nexo de tensión perpetua. Aprender a negociar ese espacio y, en última instancia, trascenderlo, es el dilema ineludible de su negritud – una herencia injusta para los «hijos de Ham».
Esta fue una lección que aún tenía que aprender en el verano de 1977 cuando mi padre y yo hicimos un viaje de carretera de un extremo de este vasto país a otro.
Nos dirigíamos al oeste desde nuestra casa en Miami para visitar a nuestros parientes en California. Mis bisabuelos fueron los primeros de la familia en dejar su hogar en Texas durante la gran migración de principios del siglo XX, uniéndose a miles de afroamericanos que huían de la violencia racial y buscaban mejores oportunidades de empleo al oeste del río Mississippi.
Con el tiempo, otros miembros de la familia se les unieron, estableciéndose en Los Ángeles, Oakland y San José. Mi padre, siempre un entusiasta defensor de los vínculos duraderos de la familia, quería que conociera a nuestros parientes de la Costa Oeste; mis vacaciones de verano fueron la oportunidad perfecta. Y así fue como me encontré metido en el asiento del pasajero del Cutlass azul y gris de mi papá, con una pila de libros de historietas en mi regazo, esforzándome por ver sobre el tablero del carro, mientras comenzábamos el viaje de 10 días, casi 3.000 millas a través del país.
En nuestro viaje de regreso a casa, después de un memorable viaje visitando a la familia en Texas y California, cruzamos la línea del estado en Mississippi desde Louisiana. Una noche, tarde, mientras papá guiaba el coche por una oscura carretera rural cerca de la ciudad de Jackson – el dosel de los árboles proyectando largas sombras sobre el vehículo a la luz de la luna – comenzó a quedarse dormido. Lo despertaba cada vez que luchaba por mantener los ojos abiertos hasta que finalmente decidió que debíamos detenernos para dormir un poco. Salimos de la interestatal en la siguiente área de descanso y estacionamos cerca de los baños públicos. Pronto, ambos nos perdimos en nuestros sueños con el sonido sincronizado de cigarras, nuestra canción de cuna nocturna. Era temprano a la mañana siguiente cuando sentí que el coche se sacudía.
Papá todavía estaba durmiendo cuando abrí los ojos y vi a cinco o seis hombres blancos parados alrededor de la parte delantera del auto empujando el capó para hacer que el cuerpo del vehículo se sacudiera violentamente. Los hombres me sonrieron, pero no había bondad en sus ojos, solo un sádico placer que me aterrorizaba. «¿Qué están haciendo, papá?», lloré. Mi padre no dijo nada, pero había un reconocimiento en sus ojos – un «entendimiento» arraigado en algún recuerdo lejano transmitido a través de generaciones de negros acostumbrados a vivir en el precipicio de una posible aniquilación.
«Papá, tengo que ir al baño», dije. Él abrió la puerta del lado del conductor y se acercó para abrir mi puerta, tomándome de la mano mientras me llevaba a los baños a un par de pasos más allá.
No sé por qué tenía tanto miedo. Había oído vagas historias de violencia racial susurradas entre los adultos de mi familia – dolorosos ecos de los muertos llevados a través de las voces de sus descendientes – pero eran solo una abstracción para mí. No sabía que el suelo del sur se había hecho fértil no solo por las lluvias de primavera sino también por la sangre de mis antepasados, o que los cuerpos de los negros habían colgado alguna vez sobre árboles de magnolia y robles viejos como adornos negros sin vida.
Estábamos a sólo 92 millas de la pequeña ciudad de Meridian, Mississippi, donde dos niños de 14 años fueron linchados en 1942, y a solo 73 millas del condado de Pearl River. En 1959, el cuerpo sin vida de Mac Charles Parker fue arrojado al río local después de ser golpeado hasta la muerte por una turba blanca. Y allí mismo en Hattiesburg, quizás no muy lejos de donde mi padre y yo nos habíamos detenido a descansar, en 1890 tuvo lugar el linchamiento de George Stevenson.
El legado de la brutalidad racial fue tallada en la carne del paisaje. Pero en 1977, yo no sabía de esas cosas. Todo lo que sabía era que mi padre y yo estábamos a punto de enfrentarnos a los hombres blancos de Mississippi, y estaba asustado.
No puedo recordar si me puse a rezar de miedo ese día. No puedo recordar lo que mi padre dijo mientras caminábamos entre el amenazante grupo de hombres jóvenes, mientras ellos se apartaban para despejar el camino hacia los baños públicos. Lo que sí recuerdo es que después de un breve distanciamiento, todo había terminado. El grupo siguió adelante y papá y yo pronto volvimos a la carretera hacia el este, hacia Florida.
Muchos años después le pregunté a mi padre qué sentía en ese momento. «Miedo», dijo. Recuerdo que su respuesta me confundió. No parecía asustado cuando pasamos junto a esos hombres. No había nada en su lenguaje corporal que comunicara miedo. No había movimiento de freno en su andar ni postura inclinada en la forma en la que se llevaba a sí mismo. Caminó hacia ellos, un acto que, viéndolo en retrospectiva ahora, debe haber aturdido a nuestros antagonistas que probablemente esperaban una respuesta muy diferente. Su comportamiento me recordó una poderosa declaración del Dr. Martin Luther King: «Cuando los hombres y mujeres enderezan sus espaldas, van a alguna parte, porque otros hombres no pueden montarse a tu espalda a menos que esté inclinada».
Pero ahora, unos 40 años después, entiendo lo que mi padre quería decir. Verán, mi padre, nacido en el Texas segregado de la década de 1940, creció en una época en la que la práctica del linchamiento público era vista por muchos en el Sur, como un método indispensable para hacer cumplir las jerarquías raciales. Para él, no era una abstracción. Era real.
Cuando mi padre salió del coche ese día, en un sentido muy real, se enfrentó al peso de la historia. Estaba mirando fijamente a un abismo que conocía y entendía de una manera mucho más profunda que yo, y no había garantía de que él o yo sobreviviéramos. Fue un simple acto de asombrosa valentía, repetido de manera sutil y abierta por innumerables individuos que nunca serán escritos en los libros de historia o entrevistados en la televisión, pero que han tomado la decisión consciente de defender la justicia.
Hace más de un siglo, Bahá’u’lláh escribió: «¡Miembros de la raza humana!…Aferraos a la justicia y la equidad«. También escribió que «Todo lo que disminuye el temor aumenta el coraje«.
Lo que mi padre me enseñó ese día fue que el coraje es la habilidad de avanzar a pesar de los miedos, de seguir adelante ante la adversidad. Cuando esa cualidad está alineada con el propósito de Dios podemos mover montañas, cruzar ríos y mares, y enfrentar las hambrientas garras del fanatismo y el odio con la fuerza redentora de la fe y la certeza.
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