Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Hace algunos años me contrataron para escribir una novela de ciencia ficción para un cliente que, al enterarse de que yo era bahá’í, se opuso a las enseñanzas de Bahá’u’lláh sobre la unidad de la humanidad, como ésta:
Los profetas de Dios deben ser considerados como médicos cuya tarea es fomentar el bienestar del mundo y sus pueblos para que, mediante el espíritu de unidad, puedan curar la dolencia de una humanidad dividida.
Mi cliente me acribilló a preguntas y escenarios hipotéticos.
Al igual que yo, Misha [nombre ficticio] era de ascendencia judía eslava y asquenazí, algo de lo que estaba bastante orgulloso y a lo que atribuía su sentido de identidad personal. Misha, debo señalar, había vivido sus años de formación en la Unión Soviética. Era producto de un sistema educativo muy diferente al del resto de Europa. En la cultura estadounidense era un novato, por lo que su conocimiento de la historia de la raza en Estados Unidos era limitado.
A veces, sus preguntas adoptaban la forma de intentos de desprestigiarme o de sorprenderme siendo hipócrita, como cuando sugirió que, aunque yo predicaba la unidad racial, no estaría muy contenta si mi hijo se casara con una mujer de color. Se metió en eso porque la encantadora novia de mi hijo en ese momento (ahora mi querida nuera) era de Nicaragua. Esta burla provenía de un lugar muy personal para Misha, quien estaba enfadado porque su propio hijo se había casado con una mujer negra musulmana.
Una vez superado el enfrentamiento inicial, Misha se interesó seriamente por las enseñanzas de la fe bahá’í, e incluso estuvo dispuesto a admitir que algunas de sus ideas -como la de dividir a la gente en comunidades basadas en raza, religión o los intereses comunes- eran inviables.
Aunque nos separamos como colegas a causa de un artículo polémico que quería que yo editara, nos separamos amistosamente, y todavía nos consideramos verdaderos amigos. Estoy agradecida por sus preguntas e incluso por sus cínicos ataques, porque me llevaron a articular mis propias creencias y las verdades consagradas tanto en la fe como en la ciencia, y me sirvieron de práctica para mantener la calma frente a las burlas.
Lo que sigue es un registro de nuestra conversación en varias partes, provocadas por las preguntas de Misha, que reproduzco tal y como él las escribió.
P: ¿Qué le diría a las personas que temen la idea de la unidad humana porque no quieren que se eliminen las distinciones raciales únicas? Por ejemplo, la capacidad de los judíos de ser superiores en el comercio, los negros en la música, los italianos en el canto, etc.
R: Son diferencias culturales e individuales, no genéticas. Los judíos se convirtieron en pilares del mundo de los negocios por razones religiosas, no genéticas. En la Edad Media, por ejemplo, asumieron la práctica de prestar dinero, porque la doctrina religiosa impedía a los cristianos hacerlo. De ahí que la banca recayera en los judíos y en otros que no tenían esas restricciones.
Sea cual sea el origen de estas ideas sobre las «habilidades» étnicas, no están respaldadas por la ciencia. A mí me dicen que tengo una gran voz, pero no tengo ni una gota de sangre italiana y soy malísima en los negocios, aunque sea de ascendencia asquenazí.
Una conferencia sobre biología molecular y genética en nuestro Centro local bahá’í, impartida por un profesor de la Universidad de Stanford, viene al caso. Estos puntos de su conferencia provienen del trabajo en curso relacionado con el Proyecto del Genoma Humano:
Genéticamente, no existe la «raza». La raza es una construcción social. Las diferencias raciales visuales están causadas por factores ambientales, principalmente, la cantidad de radiación ultravioleta en la que evolucionó una población concreta. No existen grupos raciales genéticamente separados.
Los seres humanos son los menos diversos genéticamente de todas las criaturas pluricelulares del planeta. Somos genéticamente idénticos en un 99,9%, más parecidos que cualquier otra población. Esto es cierto independientemente del color de nuestra piel o de la parte del planeta de la que procedamos. La gente más diversa genéticamente, vive en África. Cuanto más nos alejamos de África, menos diversos somos.
El hombre moderno surgió en África hace millones de años y se extendió desde allí. El ADN mitocondrial (material genético matrilineal) de TODOS los seres humanos se puede rastrear hasta una mujer africana que vivió hace solo 155.000 años. Fue descubierta en 1974 y se le llamó Lucy o Eva mitocondrial.
Un estudio realizado en Brasil, donde hay una gran variedad de grupos étnicos, demostró que las personas que parecían «blancas» estaban genéticamente más cerca de nuestros antepasados africanos originales que otras de piel negra. De hecho, el color de la piel no indica la proximidad a África de los genes de una persona. Lo que significa que tanto usted como yo podríamos ser más «africanos» que un vecino cuya piel fuera negra como la noche.
El material genético que determina el color de nuestra piel es tan diminuto que resulta prácticamente insignificante.
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La piel blanca es una mutación reciente. La piel oscura era la norma entre nuestros antepasados africanos. Por lo tanto, usted y yo somos «mutantes», pero solo porque nuestros ancestros evolucionaron en climas nórdicos donde no había tanta radiación ultravioleta.
Así pues, la ciencia confirma ahora lo que los escritos bahá’ís han dicho todo el tiempo:
Con respecto al prejuicio de raza: ¡es una ilusión, una pura y simple superstición! Pues Dios nos creó a todos de una sola raza. No existían diferencias al principio, pues todos somos descendientes de Adán… A los ojos de Dios no hay diferencia entre las distintas razas. ¿Por qué ha de inventar el ser humano tal prejuicio?
La humanidad, como dijo Bahá’u’lláh, es una. Nos pide que vivamos a la luz de esta realidad. Por eso las enseñanzas bahá’ís señalan, como dijo Abdu’l-Bahá en París:
Se debe renunciar a todos los prejuicios, ya sean de religión, de raza, de política o de nacionalidad, pues estos prejuicios han causado la enfermedad del mundo. Se trata de una grave dolencia, que, a menos que sea detenida, es capaz de provocar la destrucción de la totalidad de la raza humana. Todas las guerras ruinosas, con su terrible derramamiento de sangre y sus miserias, han sido causadas por uno u otro de estos prejuicios.
La fe bahá’í nos pide a todos que cerremos los ojos a las diferencias raciales y veamos todo a la luz de la unidad. Si la gente no le cree a los profetas y a los mensajeros divinos cuando nos dicen que somos uno, quizá lo acepten ahora que los científicos les dicen lo mismo.
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