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La necesidad de la humanidad de una educación espiritual colectiva

John Hatcher | Jun 15, 2021

PARTE 4 IN SERIES El propósito de los profetas de Dios

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John Hatcher | Jun 15, 2021

PARTE 4 IN SERIES El propósito de los profetas de Dios

Las opiniones y puntos de vista expresados en este artículo pertenecen al autor únicamente, y no necesariamente reflejan la opinión de BahaiTeachings.org o de alguna institución de la Fe Bahá'í.

Evidente y lógicamente, cada ser humano individual necesita ayuda para aprender, pero si consideramos a la humanidad colectivamente, la lógica y la sabiduría de esta necesidad de asistencia no es menos acuciante.

En aras de la investigación, pensemos en la humanidad como estudiantes aquí en el aula de la Tierra, y supongamos que la mayoría de nosotros estamos en el mismo nivel de iluminación, o en la falta de ella. Por analogía, podemos darnos cuenta rápidamente de que no llegaremos a ser más ilustrados que el más brillante de entre nosotros, y a menos que esta persona sea un buen profesor, nunca llegaremos a ser ni siquiera tan brillantes como él. Además, por la ley de la entropía, todos los alumnos de este maestro se volverán menos astutos por grados, de modo que en el transcurso del tiempo, el cuerpo político colectivo se hundirá gradualmente más y más, descendiendo finalmente al nivel de los brutos.

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Esta observación y esta conclusión pueden sostenerse con un vasto, intrincado y bien articulado análisis, pero para nuestros propósitos, solo necesitamos reconocer que la conclusión lógica es ineludible. Sin infusiones de guía desde fuera del sistema físicamente cerrado que es el planeta Tierra, la humanidad nunca habría salido de su existencia rudimentaria en las cuevas. De hecho, según la ley de la entropía, sin la infusión de información y orientación externas, el aula de los hijos de los hombres pronto degeneraría en ineptitud.

Dado que ha ocurrido lo contrario y que, como comunidad global, hemos sido testigos del notable ascenso de la humanidad en términos de crecimiento y sofisticación de nuestras civilizaciones, nuestras capacidades tecnológicas y científicas, y nuestros conceptos de justicia y política global, es lógico concluir que debe haber habido en nuestra historia alguna ayuda externa en forma de maestros que poseían un conocimiento «de otro mundo», un conocimiento adquirido fuera de los confines del aula de la Tierra. Estos educadores universales, afirman las enseñanzas bahá’ís, llegan a nosotros como resultado de la revelación divina:

Así pues, ha quedado demostrado mediante argumentos racionales que el mundo de la existencia necesita forzosamente un educador y que esta educación debe lograrse mediante un poder celestial. No cabe duda de que este poder celestial es la revelación divina y de que el mundo debe ser educado mediante este poder que trasciende al poder humano.

Por supuesto, también podríamos teorizar que cada incremento del desarrollo humano o cada gran avance en el conocimiento humano se produjo por casualidad o por ensayo y error o por la innovación de individuos inusualmente inteligentes.

Tal vez vimos que el fuego se producía con la caída de un rayo, así que jugueteamos con cosas hasta que pudimos crear fuego nosotros mismos golpeando piedras, frotando palos o robando fuego de un matorral en llamas tras la caída de un rayo, un sistema algo más azaroso. Los descubrimientos individuales que marcan los principales avances de la física y otras ciencias a lo largo de los tiempos podrían parecer confirmar esta teoría: las mentes ingeniosas empezaron a preguntarse cómo funcionan las cosas o cómo hacer que funcionen, y poco a poco fuimos avanzando en nuestra comprensión de la realidad.

El problema de esta teoría es que alguien tuvo que educar a esas personas y preparar esas mentes. Alguien les enseñó los estudios fundamentales que les permitieron transformar su potencial de innovación y creatividad en un pensamiento sistemático. O, para plantear el problema general en términos de leyes físicas establecidas, un sistema no puede progresar más allá de los límites de la energía que se le infunde. Es más, la fuente de esa energía debe ser mayor que el receptor de la misma.

Así que si pudiéramos ver el progreso humano desde sus inicios, nos daríamos cuenta de que ningún progreso podría haberse realizado sin alguna infusión inicial de instrucción y guía. El aprendizaje, como fuerza creativa y orgánica activa, no puede ponerse en marcha sin alguna fuente externa de energía o estímulo.

