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Historia

La mujer que intentó matar al profeta

Tom Lysaght | Nov 3, 2019

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Tom Lysaght | Nov 3, 2019

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En el siglo XIX, el hombre persa protegía a su mayor posesión ocultándola y envolviendo sus méritos con misterio. Cubría a su esposa con gran recelo, así como con tela.

Una casa persa de ese tiempo se asemejaba a una prisión, con mujeres en régimen de aislamiento en un centro apartado y aislado. Este núcleo enclaustrado en cada casa, llamado un andaruni o lugar sagrado, era difícilmente bendecido o tenido en alta estima por sus reclutas femeninas.

Con la mayor parte de sus vidas confinadas dentro de las paredes de una casa, las mujeres persas no podían participar en asuntos públicos. Ni siquiera podían tener opinión sobre su propio destino. Solo el hecho de preguntarle a un hombre persa sobre cierta mujer de su familia se consideraba descortés, si no insultante. Se consideraba invasivo y ofensivo incluso preguntar el nombre de la esposa de un hombre. La forma apropiada de referirse a ella era «la persona en la casa» o, si fuera tan bendecida como para tener un hijo, podría ser designada como «la madre de tal y tal».

En esa época y en esa cultura, una mujer no era un individuo; su existencia solo podía estar asociada a la existencia de un hombre.

Tahirih

Tahirih

Este ambiente tan limitado y claustrofóbico para las mujeres persas hace que la audaz proclamación de Tahirih en julio de 1848 sea aún más notable.

En la Conferencia de Badasht, se quitó el velo obligatorio y declaró la emancipación de todas las mujeres en todas partes. Su valiente acto ocurrió dos semanas antes de la famosa Convención de Seneca Falls en el estado de Nueva York.

No fue un gesto caprichoso o meramente personal, aquel valiente acto de Tahirih ese día ocurrió en coordinación con el Bab y Bahá’u’lláh. Separados en el espacio pero unidos en su propósito, esos dos mensajeros de Dios proclamaron que había amanecido un Nuevo Día. El Bab lo hizo transformando un tribunal público en Tabriz, convocado para humillarlo, en una plataforma para anunciar que él era el Prometido de todas las religiones.

Mientras tanto, Bahá’u’lláh galvanizó a los primeros seguidores del Bab como los rompedores del alba de este nuevo día de cambio progresivo. Entre estas enseñanzas evolutivas,  Abdu’l-Bahá, el hijo de Bahá’u’lláh, comenta acerca de la dramática proclamación Tahirih:

El mundo de la humanidad tiene dos alas: una es la mujer y la otra es el hombre. Hasta que ambas alas no se hayan desarrollado igualmente, el pájaro no podrá volar. Si un ala permanece débil, el vuelo es imposible. Hasta que el mundo de la mujer no llegue a ser igual al mundo del hombre en la adquisición de virtudes y perfecciones, no se alcanzarán el éxito y la prosperidad como debieran ser. – Selecciones de los Escritos de Abdu’l-Bahá, pág. 225.

Estas enseñanzas revolucionarias, así como los personajes heroicos asociados con ellas, son conocidas para la mayoría de los lectores de la historia bahá’í, pero menos conocida es una mujer que podría considerarse un engaño para Tahirih.

En 1848, la esposa de Muhammad Shah, Mahd Ulya , afirmó su propia versión onerosa de los derechos de las mujeres. Decidida a ver a su hijo adolescente suceder a su esposo moribundo como Sha, la Madre Real conspiró para eliminar a todos los rivales y acelerar la desaparición del rey. Su intención: gobernar a través de su hijo, no a la luz de la nueva conciencia de 1848 (este fue el «Año de la Revolución» en Europa), sino en la oscuridad de la antigua tiranía e intolerancia.

Aunque nacida en una prominente familia Qajar, Mahd Ulya había sido el peón femenino habitual en una sociedad centrada en los hombres. Como parte de un ambicioso esquema de ingeniería genealógica, iniciado por el anterior rey persa, se había casado a la edad de 14 años con el niño de 11 años que se convertiría en Muhammad Shah. Sin embargo, Mahd Ulya se quitó el velo del analfabetismo bajo el cual las niñas musulmanas eran criadas y se enseñó a sí misma tanto el persa como el árabe. Pronto muy versada en literatura, también logró convertirse en una calígrafa consumada.

