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Atravesando los valles del amor

John Hatcher | May 3, 2021

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John Hatcher | May 3, 2021

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La segunda etapa del amor o la atracción consiste en un deseo y anhelo abrumadores de alcanzar la presencia del amado, la mismísima condición de la definición común del amor mismo.

Pero como Bahá’u’lláh deja claro en «Los Siete Valles», esta etapa inicial de embelesamiento, aunque valiosa y estratégicamente importante, es por su propia naturaleza temporal. Debe conducirnos a otra etapa en nuestro amor, o de lo contrario se convertirá con toda seguridad en una fuente de destrucción en lugar de ser el comienzo de una relación en constante evolución:

Y si el amante, confirmado por el Creador escapa de las garras del águila del amor, entrará en el valle del conocimiento y saldrá de la duda para hallar la certeza, y se volverá de las oscuras ilusiones hacia la luz de guía…

Por esta razón, Abdu’l-Bahá, al hablar de los requisitos de un proceso para descubrir a un compañero de vida, nos aconseja que la atracción es importante, pero una vez que se ha producido esa atracción inicial, la pareja debe informarse del carácter interior del otro para ver si la atracción tiene un fundamento basado en algo más saludable y duradero que el atractivo sensual:

El matrimonio bahá’í es el compromiso de ambas partes, de una con la otra, y el apego mutuo de mente y corazón. Sin embargo, cada uno de ellos debe poner el máximo cuidado en informarse cabalmente sobre al carácter del otro, para que la alianza obligatoria establecida entre ellos sea un lazo que perdure para siempre.

Cómo encontrar una pareja se asemeja a encontrar una creencia

Esta investigación del carácter en una relación personal es paralela a la adquisición del conocimiento del carácter y las enseñanzas de la manifestación al examinar y adoptar una creencia espiritual profundamente arraigada.

Esto se consigue mediante prácticas como examinar hasta qué punto la vida y las acciones de la manifestación se ajustan a sus enseñanzas, estudiando la lógica y la sabiduría inherentes a las propias enseñanzas, explorando la historia de la religión y familiarizándose con las cualidades de quienes dicen ser sus adeptos. La adquisición gradual de conocimiento sobre aquellos por los que nos sentimos fuertemente atraídos nos informará de si la relación tiene una base sólida y debe proseguirse, o se basa en un atractivo circunstancial o emocional y, por tanto, debe abandonarse.

El objetivo último de este conocimiento es transmitido por Bahá’u’lláh en términos que resuenan en la totalidad de los textos bahá’ís. Es el concepto omnipresente de aprender a discernir «el fin en el principio».

Con esta enigmática frase, Bahá’u’lláh explica que todo conocimiento, ya sea de las leyes materiales o espirituales sobre la realidad, nos conduce en última instancia a la conciencia de que la fuente de toda la realidad es Dios, y que toda la creación adquiere su significado y propósito según el grado en que manifiesta algunos atributos o en que comprende a su Creador.

En cuanto al amor romántico entre seres humanos, llegamos a apreciar que nos sentimos atraídos el uno por el otro en virtud de haber sido creados a imagen de Dios. Pero como Dios no tiene una dimensión física per se, también llegamos a comprender que toda la creación es efectivamente el «templo» de Dios, la expresión exterior de su belleza divina. En resumen, nuestro amor o atracción por cualquier forma física o por cualquier concepto metafísico es, cuando se comprende correctamente, un camino que nos lleva al amor del Creador.

Así, el «fin» u objetivo de todo conocimiento es la comprensión y posterior amor a Dios.

En este sentido, cada aspecto de la creación física y cada experiencia que tenemos en ella no son más que un medio para este fin. En efecto, estamos siendo conducidos de forma incremental a esa fuente de la que emanamos como un soplo de espíritu, como seres esencialmente espirituales o almas humanas que operan temporalmente a través de una relación asociativa con un vehículo físico, el templo humano.

