Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
¿Quién recuerda “el Principio de Tambor” o también conocida como “La Regla de Tambor”? Si alguna vez vio la película de Disney “Bambi”, ya sabrá la respuesta.
En la película, Tambor, el joven conejo comenta, en voz alta, que el cervatillo Bambi “es un poco tembleque” y que “no camina demasiado bien”. La madre y padre de Tambor, dos conejos mucho más sabios, le dicen: “Si no puedes decir nada lindo, mejor no digas nada”.
Si usted fue criado como yo, instantáneamente reconocerá este principio.
Mi abuela solía decirme “Si no puedes decir nada lindo, mejor no digas nada” unas quinientas veces mientras crecía, intentaba enseñarme a ser cortés y amable con los demás. Me retracto, al menos unas mil veces. Aún puedo escuchar sus gentiles amonestaciones resonando en mis oídos, aun cuando ella ya se fue a su eterna recompensa hace algunos años – que en Dios descanse su dulce alma.
Para ella, nadie tenía derecho de hablar de manera despectiva sobre otra persona, simplemente no se hacía de donde ella venía. Si alguna vez se insultaba, murmuraba o se ofendía de alguna manera a otra persona, ella creía, era necesaria una disculpa inmediata – y luego, un período de profunda reflexión para considerar qué grave defecto en el carácter le haría herir los sentimientos de alguien a propósito. Ella creía que la gente con lo que ella llamaba “buena crianza” simplemente nunca intentaría hacerle daño a los demás deliberadamente – y que cuando lo hacían, constituía un importante defecto espiritual. No importaba si lo hacía intencionalmente o no; lo que importaba, me enseñó, era la calidad interior de la bondad y cómo practicarla.
Así a medida que crecí, llegué a pensar que la Regla de Tambor era una especie de regla de oro verbal. Aprendí rápidamente, como la mayoría de los niños, que las palabras de una persona pueden dañar a otras – o a sí mismos. Las palabras, mi abuela me enseñó, pueden ser como armas. ¿Ha escuchado sobre el karma – la idea de que todas tus acciones, sean buenas o malas, eventualmente le regresan? Bueno, la Regla de Tambor describe un tipo de karma verbal, que nos dice que es nuestro trabajo mantener lo que decimos de manera positiva, veraz y amable; a menos que, tarde o temprano, queramos escuchar cosas que no son amables repetidas de nuevo a nosotros.
La Regla de Tambor me enseñó que, si tenía que decir algo, primero debería preguntarme internamente si esto heriría, insultaría o causaría daño a alguien. No siempre he conseguido seguir fielmente esa regla – lo siento abuela – pero lo he intentado. Cuando me declaré bahá’í mientras era adolescente, y empecé a leer los escritos bahá’ís, descubrí esa poderosa regla de karma verbal nuevamente. Las enseñanzas bahá’ís expresan esa amable advertencia conductual aún más fuerte de lo que yo había escuchado antes:
Si fuera uno la causa de pena de un corazón o de desesperación de un alma, más le valiera esconderse en lo más profundo de la tierra que caminar sobre ella. – ‘Abdu’l-Bahá, citado en Bahá’u’lláh y la Nueva Era.
¡Vaya! Cuando lo leí por primera vez, volví a pensar en todas las veces que había violado sin reservas aquella regla de oro verbal, y me entristecí. ¿Has escuchado la expresión “quería que me tragara la tierra”? Bueno, mientras pensaba en las cosas dañinas que había dicho en el pasado, consciente o inconscientemente, realmente sentía la necesidad de esconderme “en lo más profundo de la tierra”.
Lo que me lleva a la idea de la Corrección Política y nuestras culturas cargadas de insultos. Algunas personas culpan a las redes sociales por la propagación desenfrenada de la “cultura del insulto”, pero sin duda existía antes de que tuviésemos Facebook y Twitter. Algunos apuntan a la fricción causada por nuestra creciente diversidad y heterogeneidad como la causa próxima; pero los insultos y las humillaciones han estado rodeándonos mucho más que estas tendencias sociales. Algunos dirían que insultar a los otros, especialmente aquellos en el lado opuesto de un asunto social o batalla política, es de alguna forma catártica, “decir la verdad” o una forma de desahogar nuestras frustraciones.
Eso le sucedió a un amigo mío en Facebook el otro día. Él publicó algo amable y reflexivo sobre el tema de la unidad racial; y alguien quién lo leyó le llamó [un desagradable nombre anatómico que no repetiré], en público. Otros retaron al insultante en su uso del epíteto, pero él dijo, en efecto: “Oiga, es lo que siento, entonces, que mal si se está ofendiendo. De hecho, espero que lo esté.”
¿Qué nos ha llevado a esta etapa del desarrollo de la sociedad humana? ¿Estamos perdiendo la amabilidad y la cortesía – el respeto básico por los otros – que a todos (al menos algunos de nosotros) nos enseñaron cuando niños? ¿Estamos descendiendo rápidamente a un abismo oscuro de ira, calumnia y hostilidad abierta hacia las personas que no están de acuerdo con nosotros?
En esta serie de ensayos, me gustaría cuestionar las nociones que nos han llevado a creer cosas como estas, y humildemente pido que todos nosotros consideremos detener la carnicería verbal y escrita que vemos día a día en los medios sociales, en la prensa y en las interacciones humanas abiertas en las que todos nos encontramos. Sin control de cualquier restricción, tendemos a descender al más bajo nivel que las enseñanzas bahá’ís describen, insultándonos los unos a los otros hasta que empezamos a sonar como niños de primer grado en el patio de recreo diciendo: “¡tú apestas!” y “¡No, tú apestas!”.
Nuestro discurso público, en lugar de elevarse a sí mismo a nuevos niveles de inteligencia y perspicacia, ha empezado a descender muy por debajo del desagüe, hasta lo más profundo de la tierra.
Así es como empiezan las guerras – primero los insultos, luego el enojo, luego los gritos, y luego las matanzas.
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