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El camino hacia un liderazgo justo: Principios espirituales para gobernar

Zarrín Caldwell

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Zarrín Caldwell | Ene 30, 2025

Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.

Cuando era joven, respetaba a quienes desempeñaban funciones en el gobierno. Dada mi crianza y educación tanto en la fe bahá’í como en Estados Unidos, los veía como personas que contribuían al bien público y realizaban una carrera honorable.

Sin embargo, hoy en día, en un mundo cada vez más caótico e interconectado, parece que se desconfía cada vez más de los funcionarios públicos, que se socava su autoridad y que ya no se valoran sus contribuciones.

Ciertamente, un número cada vez mayor de líderes políticos actuales, en los gobiernos de muchas naciones, fomentan el conflicto, son injustos y corruptos, y persiguen sus propios intereses egoístas a expensas de los ciudadanos a los que se supone que sirven, pero eso pasa por alto a los muchos que sirven con honestidad e integridad.

Mi lectura de los escritos bahá’ís casi siempre me devuelve a la visión de conjunto, al tiempo que intento evitar estereotipos y etiquetas. Al contrario de la tendencia contemporánea de vilipendiar a los académicos y gobernantes de la sociedad, los escritos bahá’ís alaban el papel fundamental que desempeñan en el avance de la civilización, aunque ello venga acompañado de otras explicaciones y advertencias.

En El secreto de la civilización divina, uno de mis libros bahá’ís favoritos, Abdu’l-Bahá dice, en esencia, que debe haber orden en el mundo, lo que requiere instituciones de gobierno. En varios párrafos se refiere al valor de los consejos y parlamentos elegidos democráticamente. También elogia el papel de los profetas de Dios, los reyes justos, los «ministros eminentes y honorables del Estado y representantes… los hombres de fama y saber consumado».

Abdu’l-Bahá dedicó un texto significativo a alabar el papel de los miembros del parlamento, los líderes del pueblo, los eminentes divinos y los académicos. A lo largo de El Secreto de la civilización divina, enumeró los rasgos que estos individuos deben poseer. Refiriéndose, por ejemplo, a los eruditos espirituales, escribió que ellos:

…deben caracterizarse por las perfecciones tanto interiores como exteriores; deben poseer un buen carácter, una naturaleza esclarecida, intención pura, así como un poder intelectual, brillantez y discernimiento, intuición, discreción y previsión, templanza, reverencia y un sentido del temor de Dios.

Abdu’l-Bahá dedica varias páginas a los atributos de perfección necesarios para tales líderes del pensamiento. Estos incluyen «el saber y los logros culturales de la mente» junto con el conocimiento de las leyes, el arte de gobernar y la historia; «la justicia y la imparcialidad», incluyendo no tener en cuenta las ventajas egoístas y considerar el bienestar de la comunidad; y alzarse con «sinceridad completa y pureza de intención a educar a las masas», incluyendo la ampliación del alcance de las ciencias útiles y el comercio.  Si viven su vida de esta manera y aspiran a la excelencia, da a entender, pueden convertirse en «lámparas de guía entre las naciones y estrellas de la buena fortuna que brillan desde el horizonte de la humanidad».

El secreto de la civilización divina fue escrito inicialmente de forma anónima por Abdu’l-Bahá en 1875 para, entre otras cosas, aconsejar al entonces gobernante de Persia (Naser al-Din Shah del Imperio Qajar) sobre asuntos públicos y la conducta propia de los líderes de gobiernos justos. Los consejos de Abdu’l-Bahá incluían la utilización de algunas ideas modernistas, sin la filosofía materialista, de las civilizaciones occidentales. Alabó las numerosas contribuciones de Persia al progreso, al tiempo que definió la regresión y el atraso causados por líderes religiosos y políticos fanáticos y corruptos.

Para no exonerar de responsabilidad a los líderes destructivos, su libro se refiere, entre otros, a gobernantes militaristas como Napoleón Bonaparte, que, según él, destruyó «países florecientes» y «sembró el terror y la angustia» por toda Europa. Contrasta a Napoleón y otros gobernantes que causaron la ruina universal con un rey sasánida del siglo VI, Anúshírván, conocido como uno de los más grandes emperadores de Persia por su reinado justo y equitativo.

Aunque incluye relatos antiguos y una visión amplia de las historias religiosas y seculares, Abdu’l-Bahá no se detiene en lo negativo en su libro. Por el contrario, expone una visión de una civilización divina, basada en la virtud moral y que impulsa el aprendizaje y el desarrollo modernos. A lo largo de los escritos bahá’ís, pero especialmente en este pequeño volumen, se anima a los individuos, y específicamente a aquellos a quienes se confían cargos públicos, a elevarse a los niveles más altos de honestidad, logro y excelencia.

Esta obra seminal no está destinada únicamente a un pequeño grupo de gobernantes de hace más de un siglo en Oriente Próximo. También ofrece muchas ideas para nuestro tiempo. Su padre, Bahá’u’lláh, le pidió a Abdu’l-Bahá, quien tenía poco más de 30 años cuando escribió este libro, que, entre otras cosas, esbozara las causas de las mejores prácticas de gobierno y desarrollo del mundo.

No obstante, es posible que ese proceso no sea tan rápido como deseamos. Hacia el final de la obra, Abdu’l-Bahá escribió que el mundo político:

…no puede desarrollarse instantáneamente desde el nadir de lo defectuoso hasta el cenit de la rectitud y perfección. Antes bien, las personas cualificadas deben esforzarse día y noche, y valerse de todas las vías de progreso a su alcance, hasta que el Gobierno y el pueblo se desarrollen en todos los sentidos, de día en día, incluso de momento a momento.

Además de los dones divinos de Dios y la importancia de la educación religiosa, otro tema clave de su libro, Abdu’l-Bahá esbozó algunas otras condiciones necesarias, diciendo que cuando:

… se conjugan las intenciones puras y la justicia de gobernante, la sabiduría y consumada destreza y dotes de gobierno de las autoridades al mando, y la determinación y esfuerzos ilimitados del pueblo. Entonces se han de volver claramente manifiestos, con cada día que pase, los efectos del progreso, de las reformas de grandes vuelos, de la honra y prosperidad del Gobierno y del pueblo por igual.

Cualquiera que desee examinar un magnífico y clarividente proyecto para una cultura global pacífica, justa y unificada haría bien en explorar las recomendaciones que Abdu’l-Bahá formuló en El secreto de la civilización divina.

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