Nuestros cuerpos, nuestro edificio físico que «alberga» ese ser esencial, no dejan de ser un ejemplo de la obra del Creador. En el Corán encontramos la afirmación de que «hemos creado al hombre con el mejor de los moldes», un pasaje del que podríamos deducir que somos creaciones físicamente atractivas, que hemos sido creados con formas hermosas. La conciencia de nuestra propia belleza, de nuestra propia forma humana, se manifiesta en términos obvios o manifiestos en cualquier examen superficial de la historia del arte. Nuestro asombro más fundamental, la contemplación de nuestra propia constitución física, hace que nunca nos cansemos de ver imágenes del resplandor de esa belleza.

El valle del conocimiento

El valle del conocimiento es la tercera etapa del amor, en la que nos asombramos de esta atracción. En esta etapa del progreso del amor, nos damos cuenta de que tanto la fuente primigenia de esta fascinación como su resultado final nos llevan al conocimiento del Creador a cuya imagen estamos hechos.

Nuestra atracción por esa forma sutil de nosotros mismos no deriva simplemente de una reacción sexual o bioquímica. En realidad, percibimos en esa compleja expresión de la belleza la forma o la idea de la belleza como atributo divino. Subyacente a nuestro amor por una expresión concreta de un atributo divino está nuestra atracción por una expresión más elevada y abstracta de ese mismo afecto, nuestro amor por el concepto de belleza en sí mismo.

La fuente última de nuestro afecto por todas las realidades abstractas -la belleza, la verdad, la justicia y otras similares- es el Creador, o lo que Sócrates llamaba «el Bien».

El Valle de la Unidad

Bahá’u’lláh llamó a la cuarta etapa del amor el valle de la unidad, una experiencia subjetiva, más que puramente intelectual, de la integridad subyacente de la creación y la coherencia del plan de Dios.

En esta etapa de amor, toda la realidad física se entiende como una expresión orgánica de la realidad divina, y tanto los aspectos físicos como los metafísicos de la realidad se experimentan como una emanación del único Creador. En «Los Siete Valles», Bahá’u’lláh presentó varias analogías vívidas para ilustrar esta misma experiencia. En esta etapa de iluminación -el valle de la unidad- uno se da cuenta de que toda distinción o variación en la creación deriva únicamente de la perspectiva del observador. Por analogía, varios terrenos aparecerán con diversos matices, texturas y luminiscencia, aunque todos estén iluminados por la luz del mismo sol. En otras palabras, todas las variaciones aparecen debido a las distinciones entre lo que está iluminado, mientras que la luz del sol en sí misma permanece constante y sin variación.

Una vez que entramos en esta etapa, sentimos o experimentamos la unidad esencial de la realidad que subyace a todas las nociones de distinción. En tal condición, los conceptos de primero y último, de visto y no visto, dejan de tener importancia, porque toda la creación se entiende como una expresión orgánica de una sola realidad, la realidad del Creador. Como Bahá’u’lláh escribió en «Los Siete Valles»:

En este plano, entonces ¿qué vida tienen palabras como «primero» o «último» y otras como ellas vistas o mencionadas? En este dominio lo primero es lo último mismo y lo último no es sino lo primero.

Habiendo reconocido y experimentado esta unidad esencial de la creación, el buscador puede entonces alcanzar la quinta etapa, el valle del contento. Bahá’u’lláh describió ésta y las etapas místicas posteriores de «Asombro» y «Verdadera pobreza y nada absoluta» de formas tan inefables que trascienden la capacidad del lenguaje para representarlas adecuadamente:

La lengua es impotente para describir estos tres Valles, y la palabra resulta inadecuada. La pluma no entra en esta región, y la tinta deja sólo un borrón. En estos planos, el Ruiseñor del Corazón tiene otros cantos y secretos que conmueven el corazón y hacen exclamar al alma, mas este misterio del significado íntimo sólo puede ser susurrado de corazón a corazón, confiado sólo de pecho a pecho.

Bahá’u’lláh aludió a la satisfacción que el buscador o amante experimenta en esta etapa de la evolución de la relación amorosa con varios pasajes poéticos eficaces. En este valle, escribió, el amante «quema los velos del deseo» y «de la congoja pasa al arrobamiento, de la angustia al regocijo. Su aflicción y su dolor ceden paso al deleite y embeleso».

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