Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Es comprensible que los bahá’ís sientan una profunda preocupación por los errantes sin hogar, ya que Bahá’u’lláh, el profeta y fundador de la fe bahá’í, fue él mismo un refugiado durante gran parte de su vida:
Bahá’u’lláh… Bahá’u’lláh… Él izó este estandarte de la unidad de la humanidad en la prisión. Cuando se hallaba sometido al destierro por dos reyes, mientras era un refugiado de los enemigos de todas las naciones, durante los días de su largo encarcelamiento, escribió a los reyes y gobernantes del mundo con palabras de maravillosa elocuencia, acusándolos seriamente y convocándolos al divino estandarte de la unidad y justicia. Los exhortó a la paz y al acuerdo internacional, haciéndolos responsables del establecimiento de un cuerpo internacional de arbitraje, de un congreso de naciones con delegados seleccionados de todos los países y gobiernos, que constituiría una corte universal de justicia para solucionar disputas internaciones…
Abdu’l-Bahá, hijo y sucesor de Bahá’u’lláh, escribió esas palabras. También instó a todos los seres humanos a ayudar a «toda víctima de la opresión»:
Emplazad, entonces, a las gentes ante Dios, e invitad a la humanidad a seguir el ejemplo del Concurso de lo alto. Sed padres amorosos para el huérfano, un refugio para los desamparados, un tesoro para los pobres y una curación para los enfermos. Sed los auxiliadores de toda víctima de la opresión, los protectores de los desfavorecidos.
Hoy en día, el mundo se desborda con quienes son víctima de la opresión, huyendo por sus vidas de la injusticia, el hambre, la guerra y la muerte, y clamando por ayuda.
Refugiados y migrantes: Apátridas y sin hogar
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) afirma que el mundo nunca ha experimentado un mayor número de personas desplazadas por la fuerza: para finales de 2020, un total de 82,4 millones, es decir, 1 de cada 95 seres humanos, más del uno por ciento de la humanidad, se convirtió en refugiado.
De hecho, los desplazamientos humanos, que hace solo una década eran de uno de cada 159 personas, siguen aumentando de forma constante, año tras año.
Trata de imaginarlo: estas personas asediadas, expulsadas de sus países natales por la persecución, la violencia, la guerra, el hambre y las violaciones de los derechos humanos, se han convertido en refugiados sin hogar. Tanto la pandemia del Covid-19 como el cambio climático han tenido un impacto en el creciente número de personas desplazadas, y la marea creciente sigue aumentando. En términos reales, este desplazamiento asciende ahora a casi 50.000 personas que se ven obligadas a huir de sus hogares cada día, a causa de los conflictos, la persecución o el hambre. Más de la mitad son niños.
Esta cifra no incluye a los millones de los llamados «migrantes económicos», personas que abandonan voluntariamente sus pueblos, ciudades o países de origen en busca de una vida mejor.
Esta monumental crisis mundial nos desafía a todos. Una migración forzada tan grande pone en peligro la estabilidad de países enteros, de sistemas políticos y de la propia comunidad mundial. Por desgracia, a falta de una respuesta internacional coordinada, muchos países han respondido cerrando sus fronteras y promulgando políticas draconianas para mantener alejados a los migrantes y refugiados. Esto ejerce una presión extrema sobre los relativamente pocos países que se ofrecen o se ven obligados a aceptar a los refugiados y migrantes.
Los expertos dicen que tampoco hemos visto el final del asunto. Múltiples informes científicos predicen un aumento de la tasa de refugiados que huyen del creciente cambio climático, a medida que el aumento del nivel del mar, la sequía y el aumento de las temperaturas hacen que los rendimientos de las cosechas disminuyan o fracasen, obligando a la gente a abandonar sus tierras.
Algunos líderes han empezado a hablar de esta crisis en expansión, pero el mundo, hasta ahora, no ha aportado ninguna solución razonable, viable o integral. Las organizaciones internacionales de ayuda como las Naciones Unidas y las grandes ONG se han visto desbordadas por la creciente enormidad del problema. «El sistema mundial de protección de los refugiados», ha concluido Amnistía Internacional, «está destrozado».
En busca de soluciones
En busca de soluciones, podemos recurrir en primer lugar a los principios generalmente aceptados de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que establecen:
Artículo 13.
(1) Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia dentro de las fronteras de un Estado.
(2) Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país.
Artículo 14.
(1) Toda persona tiene derecho a buscar asilo contra la persecución y a disfrutar de él en otros países.
