Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
“¡La alegría nos da alas! Cuando estamos contentos nuestra fuerza es más vital, nuestra inteligencia más aguda y nuestro entendimiento menos nublado. Nos sentimos más capacitados para enfrentarnos con el mundo y para encontrar nuestra esfera de utilidad”, dijo Abdu’l-Bahá, una de las figuras centrales de la Fe bahá’í, en una charla en París en 1911.
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Pero cuando la tristeza nos visita nos debilitamos, nuestro vigor nos abandona, nuestro entendimiento se nubla y nuestra inteligencia se vela. Las realidades de la vida parecen eludir nuestra comprensión, los ojos de nuestro espíritu no aciertan a descubrir los misterios sagrados, y nos convertimos en seres casi muertos.
Por eso, cuando Abdu’l-Bahá saludaba a la gente, a menudo les preguntaba: «¿Eres feliz?» Los que estaban descontentos empezaban a llorar, y Abdu’l-Bahá les secaba las lágrimas, a veces con sus propias manos, y salían transformados. Abdu’l-Bahá escribió:
Nunca ha sido el deseo de ‘Abdu’l-Bahá ver a ningún ser herido, ni ha de hacer sufrir a nadie; pues el hombre no puede recibir un don más grande que el de alegrar el corazón de alguien. Ruego a Dios que seáis portadores de alegría, como son los ángeles del Cielo.
Espero que las siguientes historias sobre ’Abdu’l-Bahá llevando alegría a los corazones de aquellos que le rodeaban sirvan para animar e inspirar a todos.
Una historia sobre cómo encontrar la alegría y la felicidad a través de la espiritualidad
La señora C., una rica norteamericana de Nueva York, se había vuelto melancólica e insatisfecha con su vida. Mientras viajaba fuera del país, oyó hablar de Abdu’l-Bahá y captó con entusiasmo las enseñanzas bahá’ís.
Se dirigió a la ciudad-prisión de ’Akká donde Abdu’l-Bahá, su familia y sus compañeros fueron encarcelados en 1868 porque su padre, Bahá’u’lláh, anunció que él era el último mensajero enviado por Dios y compartió los principios revolucionarios de la Fe bahá’í, como la concordancia entre ciencia y religión, la investigación independiente de la verdad, la eliminación de los extremos de riqueza y pobreza, la abolición de todas las formas de prejuicio, la importancia de una lengua y educación universales y la igualdad de mujeres y hombres.
Tras la llegada de la Sra. C., se dio cuenta de que Abdu’l-Bahá siempre la saludaba con las palabras «¡Sé feliz!». Sin embargo, no se dirigía a los demás miembros de su grupo de la misma manera. Cuando ella pidió a alguien que le preguntara por qué era así, con su «sonrisa peculiarmente iluminadora», Abdu’l-Bahá respondió: «¡Te digo que seas feliz porque no podemos conocer la vida espiritual a menos que seamos felices!». La Sra. C exclamó: «Pero dígame, ¿qué es la vida espiritual? Desde que nací he oído hablar de la vida espiritual, ¡y nadie me ha podido explicar nunca qué es!».
Según consta en el libro «Relatos de la vida de ’Abdu’l-Bahá», de Annamarie Honnold:
Abdu’l-Bahá miró de nuevo a Su interlocutora con su maravillosa sonrisa y le dijo suavemente: «¡Caracterízate con las características de Dios y conocerás la vida espiritual! La señora C. empezó a preguntarse qué quería decir ’Abdu’l-Bahá. ¿Las características de Dios? Debían de ser atributos como el amor y la belleza, la justicia y la generosidad.
Durante todo el día su mente estuvo inundada por el enigma divino, y durante todo el día fue feliz. No pensaba en sus deberes y, sin embargo, cuando llegaba el momento de hacer cuentas por la noche, no podía recordar que los había dejado sin hacer. Por fin empezó a comprender.
Si estaba absorta en los ideales celestiales, éstos se traducirían necesariamente en obras, y sus días y sus noches estarían llenos de luz. A partir de aquel momento, nunca olvidó del todo la divina admonición que le había sido concedida: «¡Caracterízate con las características de Dios!». Y así aprendió a conocer la vida espiritual.
