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Cómo puede responder el mundo a las invasiones

David Langness | Mar 3, 2022

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David Langness | Mar 3, 2022

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Las tropas se concentran en la frontera. La artillería, los bombarderos y los tanques se despliegan. Los rumores vuelan. Los diplomáticos frustrados intentan, pero no consiguen, aminorar las tensiones. Atónito, el mundo espera la guerra. ¿Qué debemos hacer? ¿Qué podemos hacer?

En tiempos como estos, cuando un país amenaza con invadir a otro más pequeño y militarmente más débil, nuestra estructura política actual parece impotente e incapaz para detenerlo.

Sí, enviamos emisarios y embajadores, establecemos negociaciones y rogamos a los líderes de la nación beligerante que se retiren. Sí, presentamos protestas formales en las Naciones Unidas. Sí, denunciamos los terribles efectos de la guerra. Sí, prometemos imponer duras sanciones económicas a los invasores.

A veces esas cosas funcionan, pero luego no, y la guerra estalla. Durante el siglo pasado, dos fallos catastróficos en la respuesta temprana y decisiva a este tipo de agresión nacional condujeron a los peores y más mortíferos conflictos de la historia de la humanidad: la Primera y la Segunda Guerra Mundial.

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La Primera Guerra Mundial comenzó en 1914 cuando Austria empezó a bombardear Belgrado, la capital de Serbia, y Rusia entró en la guerra en apoyo de su aliada Serbia.

La Segunda Guerra Mundial comenzó en 1939 cuando la Alemania nazi invadió Polonia, y el Reino Unido y Francia respondieron declarando la guerra a Alemania.

¿Qué hay de malo en este panorama? Los historiadores están de acuerdo en que los líderes mundiales podrían haber evitado una guerra más amplia en ambos casos, si solo hubieran tomado medidas más rápidas y significativas en los momentos previos al estallido de la violencia.

¿No podemos idear, a nivel mundial, una forma más eficaz de responder a estas invasiones agresivas y estos actos de asesinato en masa patrocinados por el Estado, antes de que engullan a toda la humanidad? Sabemos por experiencia que las guerras globales suelen comenzar con hostilidades entre dos países, y luego se expanden hasta convertirse en calamidades que rodean el planeta.

Así que, mundo, ¿qué tal si consideramos la solución bahá’í para esta amenaza? En 1891, en su Epístola al Hijo del Lobo, Bahá’u’lláh escribió:

Es Nuestra esperanza que [los soberanos del mundo] se levantarán para alcanzar lo que conducirá al bienestar del hombre. Es su deber convocar una asamblea omnímoda a la que asistan ellos mismos o sus ministros, y poner en vigor cualquier medida requerida para el establecimiento de la unidad y concordia entre los hombres. Deben abandonar las armas de guerra y adoptar los instrumentos de la reconstrucción universal. Si un rey se levantase contra otro, todos los demás reyes deberían levantarse para disuadirle.

Este principio esencialmente espiritual, que las enseñanzas bahá’ís llaman unidad mundial y lo que los diplomáticos y líderes mundiales denominan «seguridad colectiva», requiere que las naciones pacíficas se adhieran a un pacto vinculante que se oponga sistemáticamente a la agresión armada y les comprometa a hacer todo lo posible para detener todas las invasiones y ataques. En realidad, obliga a los líderes de los países a estar de acuerdo en que la guerra es un error, que no resuelve nada y que hay que detenerla antes de que comience. En principio, significa estar de acuerdo en que la paz es primordial, y que la soberanía nacional es secundaria.

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Los líderes de esos países ya han creado dos mecanismos para hacer realidad la seguridad colectiva: la Sociedad de Naciones, formada en 1919 tras las desastrosas consecuencias de la Primera Guerra Mundial; y las Naciones Unidas, constituidas tras el terrible balance de la Segunda Guerra Mundial. ¿Hará falta otra conflagración mundial, a costa de millones de vidas humanas, para que se aplique la sencilla receta de Bahá’u’lláh para la paz?

Estad unidos, oh reyes de la tierra, pues así será apaciguada la tempestad de la discordia entre vosotros y vuestros pueblos hallarán descanso, ojalá fuerais de los que comprenden. Si alguno de vosotros se levantara en armas contra otro, levantaos todos contra él, porque esto no es sino justicia manifiesta.

Podemos garantizar esta «justicia manifiesta» ahora mismo, no mediante el apaciguamiento o las negociaciones infructuosas e interminables o la imposición de sanciones económicas desdentadas, sino convocando esa «concentración omnímoda»:

Debe llegar el tiempo cuando la imperativa necesidad de tener una concentración vasta y omnímoda de los hombres será universalmente comprendida. Los gobernantes y reyes de la tierra deben necesariamente concurrir a ella y, participando en sus deliberaciones, deben considerar los procedimientos y medios que establezcan entre los hombres los fundamentos de la Gran Paz mundial. Tal paz exige que las Grandes Potencias decidan, para la tranquilidad de los pueblos de la tierra, estar completamente reconciliadas entre sí. Si algún rey tomare sus armas contra otro, todos deberán levantarse unidos e impedírselo.

Ese momento ha llegado.

¿Significa esto que todas las naciones del mundo tienen que «levantarse» y montar una defensa militar contra el agresor? No, no necesariamente. El mundo se ha convertido en una unidad interdependiente, vinculada y conectada de millones de maneras. Ninguna nación soberana del mundo actual podría sobrevivir durante mucho tiempo sin acceso al comercio global y a las comunicaciones. Disponemos de las herramientas necesarias para cortar por completo esos canales a las naciones agresoras, y podemos utilizarlas para evitar la guerra antes de que estalle, o incluso después de que hayan comenzado las hostilidades.

Tarde o temprano, creen los bahá’ís, el mundo llegará inevitablemente a esta conclusión: que nuestra unidad tiene el poder de crear la paz.

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