Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Hoy hace cien años, el 27 de noviembre de 1921, falleció el líder de los bahá’ís del mundo, nacido Abbas Effendi y conocido cariñosamente en todas partes como Abdu’l-Bahá, el «servidor de la gloria».
Esperaba con ilusión su paso al otro mundo, y aconsejó a los demás que también lo vieran así: “Al principio es difícil dar la bienvenida a la muerte, pero luego de alcanzar su nueva condición, el alma está agradecida porque ha sido liberada de la esclavitud de lo limitado y goza de las libertades de lo ilimitado”.
Aunque pueda parecer extraño intentar contar la historia de su vida terrenal empezando por el final, relatar el fallecimiento y el funeral de Abdu’l-Bahá nos brinda un digno resumen de su enorme y continuo impacto en la humanidad.
El hijo y sucesor de Bahá’u’lláh, el profeta y fundador de la fe bahá’í, y el Centro de su Alianza, muy querido y venerado en todo el mundo por su servicio a la humanidad y su incansable defensa de la paz y la unidad, nombrado caballero por el Imperio Británico por su trabajo alimentando a los pobres y evitando la hambruna en Palestina durante la Primera Guerra Mundial, y el verdadero ejemplo de lo que significa ser un bahá’í para millones de personas en todo el mundo, Abdu’l-Bahá dejó un legado asombroso e inmortal.
Hoy en día, personas de todos los países, clases y credos intentan modelar sus vidas según el ejemplo de Abdu’l-Bahá.
Esto nunca había sucedido antes. Mientras que millones de personas intentan emular las vidas de los grandes profetas y fundadores de religiones, Abdu’l-Bahá no era un mensajero divino como Cristo o Buda o Bahá’u’lláh, sino que era el hijo de un profeta y la personificación de todos los ideales bahá’ís.
Durante los años de Abdu’l-Bahá en este plano de existencia, cumplió un papel único y sin precedentes en los largos anales de la historia religiosa. Se le describe, en el prólogo del Libro Más Sagrado de Bahá’u’lláh, como:
… el Ejemplo del modelo de vida enseñado por Su Padre, el Intérprete autorizado y divinamente inspirado de Sus Enseñanzas, así como el Centro y Eje de la Alianza que el Autor de la Revelación bahá’í ha establecido con cuantos Le reconocen.
Esta breve descripción, escrita por el órgano de liderazgo mundial de la fe bahá’í elegido democráticamente, la Casa Universal de Justicia, solo intenta resumir al individuo y su increíble impacto.
Abdu’l-Bahá, prisionero y exiliado durante la mayor parte de su vida, nunca dejó que su encarcelamiento le amargara o comprometiera su alegría, su amor o su servicio a la humanidad. Por el contrario, trabajó sin cesar, a lo largo de toda su vida, incluso mientras estaba confinado bajo duras condiciones, para crear una verdadera comunidad mundial de personas dispuestas a sacrificar altruistamente su propio bienestar por la unidad de la humanidad. Él decía:
Es vuestro deber ser bondadosísimos con todo ser humano y desearle el bien; trabajar por la edificación de la sociedad; inspirar en los muertos el hálito de vida; actuar en conformidad con las instrucciones de Bahá’u’lláh y transitar por Su camino: hasta que convirtáis el mundo del hombre en el mundo de Dios.
Cuando Abdu’l-Bahá falleció a la 1 de la madrugada del 27 de noviembre de 1921, se desató un torrente de profunda angustia y dolor, no solo para los bahá’ís de todo el mundo, sino para todos los que le conocían o sabían de él. Personas de todas las religiones y de ninguna religión guardaron un profundo luto. Sorprendentemente, el servicio fúnebre de Abdu’l-Bahá unió incluso a la dividida Tierra Santa, atrayendo a admiradores de todas las religiones, razas, edades, orígenes, clases y estilos de vida. Un profundo sentimiento de pérdida y dolor se apoderó de los asistentes, y su gran intensidad los unió.
El impacto de Abdu’l-Bahá en el mundo, y la efusión de emoción que acompañó a su muerte, dieron lugar a un funeral sin precedentes. Fue conmemorado y enterrado el martes 29 de noviembre de 1921 en el Santuario del Báb en la ladera del Monte Carmelo en Haifa, Palestina. Miles y miles de personas subieron por la empinada ladera de la montaña siguiendo su féretro. «Una gran multitud», escribió el Alto Comisionado Británico de Palestina, «se había reunido, lamentando su muerte, pero alegrándose también por su vida».
El Gobernador de Jerusalén dijo: «Nunca he conocido una expresión de pesar y respeto más unida que la que suscitó la absoluta sencillez de la ceremonia».
Los observadores de los medios de comunicación estimaron que asistieron más de diez mil personas. La enorme multitud, nunca antes reunida en Tierra Santa, abarcaba una notable diversidad de la humanidad: árabes, turcos, persas, kurdos, armenios, europeos, estadounidenses, judíos, católicos, cristianos ortodoxos, anglicanos, drusos, musulmanes y bahá’ís, funcionarios del gobierno y clérigos y los más ricos y los más pobres, todos ellos presentes para mostrar su amor y respeto permanentes por la imponente figura que un periódico llamó «La personificación del humanitarismo».
La multitud que se agolpaba, lloraba y se lamentaba, tenía un sentimiento de pérdida tan profundo que muchos asistentes luchaban con fuerza contra sus emociones. Los sonidos de los sollozos y el llanto llenaban el aire. Los dolientes lloraban porque habían perdido a alguien tan único y tan humilde, tan sabio y desinteresado y dedicado al servicio de los demás, que temían haber perdido algo insustituible, algo enormemente precioso, no solo un hombre, sino un alma verdaderamente heroica y trascendente.
Su dolor era comprensible. Muchos de los presentes en aquella gigantesca multitud debían literalmente sus vidas a Abdu’l-Bahá, ya sea por las generosas donaciones que había hecho a los pobres durante décadas, o por el grano que había almacenado para alimentar al pueblo hambriento de Palestina durante la Primera Guerra Mundial, o por su larga historia de atención a los enfermos, los indigentes y los desamparados, o por el amable consejo espiritual que había dado a todos.
Si el viejo dicho de que se puede juzgar a un hombre por su funeral es cierto, entonces el entierro de Abdu’l-Bahá produjo una de las más espontáneas, profundas y públicas muestras de afecto, calidez y ternura que la Tierra Santa haya visto jamás, demostrando la enseñanza de Abdu’l-Bahá de que el amor dura para siempre.
Esta noche, en las primeras horas de la mañana, los bahá’ís de todo el mundo se reunirán para orar y conmemorar la extraordinaria vida y el duradero legado de Abdu’l-Bahá, la encarnación de todas las virtudes bahá’ís.
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