Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Cuando alguien que amamos fallece, no podemos evitar preguntarnos: «¿Ha desaparecido para siempre el amor que esta maravillosa persona trajo al mundo?».
El duelo funciona de esa manera. Puede dejarnos despojados, en la oscuridad, sin saber si podremos enfrentar el futuro. El dolor, por supuesto, proviene directamente de la sensación de que hemos perdido permanentemente a un ser querido.
Pero, las enseñanzas bahá’ís dicen que el amor puro nunca muere, que este es el más grande don que se le ha dado a la humanidad y que es un imán que tiene existencia eterna.
Abdu’l-Bahá el centro de la Alianza de Bahá’u’lláh y el líder de los bahá’ís del mundo después del fallecimiento de Bahá’u’lláh, escribió y habló ampliamente sobre el amor:
Has de saber con certeza que el Amor es el secreto de la santa Dispensación de Dios, la manifestación del Todomisericordioso, la fuente de las efusiones espirituales. El Amor es la bondadosa luz del cielo, el eterno hálito del Espíritu Santo que vivifica el alma humana. El Amor es la causa de la revelación de Dios para el hombre, el vínculo vital que, de acuerdo con la creación divina, es inherente a las realidades de las cosas. El Amor es el único medio que asegura la verdadera felicidad tanto en este mundo como en el venidero. El Amor es la luz que guía en la oscuridad, el eslabón viviente que enlaza a Dios con el hombre, que asegura el progreso de toda alma iluminada. El Amor es la más grande ley que rige este potente ciclo celestial, el único poder que une los diversos elementos de este mundo material, la suprema fuerza magnética que dirige los movimientos de las esferas en los dominios celestiales. El Amor revela con infalible e ilimitado poder los misterios latentes del universo. – Selecciones de los Escritos de Abdu’l-Bahá, pág. 46.
Abdu’l-Bahá definió cuatro tipos de amor y dijo:
El primero es el que emana de Dios hacia el ser humano; está compuesto de inagotables gracias, resplandor divino e iluminación celestial. Gracias a este amor, el mundo de los seres recibe vida. A través den este amor, el ser humano es dotado de existencia física, hasta que, por medio del hálito del Espíritu Santo -este mismo amor- recibe la vida eterna y se convierte en la imagen del Dios Viviente. Este amor es el origen de todo amor en el mundo de la creación. – Abdu’l-Bahá, La Sabiduría de Abdu’l-Bahá, pág. 2019.
Cada año, los bahá’ís expresan su amor por las figuras centrales de la Fe observando solemnemente su ascensión de este mundo: el martirio del Bab el 9 de Julio; la ascensión de Bahá’u’lláh, el 29 de mayo; y el 28 de noviembre, la ascensión de Abdu’l-Bahá. ¿Qué significa esto en relación a las enseñanzas bahá’ís sobre la vida eterna?
Cuando murió hace 98 años en 1921, Abdu’l-Bahá, a menudo referido amorosamente como «el Maestro» o el «ejemplo perfecto» de lo que significa ser un bahá’í, dejó un legado de gran servicio y devoción de por vida en los ideales bahá’ís de paz, amor y unidad.
Exiliado de su país de origen cuando era niño y encarcelado durante cuarenta años, Abdu’l-Bahá luego viajó por el mundo para llevar el mensaje de su padre sobre la unidad de la humanidad a las personas en todas partes. Aclamado como un embajador mundial de la paz, amado y venerado en todo el mundo por su humildad, su abnegación y su defensa de la paz y la unidad, nombrado caballero por el Imperio Británico por su trabajo por alimentar a los pobres y evitar la hambruna en Palestina durante la Primera Guerra Mundial, Abdu’l-Bahá ascendió al siguiente mundo a los 77 años después de vivir una vida de humilde servicio a la humanidad.
Su nieto Shoghi Effendi, a quien Abdu’l-Bahá designó como el Guardián de la Fe Bahá’í, más tarde resumió los últimos años terrenales del Maestro, durante los cuales Abdu’l-Bahá le pedía a los bahá’ís que no se afligieran por su partida:
Al cierre de Sus giras por Occidente, las cuales agotaron hasta el límite Sus fuerzas en declive, había escrito: «Amigos, llega la hora en que ya no estaré con vosotros. He hecho todo lo que podía hacerse. He servido a la Causa de Bahá’u’lláh al máximo de Mi capacidad. He trabajado día y noche durante todos los años de Mi vida. ¡Cuánto anhelo ver a los creyentes compartiendo las responsabilidades de la Causa! […] Mis días están contados, y salvo esto ya no me queda otra alegría». Varios años antes Se había referido de esta forma a Su fallecimiento: «¡¡Oh vosotros, Mis fieles amados! Si en cualquier momento tuvieran lugar acontecimientos luctuosos en Tierra Santa, no os perturbéis o agitéis. No temáis, ni os aflijáis. Pues cualquier cosa que ocurra hará que la Palabra de Dios sea exaltada, y que Sus fragancias divinas se difundan». Asimismo: «Recordad, hálleme o no en la tierra, que Mi presencia estará siempre con vosotros». «No miréis a la persona de ‘Abdu’l-Bahá», así aconsejaba a Sus amigos en una de las últimas Tablas, «pues en su momento os dejará; antes bien, fijad vuestra vista sobre la Palabra de Dios […] Los amados de Dios deben alzarse con tal constancia que si en un momento determinado, cien almas como el propio ‘Abdu’l-Bahá se convirtieran en objeto de los dardos del enemigo, nada en absoluto debería afectar o aminorar su […] servicio a la Causa de Dios». – Shoghi Effendi, Dios Pasa, pág. 309.
