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La Casa Universal de Justicia: Liderando con humildad y amor

Shahbaz Fatheazam | Mar 21, 2024

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Comprender la singular administración bahá’í significa comprender a los hombres y mujeres que participan en ella, no solo para establecer hechos históricos y paradigmas de los sistemas, sino para examinar la motivación humana.

Este tipo de conocimiento no es el conocimiento de verdades lógicas, ni el conocimiento de cómo hacer las cosas, ni siquiera el conocimiento alimentado por la creencia. Es más bien el conocimiento que pretendemos tener de un amigo, de su carácter, de sus formas de pensar y actuar, el sentido intuitivo de la personalidad y los sentimientos.

Son los individuos, hombres y mujeres, jóvenes y niños, los que han conformado el mundo bahá’í, su unidad sin precedentes, su amplia presencia global, sus instituciones embrionarias, su servicio comunitario vanguardista, todo ello construyendo un orden administrativo único a partir del mundo externo y corpóreo del esfuerzo humano. Este sistema administrativo bahá’í sin paralelo, elegido democráticamente, sin clero ni órdenes eclesiásticas, sin partidos políticos ni partidismo de ningún tipo, se caracteriza de este modo en los escritos bahá’ís:

Todos deben volverse hacia el Libro Más Sagrado, y todo lo que no esté anotado expresamente allí debe ser referido a la Casa Universal de Justicia…

Si hubiera diferencias de opinión, la Casa Suprema de Justicia resolvería inmediatamente los problemas. Cualquiera que sea su decisión, por mayoría de votos, será realmente la verdad, por cuanto esa Casa se encuentra bajo la protección, la guía infalible y el cuidado del único y verdadero Señor. … La Casa Suprema de Justicia debería ser elegida según el sistema seguido en la elección de los parlamentos de Europa.

Y cuando los países sean guiados, las Casas de Justicia de los distintos países elegirán la Casa Suprema de Justicia. En el momento en que todos los amados de Dios de cada país nombren a sus delegados, y éstos a su vez elijan a sus representantes, y estos representantes elijan un órgano, este órgano será considerado como la Suprema Casa de Justicia. [Traducción provisional de Oriana Vento]

Filósofos y teólogos han soñado durante siglos con una religión gestionada democráticamente, y ahora el mundo tiene una en la fe bahá’í.

Comprender mejor este tema significa comprender a los miembros de la Casa Universal de Justicia; después de todo, la plausibilidad de la administración bahá’í descansa en la posibilidad de contar con miembros ejemplares, y gran parte de la estima de las instituciones surge de la forma en que se promulgan. Además, la lealtad y el talento son importantes para organizar los órganos administrativos bahá’ís y para explicar la coherencia institucional. Por tanto, centrarse en la vida de los miembros es totalmente pertinente, aunque la comunidad bahá’í sabe que no existen líderes bahá’ís en el sentido de autoridad individual. El principio del líder cede ante el principio colegial como cimiento de la administración bahá’í.

Al conocer a estos miembros de la Casa de Justicia, la impresión más sorprendente, la que permanece, es cómo se preserva y exhibe la imperfección humana en el escenario público. Nunca se intenta presumir de atributos morales o imitar la virtud. Los alardes de santidad o la pretensión de conocimiento místico pueden ser los medios favoritos de publicidad en la falsa espiritualidad del claustro medieval o de los credos modernos, pero en esta singular membresía, la virtud humana se comprime, no en la floreciente compañía del «ingenio o el valor», sino en otro par de atributos, del tipo vulnerable y olvidado: la humildad y el amor incondicional, un amor que se da libremente y con perdón. Son las faltas, no la hipocresía, las que triunfan.

En lugar de ensombrecer la fe que profesan, tales defectos son los términos particulares de cariño de estos miembros de la Casa Universal de Justicia.

Una vez elegidos cada cinco años, no hay pompa ni toga especial que realce el rango ceremonial, ni tocado que anuncie el protocolo, ni redondeos artificiales que halaguen la conexión personal, ni besamanos, ni sermones atronadores tras el púlpito, ni bordados ornamentales que cubran la superintendencia eclesiástica, ni cánticos retumbantes de memoria. En presencia de los miembros de la Casa Universal de Justicia, cualquier aire de satisfacción mutua es inexistente, sin falsas estimaciones de carácter que traicionen la ambición y libre de vestigios de supremacía. La legitimidad de estos miembros no depende de su título, sino de un cargo que descansa en la garantía permanente de Bahá’u’lláh de que «Dios, ciertamente, los inspirará con todo lo que Él desee…».

Este cargo único emancipa a los miembros de la Casa Universal de Justicia de sostener cualquier opinión sobre su propia rectitud o de comerciar con personificaciones de la perfección o de la penitencia cabal. En cambio, las repercusiones de su solemne obligación les ejercita en los hábitos de la humildad, la mansedumbre y la paciencia.

RELACIONADO: Una esperanza para el mundo: La Casa Universal de Justicia

Miembros de la primera Casa Universal de Justicia, elegidos en 1963

Estas son mis percepciones, pero es infinitamente más valioso escuchar directamente a quien tuvo el inestimable honor de servir durante más tiempo a la Casa Universal de Justicia, el ya fallecido bahá’í Ian Semple. Él escribe en su diario:

Hushmand [Fatheazam] regresó de una visita a Inglaterra el 29 de enero de 1967, elevando a nueve el número de miembros [de la Casa Universal de Justicia] presentes en Tierra Santa. Apunto un comentario en mi diario de aquel momento que me parece importante. Me pregunto si esta primera Casa Universal de Justicia está especialmente bendecida, o si este amor y armonía entre los miembros continuará siempre. En cierto sentido ha sido un poco como una historia de amor. Los primeros días y meses incomparables en los que todos estábamos abrumados y unidos en un afecto extático, ignorantes como éramos la mayoría de la naturaleza de los demás, confiando impotentemente en la guía de Dios para lo que el futuro revelaría. Ahora, después de casi cuatro años [1967], todos nos conocemos mucho mejor, tanto nuestras virtudes y capacidades como nuestros defectos y carencias. El arrobamiento inicial solo reaparece de vez en cuando, pero su lugar ha sido ocupado por un profundo respeto y amor mutuos, cada uno conociendo a los demás y sabiendo que los demás le conocen a él, y, sin embargo, a pesar de todas nuestras fragilidades humanas, a pesar de todos nuestros antiguos desacuerdos fuertemente mantenidos en las consultas, no se ha levantado ninguna barrera entre ninguno de nosotros. Veo, al observar a mis compañeros, cómo crecen en estatura espiritual, comprensión y amplitud de miras; y sé cómo he crecido yo mismo y cómo incluso ahora soy consciente de tantos defectos de los que debo librarme.

Tropezamos una y otra vez, pero cada vez nos levantamos y nos esforzamos una vez más por ser dignos de la alta vocación que nuestros compañeros creyentes nos han encomendado. Ahora, treinta años después de que escribiera aquellas palabras, puedo atestiguar que el mismo espíritu sigue existiendo, y que ha persistido a través de todas las vicisitudes y cambios de miembros que se han producido en estos años.

La genialidad del orden mundial de Bahá’u’lláh es que la humildad genuina de sus administradores en servicio en este paisaje legalista de norma y orden, rango y jerarquía, garantiza que nadie busque favores ni celebre la fama. Esa promesa escatológica atemporal, la venida del Prometido, consagra ahora un ethos de servicio amoroso entre sus seguidores.

Este artículo es una adaptación del libro «El Último Refugio: Cincuenta años del Ministerio de la Casa Universal de Justicia», de Shahbaz Fatheazam.

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