Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Hace cien años, inmediatamente después del hundimiento del Titanic el 15 de abril de 1912, Abdu’l-Bahá respondió a la cuestión del «problema del mal» de esta manera:
En los últimos días un hecho terrible ha sucedió en el mundo, un acontecimiento que entristeció a todos los corazones y acongojó a todos los espíritus. Me refiero al desastre del ‘Titanic’, en el cual se ahogaron muchos de nuestros congéneres, un número de almas hermosas pasaron más allá de esta vida terrenal. Aunque tal suceso es lamentable, debemos entender que todo lo que sucede es debido a alguna sabiduría y que nada sucede sin una razón…
Cuando pienso en ellos, me siento en verdad muy triste. Pero cuando considero esta calamidad desde otro aspecto, me consuelo al entender que los mundos de Dios son infinitos; que aunque ellos fueron privados de esta existencia, tienen otras oportunidades en la vida del más allá, así como Jesucristo dijo: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones”. Fueron llamados de lo temporal y trasladados a lo eterno; abandonaron esta existencia material y atravesaron los portales del mundo espiritual. Renunciando a los placeres y comodidades de lo terrenal, ellos ahora participan de una alegría y felicidad mucho más permanente y real, pues se han apresurado hacia el Reino de Dios. La misericordia de Dios es infinita, y es nuestro deber recordar en nuestras oraciones y súplicas a esas almas que han partido para que puedan ser atraídas cada vez más cerca de la Fuente misma…
Por lo tanto, las almas de aquellas que se han ido de la tierra y han completado su lapso de peregrinaje mortal en el desastre del ‘Titanic’, se han apresurado hacia un mundo superior a éste. Han emprendido vuelo alejándose de estas condiciones de tinieblas y oscura visión hacia el reino de luz. Estas son las únicas consideraciones que pueden consolar a aquellos que han quedado atrás.
Además, estos sucesos obedecen a causas más profundas. Su propósito es el de enseñar al hombre ciertas lecciones. Estamos viviendo en una época en la que se ha depositado la confianza en las circunstancias materiales. Los hombres se imaginan que el gran tamaño y la fortaleza de un barco, la perfección de su maquinaria, o la pericia de un navegante, garantizarán la seguridad, mas estos desastres tienen lugar algunas veces para que el hombre pueda comprender que Dios es el verdadero protector. Si es la voluntad de Dios proteger al hombre, un pequeño barco puede escapar de la destrucción, en tanto que el más grande y más perfectamente construido navío, con el mejor y más hábil navegante, no puede sobrevivir a un peligro tal como el que se presentó en el océano. El propósito es que los pueblos del mundo puedan volverse hacia Dios, el único Protector; que las almas humanas confíen en Su preservación y sepan que Él es la verdadera seguridad. Estos hechos ocurren para que la fe del hombre pueda crecer y fortalecerse. Por ello, aunque nos sintamos tristes y abatidos, debemos suplicar a Dios para dirigir nuestros corazones hacia el Reino, y rogar por aquellas almas que se han ido, con fe en Su infinita misericordia, de modo tal que, aunque ellas hayan sido privadas de esta vida terrenal, puedan gozar de una nueva existencia en las mansiones supremas del Padre Celestial. Que nadie imagine que estas palabras implican que el hombre no debe ser esmerado y cuidadoso en sus empresas. Dios ha dotado al hombre de inteligencia para que sea capaz de salvaguardar y protegerse a sí mismo. Por lo tanto, él debe proveerse y rodearse de todas aquellas cosas que la habilidad científica pueda producir. Debe ser cauto, concienzudo y cabal en sus propósitos, construir el mejor barco y conseguir el capitán más experimentado, pero con todo, debe confiar en Dios y considerar a Dios como su único Guardián. Si Dios protege, nada pondrá en peligro la seguridad del hombre; y si no fuese Su voluntad salvaguardar, ninguna medida de preparación y precaución servirá. – Abdu’l-Bahá, La Promulgación de la Paz Universal.
Cuando se producen terremotos, tornados, tifones y tsunamis, los seres humanos sufren. Pero en los tiempos modernos, su sufrimiento no se debe tanto al suceso en sí, sino a qué, dónde y cómo hemos construido nuestras estructuras y refugios. En las peores catástrofes, nuestros edificios se nos caen encima, y nuestras propias casas nos hieren y matan. Cuando sabemos que vivimos en un país de tornados, un sótano o un refugio es una buena idea. Cuando sabemos que vivimos en un país de tsunamis o huracanes, las casas cercanas a la playa deben estar construidas con cuidado y solidez, elevadas sobre cimientos elevados y hechas para resistir vientos y olas fuertes. Cuando vivimos en zonas sísmicas, nuestros edificios deben ser resistentes, así como capaces de flexionarse y absorber el movimiento. Ahora sabemos lo suficiente desde el punto de vista científico como para protegernos y prepararnos para las inundaciones, los incendios y cualquier otro tipo de desastre natural. Si valoramos la vida humana y nos preocupamos por los demás, nos esforzaremos por proteger a nuestras familias, vecinos y comunidades.
En otras palabras, todos tenemos la responsabilidad de mitigar los desastres. Como dice Abdu’l-Bahá, todos debemos ser «deliberados, reflexivos y minuciosos» en nuestra preparación para los peligros de esta vida física, y debemos confiar en Dios como la máxima protección.
Lee el artículo anterior de la serie: Los desastres naturales y el problema del mal.
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