Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Todos tenemos defectos. Nadie es perfecto, y esto puede hacer que la convivencia con otros seres humanos sea desafiante y difícil. Debido a las imperfecciones humanas, todos tenemos la tendencia a ver los defectos de los demás.
Sin embargo, la sabiduría espiritual de los profetas del mundo, desde la antigüedad hasta ahora, nos previene contra esta forma de ver a los demás, y nos aconseja que primero miremos en nuestro interior, que nos centremos en nuestros propios defectos.
En su libro místico Las palabras ocultas, Bahá’u’lláh, el profeta y fundador de la fe bahá’í, escribió:
¡Oh compañero de Mi Trono! No escuches lo malo ni lo mires, no te degrades a ti mismo, ni suspires ni llores. No hables lo malo, para que no lo oigas decir a ti, y no agrandes las faltas de los demás para que tus propias faltas no parezcan grandes; y no desees la degradación de nadie, para que no se exponga tu propia degradación.
Jesucristo, según Mateo 7:3-5, dijo algo muy parecido:
¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo dirás a tu hermano: “Déjame sacar la paja de tu ojo”, cuando tienes la viga en el tuyo? ¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano.
Según el escritor Jonathan Haidt en su libro La hipótesis de la felicidad, la mayoría de las personas tienen la tendencia a pasar por alto sus propios defectos mientras se centran en los de los demás. De hecho, esto se ha demostrado en numerosos estudios psicológicos.
¿Por qué magnificamos los defectos de los demás?
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Según Haidt, esto se debe a que, mientras que los defectos de los demás son evidentes para nosotros, tendemos a mirarnos en un:
… espejo de color de rosa… Juzgamos a los demás por su comportamiento, pero pensamos que tenemos información especial sobre nosotros mismos: sabemos cómo somos «realmente» por dentro, así que podemos encontrar fácilmente formas de explicar nuestros actos egoístas y aferrarnos a la ilusión de que somos mejores que los demás.
Haidt también relaciona nuestra incapacidad para ver nuestros propios defectos con lo que Dorian Gray y Emily Pronin llaman «realismo ingenuo»: todos creemos que vemos el mundo tal y como es objetivamente, incluida nuestra percepción de los demás y de nosotros mismos.
Tal vez otra razón por la que vemos los defectos de los demás es que podemos imponerles nuestros propios criterios. Si decido caminar por el sendero espiritual, inevitablemente tendré que mejorar, superar mis propias imperfecciones y desarrollar cualidades espirituales como la bondad y la paciencia. Pero no es tarea fácil. En mi sincero esfuerzo por mejorarme a mí mismo, es probable que me imponga un cierto estándar, y es este mismo estándar el que también puedo imponer a los demás.
Entonces, ¿cómo podemos dejar de fijarnos en los defectos de los demás?
Las enseñanzas bahá’ís nos animan a rendirnos cuentas a nosotros mismos cada día. Esta práctica milenaria, que los escritos de Bahá’u’lláh también fomentan, implica reflexionar sobre nuestras acciones cada día. Esto significa sopesar las cosas que creemos que hemos hecho bien y las que podríamos haber hecho mejor.
Esta práctica esencialmente espiritual implica mirarnos a nosotros mismos con sinceridad cada día y buscar nuestras propias imperfecciones, como señala claramente esta cita de un discurso que Abdu’l-Bahá pronunció en Boston en 1912:
Es mi esperanza que podáis considerar esta cuestión, que podáis buscar vuestras propias imperfecciones y no penséis en las imperfecciones de nadie más. Esforzaros con todo vuestro poder para estar libres de imperfecciones. Las almas negligentes están siempre buscando las faltas de los demás. ¿Qué puede saber un hipócrita de las faltas de otros cuando está ciego de las propias? … En tanto un hombre no encuentre sus propias faltas, jamás podrá ser perfecto. Nada es más fructífero para el hombre que el conocimiento de sus propios defectos.
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Haidt también dice que tenemos que atender la llamada del antiguo consejo de ver nuestros propios defectos:
Cuando encuentres un defecto en ti mismo, te dolerá, brevemente, pero si sigues adelante y reconoces el defecto, es probable que te veas recompensado con un destello de placer que se mezcla extrañamente con una pizca de orgullo.
Puesto que es difícil mirarnos a nosotros mismos con sinceridad y afrontar nuestras faltas, también es crucial recordar que Dios nos ama incondicionalmente, independientemente de lo que hayamos hecho o dejado de hacer. No hay pecado lo suficientemente grande como para impedir que Dios nos ame, porque Él es el «Todo-amoroso». Dicho esto, también debemos darnos cuenta de que Dios quiere que seamos buenos y que actuemos con nobleza. Si no lo hacemos, aunque Él nos seguirá amando, nuestras malas acciones nos apartarán de ese amor, como una persona que está a la sombra se separa de la luz. Esto nos lleva al perdón de Dios: no importa lo lejos que nos hayamos alejado del camino de la virtud, las enseñanzas de todas las grandes religiones nos aseguran que Dios nos perdonará y nos dará la oportunidad de volver al camino.
Así pues, ignorar las faltas de los demás implica mirarnos honestamente a nosotros mismos, ser cariñosos con los demás y saber que Dios nos ama a todos.
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