Otro aspecto de esta necesidad de estímulo y orientación externos es que una sola infusión de instrucción no es suficiente. Una vez más, la ley física dicta que, con el tiempo, esta única aportación de inspiración y energía se difuminará y disipará inevitablemente. Esta observación es especialmente válida para el conocimiento de las leyes metafísicas.

Porque mientras observamos en las antiguas culturas indígenas el intento de explicar la metafísica en términos de creencias basadas en la naturaleza que se esfuerzan por explicar lo inexplicable, pronto observamos un panteón de fuerzas divinas que existe en múltiples culturas indígenas, todas con un orden sistemático similar. Además, observamos conceptos míticos y místicos similares entre diversas culturas que desafían el azar. En la mayoría de los casos, estos conceptos similares surgieron en una época en la que la comunicación no era posible entre personas de lados opuestos del globo.

Por ejemplo, basta con comparar la compleja mitología de la antigua Grecia con las mitologías teutónicas de los pueblos germánicos, igualmente complejas, para darse cuenta de que los paralelismos en la perspectiva general y la particularización sistemática de la función de las deidades, aunque se basan en la naturaleza, no surgieron simplemente de forma espontánea al observar la naturaleza. Algún individuo, en algún momento, debió introducir este concepto permanente de la naturaleza como emulación de poderes y fuerzas metafísicas.

Sin embargo, también podemos observar a lo largo del tiempo cómo algunas de las creencias tribales más extendidas parecen degenerar en actos crueles y, a nuestro entender, «poco religiosos» o «sacrílegos» de canibalismo u otras formas de sacrificio humano. En efecto, lo que en un principio pudieron ser nobles intentos de comprensión de conceptos metafísicos, especialmente en lo que se refiere a atributos humanos como la nobleza, la lealtad, la veracidad y la bondad, se distorsionaron, confundieron o se apropiaron de ellos para utilizarlos quienes deseaban adquirir poder por razones perversas de estatus personal y engrandecimiento.

Podemos, con cierto grado de certeza, suponer que este es el patrón que siguieron estas religiones antiguas, al igual que este mismo patrón es evidente en el desarrollo de las religiones más recientes del judaísmo, el cristianismo y el islam. Porque, aunque Pablo en su segunda carta a Timoteo afirma que «el amor al dinero es la raíz de todos los males» (6:10), el dinero en sí mismo solo tiene valor en la medida en que proporciona poder. Por lo tanto, podríamos reformular el axioma, en lo que respecta a la interacción humana en general, para afirmar que el amor al poder es la fuente de todos los males.

Este axioma revisado se hace más evidente cuando las religiones y las instituciones religiosas fundadas con el propósito explícito de beatificar el comportamiento humano, especialmente en lo que se refiere a la interacción social, se politizan para mantener el deseo de poder y control por parte de un individuo o de un segmento de líderes que buscan el poder dentro de una religión.

Evidentemente, podríamos dedicar mucho tiempo a rastrear este paradigma de las luchas internas que surgen con el tiempo en el curso de la mayoría de la historia religiosa. Se han dedicado muchos volúmenes a examinar este proceso. Este curso ostensiblemente «natural» de la religión es el tema central del exitoso libro de Richard Dawkins «El espejismo de Dios». Dawkins sostiene que la sociedad habría estado mejor sin la religión o la creencia en Dios, ya que las emociones apasionadas y el chovinismo asociados a la creencia religiosa han sido, y siguen siendo, la causa de tantas luchas, derramamiento de sangre e inhumanidad. Un documental de televisión basado en el libro de Dawkins toma su título «¿La raíz de todos los males?» del axioma de Pablo relativo al amor al dinero, o al poder, como fuente de discordia y enemistad entre los pueblos del mundo.

Las enseñanzas bahá’ís ven este patrón histórico transcultural -el surgimiento de la religión a través de la revelación divina- de una manera similar pero más matizada, expresada por Abdu’l-Bahá en este breve y elegante pasaje de sus escritos: «La religión de Dios es una sola religión, mas debe ser siempre renovada«.

En el próximo ensayo de esta serie, examinaremos las poderosas ramificaciones de esa profunda afirmación.

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