Según estos principios aceptados del derecho internacional, los gobiernos tienen el solemne deber legal de ayudar a todos los refugiados y solicitantes de asilo que huyen, pero la mayoría de las naciones del mundo no cumplen estas leyes, y siguen tratando a los refugiados y solicitantes de asilo como un problema ajeno.
Al cerrar sus fronteras, negarse a conceder asilo y construir barreras físicas y económicas, las políticas de esos países han obligado a un increíble 86% de los refugiados del mundo, en su mayoría procedentes de naciones de Oriente Medio, África y Asia meridional, a permanecer en países adyacentes de esas regiones en desarrollo, donde pocos gobiernos y organizaciones tienen los recursos necesarios para ayudarlos.
Como resultado, solo cuatro países acogen actualmente a la mayoría de los refugiados del mundo: Turquía, Pakistán, Uganda y Líbano. Solo una nación entre los diez mayores destinos de refugiados del mundo pertenece a los países occidentales ricos y desarrollados: Alemania. Irónicamente, en un cambio de grandes proporciones, el país que una vez creó una crisis de refugiados durante el Holocausto se ha convertido ahora en la nación más amigable con los refugiados en Europa.
La creciente crisis mundial de los refugiados y de la migración ha alcanzado recientemente, como cuestión política y social, una ebullición frenética y polarizadora en muchas partes económicamente desarrolladas del mundo occidental.
En Estados Unidos, Canadá, en toda Europa Occidental y Oriental y en Australia, las cuestiones relacionadas con los refugiados y los inmigrantes han generado una enorme controversia política y han trastornado las formas convencionales de pensar y gobernar. Los observadores han calificado esta tendencia como nacionalismo, nativismo, proteccionismo, aislacionismo, racismo o simple alarmismo. Han surgido discusiones emocionales y feas peleas sobre el tema, y probablemente continuarán, ya que ninguna nación parece tener la solución. La teoría del «gran reemplazo» ha llevado el tema a un nuevo territorio, afirmando falsamente que la inmigración causará un «genocidio blanco» al reemplazar a los europeos nativos por otros grupos culturales, religiosos y étnicos.
Una solución a la crisis de refugiados e inmigración de la humanidad
Las enseñanzas bahá’ís ofrecen a la humanidad la solución: un sistema de gobierno mundial elegido democráticamente, facultado y capaz de tomar las decisiones políticas mundiales necesarias para tratar cuestiones y problemas supranacionales como la migración y los refugiados. El Guardián de la fe bahá’í, Shoghi Effendi, resumió ese sistema de gobierno en su libro El orden mundial de Bahá’u’lláh:
Debe necesariamente desarrollarse una forma de Superestado mundial, a favor del cual todas las naciones del mundo han de ceder voluntariamente toda prerrogativa de hacer la guerra, ciertos derechos de recaudar impuestos y todos los derechos de mantener armamentos, salvo con la finalidad de mantener el orden interno dentro de sus respectivos dominios. Dicho estado ha de incluir en su ámbito un poder ejecutivo internacional con capacidad para imponer autoridad suprema e incontrovertible a todo miembro recalcitrante de la mancomunidad; un parlamento mundial cuyos miembros sean elegidos por los habitantes de los respectivos países y cuya elección sea confirmada por sus respectivos gobiernos, y un tribunal supremo cuyos dictámenes tengan efecto obligatorio aun en los casos en que las partes interesadas no decidan voluntariamente someter el caso a su consideración. Una comunidad mundial en la cual todas las barreras económicas sean derribadas de forma permanente y se reconozca definitivamente la interdependencia del capital y el trabajo; en la cual sea acallado para siempre el clamor del fanatismo y el conflicto religioso; en la cual sea finalmente extinguida la llama de la animosidad racial; en la cual un código único de derecho internacional —producto de un juicioso análisis de los representantes federados del mundo— sea oficialmente aprobado por la intervención instantánea y coercitiva de las fuerzas conjuntas de las unidades federadas; y, finalmente, una comunidad mundial en la cual el furor de un nacionalismo caprichoso y militante se haya transmutado en una perdurable conciencia de ciudadanía mundial: así es como se presenta, en líneas muy generales, el Orden previsto por Bahá’u’lláh, Orden que llegará a ser considerado el más hermoso fruto de una era en lenta maduración.
En el próximo artículo de esta serie, examinaremos cómo las principales religiones del mundo, incluida la fe bahá’í, nos piden que respondamos a esta cuestión crítica.
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