Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Los prejuicios religiosos, dicen repetidamente las enseñanzas bahá’ís, no tienen cabida en el mundo moderno. Abdu’l-Bahá, en una charla que dio en Maine en 1912, dijo:
Desde el comienzo de la historia humana hasta nuestros días, el mundo de la humanidad no ha disfrutado un día de absoluto descanso y relajación del conflicto y la lucha. La mayoría de las guerras tuvieron su origen en el prejuicio religioso, el fanatismo y el odio sectario. Los religiosos han anatematizado a los religiosos, cada uno considerando al otro privado de la merced de Dos, morando en una espesa oscuridad y como hijos de Satán. Por ejemplo, los cristianos y los musulmanes consideraban satánicos y enemigos de Dios a los judíos. Por tanto, los insultaban y perseguían. Gran número de judíos fueron muertos, sus hogares saqueados y quemados y sus hijos llevados en cautiverio.
Uno de los prejuicios predominantes en el mundo, el antisemitismo, se ha extendido como una enfermedad virulenta durante muchos siglos. Para tomar acción y romper los estereotipos en los que los judíos han sido forzados, ofrezco mis experiencias personales.
Muchas, muchas personas de origen judío me han influido y afectado profundamente, pero en aras de la brevedad les hablaré de tres.
Uno, un representante de ventas farmacéuticas jubilado que había trabajado en África, fue criado en una familia judía y se hizo bahá’í. Le había escuchado hablar varias veces en diversas reuniones en Estados Unidos tras su jubilación. Era un hombre elegante, elocuente y sensible, que llevaba su corazón en la manga, se emocionaba fácilmente y, siendo modesto, se esforzaba por ocultar esta sensibilidad. Al hablar, su amor por el aprendizaje se hacía evidente y su actitud devocional revelaba una fe profunda y maravillosa. Benjamín Levy era su nombre.
Una vez le invité a dar unas charlas en mi universidad. Viajó cientos de kilómetros a sus propias expensas para venir a ayudarme. Se alojó en mi casa, mostró un gran interés por mí y por mis amigos, cocinó cenas para nosotros, compartió oraciones y contó historias. Este hombre maravilloso, brillante, estudioso y generoso se convirtió rápidamente en mi nuevo padre ideal, ya que crecí sin uno. Su humildad, su apasionada devoción a Dios, su ejemplar vida familiar, su inigualable dedicación al servicio de los demás, su devoción a la erudición honesta, su completa falta de pretensiones y su gran amabilidad me mostraron algunas de las más brillantes gemas de la cultura y el carácter judíos.
Esto me lleva a dos de mis amigos más cercanos, ambos criados en la fe judía y quienes se hicieron bahá’ís. No mencionaré sus nombres, porque mis elogios podrían avergonzarlos. Es difícil hablar de ellos porque mi vínculo emocional es muy profundo. Tal vez baste decir que a través de ellos he comprendido la grandeza a la que pueden aspirar las almas dulces, bondadosas y puras. Son estrellas brillantes en los cielos espirituales de la guía, almas grandes, verdaderas luces para todos los que las conocen, y torres de fortaleza para los que las necesitan. Cuando me meto en problemas, pienso en ellos, y me ayudan a salir adelante.
En nuestras conversaciones, mis amigos y yo volvemos a menudo a la deficiente educación religiosa de mi infancia y a lo que he aprendido desde entonces como bahá’í. He aprendido, principalmente, que la religión no es algo estático e inmutable, sino que es progresiva. Cambia con el tiempo con la llegada de nuevos mensajeros y nuevas condiciones sociales. Crece y madura, al igual que las personas.
Cada época requiere soluciones diferentes, como señaló Abdu’l-Bahá en un discurso que pronunció en Boston en 1912:
Los precedentes principios éticos no pueden aplicarse a las necesidades del mundo moderno. Pensamientos y teorías de edades pasadas son ahora improductivos. Tronos y gobiernos se desmoronan y caen. Todas las condiciones y requisitos del pasado, inservibles e inadecuados para el tiempo presente, están pasando por una reforma radical. Por tanto, es evidente que la enseñanza religiosa espuria y falsa, formas de creencias anticuadas e imitaciones ancestrales, las cuales están en divergencia con los fundamentos de la realidad divina, deben desaparecer o ser reformadas. Deben ser abandonadas y nuevas condiciones deben ser reconocidas. La moral de la humanidad debe sufrir un cambio. Nuevos remedios y soluciones para los problemas humanos deben ser adoptados. Los mismos intelectos humanos deben cambiar y someterse a la reforma universal. Del mismo modo que los pensamientos e hipótesis del pasado son hoy inútiles, del mismo modo los dogmas y códigos de invención humana son obsoletos e improductivos en el ámbito de la religión. Más aún, es cierto que son causa de enemistad y llevan a la contienda en el mundo de la humanidad; la guerra y el derramamiento de sangre provienen de ellos, y la unidad de la humanidad no es reconocida en su cumplimento. Por tanto, es nuestro deber en este siglo radiante investigar los elementos de la religión divina, buscar las realidades que subyacen en le unidad del mundo de la humanidad y descubrir la fuente de la camaradería y la armonía, que unirá a la humanidad con el lazo celestial del amor. Esta unidad es el esplendor de la eternidad, la espiritualidad divina, el resplandor de Dios y la munificencia del Reino.
Como el resto de la humanidad, los judíos tienen el deber diario de refinar su carácter. Pero, sobre todo, el pueblo judío en su conjunto tiene la misma tarea colectiva que esta nueva era nos ha concedido a todos: la unificación del planeta y de su gente.
Esto confiere a todos la obligación espiritual de considerar los signos de los tiempos, ponderar cuidadosamente su significado y buscar la fuente del cambio en esta magnífica era, como dijo Abdu’l-Bahá en la charla que dio en Maine:
Cuando la luz de Bahá’u’lláh asomó en el Este, Él proclamó la promesa de la unidad de la humanidad. Se dirigió a toda la humanidad, diciendo: “Sois todos frutos de un solo árbol. No hay dos árboles; un árbol de la merced divina y otro de Satán”. Además, Él dijo: “Sois frutos de un solo árbol, hojas de una sola rama”. Este fue Su anuncio; ésta fue Su promesa de la unidad del mundo de la humanidad. Y todo anatema y execración fueron definitivamente abolidos. Él dijo: “No es digno del hombre insultar al otro; no es propio que el hombre atribuya oscuridad a otro; no es apropiado que un ser humano considere a otro como malo. No. Más bien toda la humanidad es sierva de un solo Dios. Dios es el Padre de todos; no existe una sola excepción a esa ley, no existe el pueblo de Satán; todos pertenecen al Misericordioso. No hay oscuridad, todo es luz. Todos son siervos de Dios, y el hombre debe amar a la humanidad desde el fondo de su corazón.
Cuando alcancemos este estado de madurez, amor y gracia, llegará la victoria que todos esperamos.
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