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Ateos, gallinas y huevos: ¿qué fue primero?

Maya Kaathryn Bohnhoff | Nov 30, 2022

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Maya Kaathryn Bohnhoff | Nov 30, 2022

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Comentando el libro del ateo Richard Dawkins, The God Delusion, alguien planteó el viejo argumento del huevo y la gallina: que creer en un Creador solo significa que tenemos que explicar qué creó a Dios.

Esto es ciertamente cierto, señalé, si se concibe a Dios como el mismo tipo de ser que somos los humanos, y por tanto sujeto a las mismas leyes naturales.

RELACIONADO: Ateos y creyentes: todos estamos en el mismo sendero

Pero Krishna insinuó una relación y una realidad más complejas que esa en el Bhagavad Gita:

Todo el universo visible proviene de mi Ser invisible. Todos los seres tienen su descanso en mí, pero yo no tengo mi descanso en ellos, Y en verdad ellos no descansan en mí. Considera mi sagrado misterio: Yo soy la fuente de todos los seres, a todos sostengo, pero en ellos no descanso.

Como escritora de ficción, encuentro este concepto comprensible por la relación que existe entre mis creaciones y yo. Como su creadora, estoy en mis libros, pero no estoy en mis libros. Yo creo las leyes que operan en mis libros y, sin embargo, no estoy sujeto a esas leyes. Los personajes de mis libros pueden parecer humanos, actuar como humanos y sonar como humanos, pero solo son reflejos de la humanidad.

Así que, desde mi punto de vista, negar la existencia de un Creador porque no podemos imaginar qué tipo de ser podría ser –utilizando solo a nosotros mismos como punto de referencia– sería muy parecido a que mis personajes fueran incapaces de imaginar que hay un escritor que los concibió y los puso en un libro. Podrían teorizar sobre mi existencia y, si se miraran con atención, verían mi reflejo en ellos, pero no verían ni comprenderían ni entenderían la totalidad de mí.

Esa es una de las razones, supongo, por las que las enseñanzas bahá’ís se refieren al Ser Supremo como una «esencia incognoscible». Bahá’u’lláh escribió:

Es evidente para todo corazón perspicaz e iluminado que Dios, la Esencia incognoscible, el Ser divino, es inmensamente excelso por encima de todo atributo humano, tal como existencia corpórea, ascenso y descenso, salida y retorno. Lejos está de Su gloria que lengua humana alguna haya de referir apropiadamente Su alabanza, o que algún corazón humano comprenda Su misterio insondable. Él está, y siempre ha estado, velado en la antigua eternidad de Su Esencia, y permanecerá en Su Realidad eternamente oculto a la vista de los hombres. “Ninguna visión Le abarca, pero Él abarca toda visión; Él es el Sutil, Quien todo lo percibe”.

Creo que esto nos da una idea de cómo es nuestra relación con Dios: no podemos ver al Creador como tampoco podemos mirar directamente al sol, pero podemos ver su reflejo en sus mensajeros divinos y sus enseñanzas. Bahá’u’lláh, el profeta y fundador de la Fe bahá’í, lo expresó así:

Todo lo que hay en los cielos y en la tierra es prueba directa de la revelación en ello de los atributos y nombres de Dios, ya que en cada átomo están atesoradas las señales que dan testimonio elocuente de la revelación de aquella Muy Grande Luz… Esto, en grado sumo, es aplicable al hombre, quien, entre todo lo creado, ha sido investido con el manto de tales dones y señalado para la gloria de tal distinción.

Más adelante, en el mismo verso, Bahá’u’lláh dice: «Ha conocido a Dios quien se ha conocido a sí mismo». Considéralo lógicamente: si suponemos que no hay ninguna esencia o elemento o ser detrás de la existencia del universo que no sea intrínsecamente diferente de lo que hay en el universo, entonces no importa qué postules que causó esto o aquello, estás condenado a una regresión infinita de gallinas y huevos.

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