Mientras tanto, la determinación de Mahd Ulya de estar libre de restricciones femeninas con respecto a la educación se expandió a aquellas relacionadas con el matrimonio. En una ocasión, su joven esposo, después de partir en una expedición lejana, envió a llamar a su esposa a unirse a él. En respuesta, Mahd Ulya compró una esclava, a quien envió como regalo, en lugar de ir ella misma. Pronto, el hecho de que ella tuviera muchos amantes se convirtió en un secreto bien conocido. La supuesta relación incestuosa de Mahd Ulya con su hermano puede haber sido solo una estratagema para desacreditarla; sin embargo, otros cargos de adulterio fueron más difíciles de descartar como meras invenciones. Mirza Aqa Khan, Gran Visir durante la masacre de innumerables babís en Teherán en 1852, se creía popularmente era uno de esos ex amantes.

Incluso después de la adhesión de su esposo al Trono del Pavo Real, las relaciones extramaritales de Mahd Ulya continuaron. Sus desenfrenadas fiestas nocturnas pronto escandalizaron a Muhammad Shah.»¿Señora?» una vez le suplicó, «¿no puede ser más discreta?» Finalmente, su aventura con el mayordomo principal del palacio, Ali Khan, se volvió tan descarada que Muhammad Shah se vio obligado a exiliarlo.

Sin embargo, una vez que Muhammad Shah murió y Mahd Ulya logró sentar a su hijo de 17 años en el trono persa, ella regresó a su amante del exilio. Luego manipuló al joven Nasir al-Din Shah para que nombrara a Ali Khan como jefe de la familia real. En esta posición de alto rango, este brutal hombre supervisó el estrangulamiento de Tahirih en 1852, y ordenó la masacre de miles de otros babís ese mismo verano.

Durante años, Mahd Ulya había querido que Bahá’u’lláh muriera. Ella consideraba a este popular noble de la provincia de Nur como una amenaza política. Sin embargo, debido a que Bahá’u’lláh provenía de una familia ilustre y estaba bien conectada en la corte, no había podido lograr su cruel objetivo. Pero en 1852, luego de que tres babís enloquecidos intentaran asesinar al joven Nasir al-Din Shah, Mahd Ulya aprovechó su oportunidad. Culpando a todos los babís por la herida de bala de su hijo, hizo que todos fueran arrestados y arrojados a la mazmorra Siyah-Chal, el infame «Pozo negro», incluido Bahá’u’lláh:

Fuimos consignados durante cuatro meses a un lugar pestilente más allá de toda comparación… El calabozo estaba envuelto en profunda oscuridad… No hay pluma que pueda describir aquel lugar, ni lengua alguna expresar su repugnante hedor. La mayoría de aquellos hombres [babís] no tenía vestimenta ni ropa de cama, ni colchón donde acostarse. ¡Sólo Dios sabe lo que Nos aconteció en aquel hediondo y tenebroso lugar! – Bahá’u’lláh, La Epístola al Hijo del Lobo, pág. 22.

Vociferante al exigir la sangre de Bahá’u’lláh, Mahd Ulya intentó, por medio de su amante, envenenarlo. Mientras tanto, todos los días, muchos prisioneros babís eran sacados del calabozo y torturados cruelmente hasta la muerte. Al describir estas horribles muertes, el cronista bahá’í Nabil, describió no solo el odio venenoso de Mahd Ulya por Bahá’u’lláh, sino también su deplorable fracaso en sus intentos de extinguir la luz del nuevo día:

Todos estos sufrimientos y la cruel venganza…no bastó para tranquilizar la ira de la madre del Sháh. Día y noche siguió con su vengativo clamor, pidiendo que se ejecutara a Bahá’u’lláh, a quien consideraba todavía como el verdadero autor del crimen. ‘¡Entréguenlo al verdugo!’, gritó insistentemente a las autoridades. ‘¿Qué humillación hay más grande que ésta que yo, la madre del Sháh, no tenga el poder de infligir sobre ese criminal el castigo que acto tan abominable merece!’ Su grito de venganza, intensificado por una ira impotente, estaba destinado a quedar sin respuesta. A pesar de sus intrigas, Bahá’u’lláh fue salvado de la suerte que ella había tratado de precipitar con tanta insistencia. Eventualmente el Prisionero fue liberado de Su confinamiento y pudo desplegar y establecer, más allá de los confines del reino de su hijo, una Soberanía cuyas posibilidades ella jamás había soñado. – Los Rompedores del Alba, pág. 666.

Apreciamos aún más por qué esos primeros mártires babís fueron considerados «Los Rompedores del Alba» cuando vemos la depravada oscuridad moral que tuvieron que atravesar.

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