Una breve historia sobre cómo encontrar la alegría y la felicidad a través de la confianza en Dios
Un día, una joven judía abatida lloró a Abdu’l-Bahá por el sufrimiento que padecía su familia. Annamarie Honnold escribió:
Su hermano había sido encarcelado injustamente tres años antes –le quedaban cuatro años más por cumplir; sus padres estaban constantemente deprimidos; su cuñado, que era su apoyo, acababa de morir. Afirmaba que cuanto más confiaba en Dios, más empeoraban las cosas. Se quejaba: «…mi madre lee los Salmos todo el tiempo; no se merece que Dios la abandone así. Yo misma leo los Salmos, el Salmo noventa y uno y el Salmo veintitrés todas las noches antes de acostarme. Y también rezo».
Consolándola y aconsejándola, ’Abdu’l-Bahá replicó, “Orar no es leer salmos. Orar es confiar en Dios, y ser sumiso en todo a Él. Sé sumiso, entonces las cosas cambiarán para ti. Pon a tu familia en manos de Dios. Ama la voluntad de Dios. Los barcos fuertes no son conquistados por el mar, –ellos cabalgan las olas. Ahora sé un barco fuerte, no uno maltrecho”. [Traducción provisional de Oriana Vento].
Una historia sobre permanecer alegre y feliz a pesar del sufrimiento
Abdu’l-Bahá no predicaba lo que no practicaba. Soportó inmensos sufrimientos como prisionero de conciencia durante 40 años y, sin embargo, siempre fue feliz. Él decía:
«Carecíamos de toda comunicación con el mundo exterior. Cada hogaza de pan era rebanada por el guarda por sí contenía algún mensaje. Todos los que creían en la manifestación bahá’í, niños, hombres y mujeres, fueron encarcelados con nosotros. Éramos ciento cincuenta personas hacinadas en dos habitaciones. A nadie le estaba permitido salir del lugar, salvo a cuatro de nosotros que cada mañana acudíamos al bazar, bajo custodia, para realizar las compras. El primer verano fue terrible. ’Akká es una población azotada por las fiebres. Solía decirse que todo pájaro que intentase volar sobre la ciudad caía muerto. La comida era escasa e insuficiente; el agua procedía de un pozo infestado de fiebres, en tanto que el clima y las condiciones eran tales que incluso los lugareños caían enfermos. Muchos soldados sucumbieron y ocho de entre los diez guardas que nos custodiaban murieron. Durante los calores estivales, la malaria, el tifus y la disentería se cebaron en los prisioneros, de modo que todos, hombres, mujeres y niños, enfermaron al mismo tiempo. No había doctores, ni medicinas, ni alimento adecuado, ni tratamientos de ninguna clase”.
Pero mientras estaban en prisión, «cada uno de ellos relataba al final del día el suceso más cómico que le había ocurrido. A veces era difícil encontrar uno, pero siempre se reían hasta que las lágrimas corrían por sus mejillas». La felicidad, decía, nunca depende del entorno material, de lo contrario, qué tristes habrían sido aquellos años. Así fue, siempre estaban en el mayor estado de alegría y felicidad…».
Después de que los Jóvenes Turcos liberaran a todos los prisioneros religiosos y políticos del Imperio Otomano en 1908, un bahá’í preguntó más tarde a Abdu’l-Bahá: «¿Nos dirás cómo te sentiste mientras estuviste en prisión y cómo consideras tu libertad?». Abdu’l-Bahá respondió:
La libertad no es asunto de lugar. Es una condición. Me sentía agradecido por el encarcelamiento, y la falta de libertad me complacía sobremanera, pues aquellos días transcurrían en el sendero del servicio, bajo las mayores dificultades y pruebas, con su aporte de frutos y resultados.
A menos que alguien acepte grandes vicisitudes, no alcanzará logros. Para mí la cárcel era la libertad. Me solazan los problemas, la muerte es vida, y ser despreciado, un honor. Por lo tanto, fui feliz todo el tiempo en que estuve encarcelado. Cuando alguien se libera de la prisión del yo, ésa es por cierto una gran liberación, pues ella es la mayor de las prisiones.
Estas historias sobre la alegría nos recuerdan que no debemos dejar que «la prisión del yo» nos impida hacer feliz a la gente, sobrellevar de forma radiante nuestras luchas y vivir la vida espiritual.
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