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¿Tenemos cinco sentidos o muchos más?

Scott Young | Jun 27, 2023

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Scott Young | Jun 27, 2023

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Una verdad a medias plaga el mundo: que tenemos cinco sentidos, la vista, el olfato, el oído, el gusto y el tacto. Cada uno de ellos es un mecanismo de observación, pero rara vez se nos habla de nuestros dos ojos interiores.

Esos sentidos interiores –el ojo del pensamiento, o nuestro ojo intelectual, y la percepción consciente de todos los demás sentidos, que suele llamarse el ojo de nuestra mente– se combinan para darnos la visión interior, esa facultad tan importante que conocemos como perspicacia.

El ojo de la mente puede entenderse cuando observamos momentos de intuición, de presentimiento, de sentir que algo no está bien, que alguien está siendo deshonesto o que una empresa o un gobierno están mintiendo.

RELACIONADO: ¿Qué es la realidad y pueden nuestros sentidos entenderla?

Se puede ver cuando entramos en estados de flujo, cuando estamos en completa unidad de todos nuestros sentidos, como en el alpinismo, el descenso en bicicleta o el surf. Pero este estado de flujo no tiene por qué producirse únicamente en deportes de alto riesgo: también puede alcanzarse a través de actividades creativas como escribir, producir música, bailar, pintar, dibujar, resolver problemas y ayudar a los demás.

Este estado creativo de flujo forma una conexión con el Creador, como sugieren las enseñanzas bahá’ís. Abdu’l-Bahá, en Contestación a unas preguntas, dijo: La relación o vínculo entre Dios y las criaturas es parecida a la que se da entre el creador para con la creación; es como la conexión entre el sol y los cuerpos oscuros del los seres contingentes, como el autor y su obra.

Todos los que hoy vivimos en el mundo civilizado nos hemos beneficiado del flujo y la sabiduría que los antepasados han aportado década tras década, siglo tras siglo, milenio tras milenio a través de la expresión escrita. Esta acumulación de sabiduría ha permitido que el conocimiento se construya sobre sí mismo. Como señaló Isaac Newton: «Si he visto más lejos, ha sido por subirme a hombros de gigantes».

Lo que Newton «vio» no fue con su ojo físico exterior, sino con su ojo interior, su sabiduría intelectual. En una época en la que ya existía una enormidad de conocimientos en el mundo, su autoeducación y su inspiración conectaron ideas, permitiéndole ver cosas que el mundo aún no había podido ver. Con esa aguda perspicacia, aportó nuevas verdades del reino divino, verdades que permitirían a los futuros gigantes de la ciencia salir adelante subiéndose a sus hombros.

A menudo damos por sentadas las búsquedas intelectuales de los genios de la humanidad quienes contemplaron la verdad, tal vez mejor descrita por Newton cuando dijo:

No sé lo que puedo parecer al mundo, pero a mí mismo me parece que sólo he sido como un niño que juega en la orilla del mar y se entretiene encontrando de vez en cuando un guijarro más liso o una concha más bonita de lo ordinario, mientras que el gran océano de la verdad yacía todo sin descubrir ante mí.

Newton, al igual que otros genios como Sócrates, Platón y Aristóteles, conocía los límites de la ignorancia. Se convirtieron en los más sabios de su época al ampliar los límites de su conocimiento como práctica diaria. No se limitaban a una mera búsqueda intelectual, sino que exploraban a través de la conversación, la experimentación, la investigación y el juego con el mundo material que les rodeaba. Sus observaciones, respaldadas por una mente aguda –esa facultad interior que Cristo nos pidió que todos desarrolláramos–, les permitieron diseccionar el mundo material y, a través de su relación con Dios, aportar nuevos conocimientos.

Sin embargo, tenemos dos ojos interiores: el ojo intelectual y el ojo experiencial. Nuestras culturas orales también han transmitido sus experiencias con inmensidad; a través de la práctica, la lengua, las danzas, las canciones, los alimentos, las plantas medicinales y de muchas otras formas, cuidando cuidadosamente la tierra para recoger los frutos que les proporcionaba. Sin expresión escrita, esos indígenas portadores de sabiduría se aseguraron de que las verdades que les fueron reveladas en tiempos de sus antepasados se conservaran durante milenios.

Los aborígenes australianos, por ejemplo, fueron portadores de la sabiduría ancestral de Dios durante más de 50.000 años. Su responsabilidad era con la tierra, con sus antepasados y con el Creador, que dio origen a toda la existencia y les confirió el derecho y la responsabilidad de cuidar no sólo de su tierra, sino del conocimiento y la sabiduría experienciales que garantizaban la continuidad de las prácticas necesarias para sus tradiciones espirituales.

Un ejemplo de esa sabiduría es la práctica del ritual de la quema en Australia, que incinera la madera muerta y permite un nuevo crecimiento, necesario para el renacimiento cíclico de la tierra, como un ave fénix que resurge de sus cenizas. Esta práctica, que no se limita a la tierra, también es simbólicamente necesaria para nosotros como individuos y para la humanidad.

Para permitir que nuestros ojos internos vean, cada uno de nosotros puede quemar un poco el ego. Nuestros egos, que provienen de nuestra conciencia de nosotros mismos y de la percepción de la acumulación de conocimientos, pueden formar los velos oscuros de las nubes de tormenta, impidiendo que la luz de Dios brille en los árboles de nuestros corazones. Los egos humanos inflados aumentan nuestro sentido de autoimportancia, cegándonos ante la importancia de los demás. El Guardián de la Fe bahá’í, Shoghi Effendi, escribió: «La vida es una lucha constante, no sólo contra las fuerzas que nos rodean, sino sobre todo contra nuestro propio ego».

Sin luz, un árbol no puede crecer. Las nubes del ego no producen las aguas vivas necesarias para sostenernos. Sin luz, nuestro árbol se repliega a su núcleo absoluto, tratando de mantener algún mínimo de las aguas vivas que quedan en nuestro interior. Pero cuando el fuego ha purgado la madera muerta de nuestro ego, llegan las lluvias y brilla la luz. Nuestras almas se nutren de las aguas vivas de Dios, dando lugar a una nueva vida. La luz proporciona energía y dirección, asegurando que nuestras almas se muevan en la dirección correcta, hacia la virtud, hacia la iluminación y hacia el crecimiento espiritual.

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