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Abrazando una identidad colectiva en tiempos de crisis

Carol Rosell | Mar 6, 2021

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Carol Rosell | Mar 6, 2021

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Hace algún tiempo, participé en un esfuerzo interesante con algunos amigos de salir a las calles e intentar tener tantas conversaciones significativas como podamos con la gente del vecindario. Lo que nos sorprendió a todos no fue solo la cantidad de personas ansiosas por tener una conversación significativa, a veces profundamente personal, justo después de conocernos, sino también todas las personas que dijeron algo como “es muy agradable que ustedes estén haciendo esto. Nadie más en este vecindario quiere hablar con nadie. Ojalá mis vecinos fueran así”. 

Irónicamente, más de la mitad de las personas con las que hablamos dijeron lo mismo, sin saber que sus vecinos compartían esos mismos sentimientos.

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Como seres humanos, nuestra felicidad depende de nuestras relaciones con los demás. Así que es natural que la ruptura en la vida comunitaria en muchas partes del mundo traiga consigo una sensación de profundo aislamiento, no solo físico o emocional, sino también espiritual. No importa cuán elevada sea nuestra educación, qué tan clara sea nuestra comprensión, qué tan cómodas sean nuestras vidas, la falta de una vida comunitaria próspera, de desarrollar esa identidad colectiva en una ubicación central, nos paraliza como sociedad.

El uso del término «distanciamiento social» podría implicar que uno necesita cortar las interacciones significativas. Un término preferible sería «distanciamiento físico», porque permite el hecho de que la conexión social es posible incluso cuando las personas están físicamente separadas.

La Comunidad Internacional Bahá’í en su declaración en el 2019 mencionó que “…lo que llamamos unidad de la humanidad, requiere una expansión consciente de los límites de la empatía y la preocupación”.   

Ahora se nos presenta una oportunidad única de aprovechar la crisis del COVID-19 para iniciar la década de acción: para cumplir con nuestros objetivos tanto individuales como sociales, para una vida más productiva, con menos desigualdades y con mayor cooperación.

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Esta pandemia nos ha demostrado que, si hay voluntad y unidad de criterio, se pueden lograr cambios a gran escala. Varios aspectos de los contextos sociales y culturales influyen en el alcance y la velocidad del cambio de comportamiento. Las redes sociales, por ejemplo, pueden amplificar la propagación de comportamientos que pueden ser tanto perjudiciales como beneficiosos, y estos efectos pueden propagarse a través de la red a amigos, amigos de amigos e incluso amigos de amigos de amigos.

Nos ha demostrado también que se puede fomentar un sentido de identidad y propósito compartido instando a pensar en términos de «nosotros» y actuar por el bien común. Un sentido emergente de identidad compartida y preocupación por los demás surge de la experiencia compartida de estar en un desastre. 

Cada persona es diferente, aunque tenga una identidad social compartida. Sin embargo, las personas somos seres sociales y como tales estamos en continua interacción con otras personas. La pertenencia a estos grupos va a determinar en parte cómo somos y cómo nos comportamos porque cuando pertenecemos a un grupo tendemos a interiorizar sus normas y valores. Así, mediante diferentes procesos sociales desarrollamos lo que se denominan «identidades sociales».

Quizás si adoptáramos un tipo de identidad colectiva empática, ya no ignoraríamos los problemas que nos rodean, sino que nos sentiríamos conmovidos por encontrar una solución juntos. 

La vida comunitaria puede convertir un desafío en algo que enfrentamos todos juntos y hacer de nuestro crecimiento personal un esfuerzo que emprendemos por el bien de quienes nos rodean. Cuando esas cosas ocurren, el progreso y la unidad suceden; con la unidad, todo se hace posible.

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