Pero, al llegar el momento, ellos sí lloraron. El funeral de Abdu’l-Bahá reunió y unió incluso a Tierra Santa, famosa por su fragilidad y religiosidad, atrayendo a dolientes y admiradores de todas las religiones, razas, edades, antecedentes y clases. Una gran sensación de pérdida y dolor se apoderó de esas almas, y su intensidad los unió. El impacto sin precedentes de Abdu’l-Bahá, y el estallido de emoción que lo acompañó, resultó en un funeral como nunca nadie había visto.
Los líderes mundiales enviaron cartas y telegramas. Winston Churchill telegrafió de inmediato para «transmitir a la comunidad bahá’í, en nombre del gobierno de Su Majestad, su simpatía y condolencia». Pero la partida de Abdu’l-Bahá también fue lamentada por los residentes más pobres de Tierra Santa, a quienes había amado, apoyado, alimentado y ayudado durante décadas.
Su sencillo funeral y el internamiento se llevó a cabo el martes, 29 de noviembre de 1921, justo un día después de su muerte, en la ladera del Monte Carmelo en Palestina, actual Israel. Miles y miles de personas subieron la montaña, «Una gran multitud», escribió el Alto Comisionado británico de Palestina, «se había reunido, triste por su muerte, pero regocijándose también por su vida».
El ataúd que contenía los restos de ‘Abdu’l-Bahá fue trasladado a su lugar de reposo a hombros de Sus amados… La larga comitiva de condolientes, entre los sollozos y lamentos de muchos corazones afligidos, serpenteó su camino hasta que, alcanzadas las faldas del monte Carmelo… Cerca de la entrada occidental del Santuario, sobre una sencilla mesa, se colocó el féretro sagrado, y allí, en presencia de una gran concurrencia, nueve oradores, en representación de los credos musulmán, judío y cristiano… pronunciaron sendos discursos fúnebres A continuación, se trasladó el ataúd a una de las cámaras del Santuario, que se hizo descender, con tristeza y reverencia, hasta su último lugar de reposo, junto a la bóveda adyacente, que ocupaban los restos del Báb. – Ibid., pág. 436.
El Gobernador de Jerusalén dijo: «Nunca he conocido una expresión más unida de lamento y respeto de la que surgió por la simplicidad de la ceremonia». Los observadores de los medios estimaron la asistencia de más de diez mil personas: árabes, turcos, persas, kurdos, armenios, europeos, estadounidenses, judíos, católicos, cristianos ortodoxos, anglicanos, musulmanes, drusos y bahá’ís, funcionarios gubernamentales y clérigos y los más ricos y los más pobres, todos allí para mostrar su profundo respeto por el hombre que un periódico importante llamó «La personificación del humanitarismo». Llorando, gimiendo y lamentándose, la gran multitud colectivamente sintió una sensación de pérdida tan profunda que muchos asistentes lucharon poderosamente con sus emociones.
Lloraron porque habían perdido a alguien tan único y tan humilde, tan sabio y desinteresado y dedicado al servicio de los demás, que temían haber perdido algo mucho más que un ser humano: alguien irremplazable, alguien enormemente precioso, no solo un hombre. pero un alma verdaderamente heroica y trascendente.
Muchos en esa multitud gigantesca literalmente debían sus vidas a Abdu’l-Bahá, ya sea por las generosas donaciones que había dado a los pobres durante décadas o por los granos que había almacenado para alimentar a los hambrientos de Palestina durante lo que llamaron «La gran aflicción», la larga Guerra Mundial que separó a su país del suministro de alimentos.
La muerte de Abdu’l-Bahá, y su funeral al día siguiente, produjeron una de las efusiones públicas de afecto, calidez y ternura más espontáneas, profundas y unidas que la Tierra Santa jamás había visto. La ascensión de Abdu’l-Bahá al otro mundo no solo demostró la realidad de las enseñanzas bahá’ís de que el amor dura eternamente, sino que también hizo recordar el amable consejo que había dado a otros que ya habían perdido a sus seres queridos:
La inescrutable sabiduría divina es la razón fundamental de tan desgarradores sucesos. Es como si un bondadoso jardinero transplantara un joven y tierno arbusto desde un lugar limitado a una amplia área abierta. Este traslado no es causa del marchitamiento, la decadencia o destrucción de ese arbusto; más bien, por el contrario, lo hace crecer y prosperar, adquirir frescura y delicadeza, volverse verde y producir frutos. Este secreto oculto lo conoce bien el jardinero, pero aquellas almas que no son conscientes de esta misericordia suponen que el jardinero, en su cólera o su ira, ha desarraigado el arbusto. Mas para aquéllas que son conscientes, este hecho encubierto se halla manifiesto y este decreto predestinado es considerado una merced. Por consiguiente, no os sintáis tristes o desconsolados por la ascensión de aquella ave de la fidelidad; es más, en todas las circunstancias orad por ese joven, suplicando el perdón para él y la elevación de su posición. – Abdu’l-Bahá, Selecciones de los Escritos de Abdu’l-Bahá, pág. 266.
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