Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
La historia que voy a contar puede parecer pura imaginación, o podría ser una evidencia reveladora de la conexión entre esta vida y la siguiente.
Desde el día en que papá murió, la sensación o intuición de que él estaba cerca, en algún lado, crecía cada vez más en mí. Tenía la inclinación de orar por él muchas veces durante el día. Empecé a leer y releer los escritos acerca de la vida después de la muerte. Lo imaginaba en el otro mundo, feliz, reconociendo a sus amigos y a su familia, inmensamente feliz.
Papá fue un hombre honorable, justo y sensible, su profesión de periodista le permitió defender a muchas víctimas de la injusticia. Muchas veces hacer lo correcto lo metía en problemas, pero siempre lo asumió con valor. No le tenía miedo a nada cuando de defender una causa justa se trataba. Por esa razón, tuvo una vida difícil en la tierra, así que su vida en el cielo tenía que ser maravillosa.
Mi hija siempre tuvo una relación muy especial con mi padre; más que su abuelo, él era su mejor amigo. Quizás por ello sueña con él ocasionalmente. Los escritos bahá’ís dicen que los lazos espirituales perduran más allá de la muerte, y ahora lo creo firmemente. Siempre que oremos por el alma que ha partido, ese lazo permanecerá fuerte.
Mi hija solo tiene 10 años, pero la certeza de su voz cuando me cuenta los asombrosos sueños que ha tenido con su abuelo es emocionante. A veces ha soñado solo con su rostro flotando entre las nubes asegurándole que está inmensamente feliz, y otras veces me ha dicho, “mamá, hoy soñé con mi abuelo, pero esta vez fue solo un recuerdo”. ¿Cómo podía ella reconocer cuándo era un encuentro real con su abuelo en sus sueños y cuando era solo su imaginación?
¿Estamos preparados realmente para reconocer lo que es real y lo que es imaginario? Abdu’l-Bahá decía que “Cuando el alma del hombre es refinada y purificada, se establecen vínculos espirituales, y de estos lazos se producen sensaciones percibidas por el corazón…”. Pero, ¿qué significa esto realmente? ¿Será que para poder percibir el mundo espiritual es necesario tener un corazón puro? Los escritos bahá’ís dicen que todo niño nace puro y noble, ¿era acaso el corazón puro de mi hija lo que le permitía percibir a mi padre en sus sueños? ¿Por qué yo no podía soñar con él?
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Un día la escuché por detrás de la puerta consolando a su hermano menor, meses después del fallecimiento de papá. Ella le dijo “Te tengo que contar algo hermanito, no estés triste, el abuelo ahora está muy ocupado, ¿sabías que en el cielo hay muchísimos niños? Sí, hermanito, y adivina qué, el abuelo les está dando clases”. Desde muy pequeños mis hijos asisten a las clases espirituales para niños impulsadas por la comunidad baha’i; el maestro de la clase enseña virtudes a los niños a través de historias, canciones y juegos, de modo que escuchar esta conversación por detrás de la puerta me dejó sorprendida y muy conmovida. No los quise interrumpir, pero me quedé pensando en los mundos espirituales. ¡Qué gran imaginación tenía esta niña! Yo nunca había imaginado a papá de maestro de clase de niños en el otro mundo, ¿acaso mi hija lo había soñado?
Shoghi Effendi, dijo una vez “que los sueños a menudo comunican visiones de la realidad, verdades confiables, y que cuanto más puro y libre de prejuicios es quien sueña más verdaderos serán los sueños”. Hacía mucho que yo no soñaba, o quizás simplemente no recordaba mis sueños; sin embargo, yo también quería soñar a papá y ese anhelo iba creciendo con el paso del tiempo, hasta llegar a ocupar gran parte de mis días. Quería abrazarlo una vez más, y por alguna razón sentía que eso era posible.
En su libro “Las Palabras Ocultas”, Bahá’u’lláh, quien los bahá’ís creemos es el mensajero de Dios para esta época, dijo “¡Oh Hijo del Espíritu! Mi primer consejo es éste: Posee un corazón puro, bondadoso y radiante, para que sea tuya una soberanía antigua, imperecedera y sempiterna. Su primer consejo era poseer un corazón puro, bondadoso y radiante para poder ser capaces de percibir o reconocer las verdades espirituales, y eso era en lo que yo pensaba todo el tiempo. ¿Quizás si me concentraba en purificar mi corazón de las cosas del mundo, Dios se apiadiaría de mí? Pasé meses orando, meditando, suplicando. Un sueño, Bahá’u’lláh, permíteme tener un sueño.
Una mañana a eso de las nueve me despertó una voz que yo conocía muy bien. Estábamos en un seminario por el fin de semana, rodeados de mucha vegetación. El día estaba soleado, pero a pesar del tremendo sol que resbalaba entre los árboles yo tiritaba caminando hacia los salones siguiendo esa voz. Empecé a abrir las puertas, una tras otra. ¡Era imposible!, pensaba. ¡Esa voz era como la de mi padre! Pero papá ya no estaba aquí en la tierra, ¿De quién era esa voz tan parecida? Crucé el pasillo abriendo puerta tras puerta, ¿eres tú?, me escuchaba diciendo. ¿Papá? Su voz se sentía cada vez más cerca.
En el último salón había una mesa larga con un grupo de personas sentadas alrededor. Él estaba explicando algo y los demás lo escuchaban con atención: ninguno de ellos volteó a verme, ninguno notó mi presencia, excepto él. Cuando me vio en el umbral, dejó de hablar, me miró y se levantó de su silla. Había subido un poco de peso; aunque siempre fue robusto, se le veía más grande. Llevaba puesto un polo verde con cuello que siempre le gustó, lo usaba todo el tiempo.
¡Papa! Quise gritar, ¿cómo puede ser? ¡Es imposible! Pero mi boca no se movía. No podía escuchar mi voz, pero mi corazón latía a mil por hora.
“Esta es solo mi versión mortal”, me respondió.
Si alguien hubiera podido observar ese momento, me hubiera visto petrificada, asombrada, confundida, sin entender cómo podía verlo y como podía responder a mis pensamientos.
“¡Solo tenemos unos segundos!”, dijo entonces papá.
En ese instante recordé mis súplicas, mis promesas, mis oraciones. ¡Estaba soñando! Atravesé el salón corriendo hacia él, sabiendo lo que tenía que hacer. Como la niña de ocho años que corría a recibirlo cuando llegaba a la casa después del trabajo, lo abracé con todas mis fuerzas. Su cuerpo se sentía muy real. Yo estaba abrazando a papá de verdad, en un abrazo como los que se dan aquí en la tierra, de carne y hueso.
Entonces empecé a dudar. Ya no estaba segura si realmente era un sueño; era una realidad diferente, definitivamente. Mi cuerpo temblaba y sentía que mis ojos se abrían en su máxima expresión. Cuando era pequeña, recordé, a veces no dejaba que papá se vaya al trabajo; me colgaba de él y lo obligaba a quedarse, quería que me lea un libro o que salgamos a caminar yo sentaba en sus hombros, y él siempre se quedaba conmigo. En ese momento, mientras lo abrazaba entendí que era hora de dejarlo ir.
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De pronto, en un abrir y cerrar de ojos, estaba de regreso en mi cuerpo. Me senté en la cama fascinada, reviviendo cada detalle de los inolvidables segundos que sentí me habían regalado. Fueron realmente solo unos segundos tal y como papá había dicho.
Verdaderamente, Dios ha creado el estado del sueño en Sus siervos para que puedan estar seguros de la existencia de los mundos posteriores y la vida eterna. La vida de este mundo y sus cambios y oportunidades, después de la muerte, son incluso como un sueño que uno ve; una vez que el soñador se haya levantado, solo verá el efecto de su interpretación. –de una Tabla de El Báb, [Traducción provisional].
Yo estoy segura de que este sueño o encuentro con mi padre fue concedido por la gracia y misericordia de Dios. Mi padre había personificado su antigua existencia para que yo le reconociera, y me había dado un último abrazo como yo tanto anhelaba. Verdaderamente, un sueño así de vívido es una prueba para mí de que la muerte como la imaginamos no existe y que la verdadera vida es eterna.
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